lunes, 17 de diciembre de 2007

El problema de Adelaida

El ciudadano Lin Piao, honrado comerciante al por mayor, apresuró el paso. Era de noche y eso siempre da jindama en según qué barrios. Al llegar al cruce con la calle del Amparo, emergieron tres tipos surgidos del aire enrarecido con olor a meados de la estrecha calleja. Chinos, como él. Mal presagio. Un chino gordo y bajito con perilla ridícula le apuntó a la cabeza con una pistola y accionó el gatillo sin decir nada.
Pasaron tres cosas: la pistola no funcionó, el chino gordo soltó un alarido mezclado con tremenda blasfemia y el ciudadano chino Lin Piao se desmayó del susto. Segundos después salieron los tres chinos de naja como alma que lleva el diablo, si es que hubiera almas y también diablos que se las llevaran, como si no tuvieran otra cosa que hacer.
Cuando llegaron a la calle del Calvario, redujeron la alocada marcha y otro chino, sin perilla, espetó “¿Por qué corremos, joder?”. A todo esto, el chino gordo no cesaba de relatar por lo bajo palabrotas muy malsonantes. “¡Mierda de percutor de los cojones! Me ha pillado el jodido pulgar y me lo ha dejado cabronamente como una puta berenjena”.
Todo esto, en cantonés, el dialecto chino más hablado, pero la estancia en España les había acostumbrado a salpicar sus conversaciones con contundentes palabrotas de importación, pues sabido es que en chino no se dicen tacos: no está nada bien visto en sociedad.
“Te dije que este negocio de matar por contrato no es para nosotros, Chang", dijo el chino sin perilla. “¿Había que matarlo? No sabía”, intervino el tercer chino, más corto que las mangas de un chaleco; formaba parte del trío porque era cuñado de Chang y también porque medía un dos metros, y para atemorizar al personal iba que ni pintado. Lo llevaban con ellos por si acaso. No tenía que hacer nada, sólo estar ahí con su cara de tonto del culo. Un rostro de tonto del culo chino es tan vacío de expresión como el de un tonto del culo nacional, es cierto, pero resulta mucho más inquietante. Sobre todo si mide dos metros de altura.
“¿Qué hacemos?”, quiso saber Deng, el segundo chino. “ La hemos cagado la primera vez. Si corre la voz, seremos el hazmerreír del hampa”.
“Vale, matar no, pero podemos dar palizas por encargo”, propuso Chang. “Hagamos correr la voz. Apalizamos a cualquiera por encargo de quien sea, siempre que pague” concretó la idea.
El de los asesinatos por encargo era el segundo fracaso del grupo. El primero fue querer cobrar una póliza de protección a los negritos top-manteros de los alrededores de la estación de Atocha. Mil euros para que no les pasara nada. Aunque rebajaron a trescientos después de inacacabables discusiones, los morenos se resistían. Con esos precios ni siquiera cubrían gastos. Finalmente les dijeron que nones, que por más vueltas que le dieran no les salían las cuentas y, como los chinos insistieran, les enviaron a Mahmud Ryzab, un negro como un tizón de Sierra Leona, para convencerles de que no había trato por más que se empeñaran.
“Mi no paga”, les dijo escuetamente el negrazo. Kio Guang Ping, fiado de su envergadura, le cogió por la pechera para intimidarlo, pero le cayó el cielo encima. En realidad lo que le cayó fue una hostia inmensa que le propinó Mahmud, una hostia de las que ya no se ven. Sin enfadarse, porque sólo eran negocios.
Mientras Kio recogía unos dientes de la acera, el ciudadano de Sierra Leona aclaró: “Mi no paga una mierda. Mi rompe cabeza si joder colegas del top manta”. Deng y Chang decidieron abandonar el negocio de protección.
Abandonada también la actividad homicida, hicieron correr la voz por los vericuetos del hampa con la oferta de su nueva actividad: Palizas garantizadas. Y a esperar.
Por aquel entonces, Adelaida tenía un grave problema. Adelaida era una señora mayor de sesenta y tantos años, una viuda de Lavapiés que sobrevivía con quinientos cuarenta y siete euros de pensión, y con mucha imaginación. El problema se llamaba Miguel Fernando, su único hijo de 36 años de edad. Barriga cervecera, uñas negras, menos gracia que una patada en las partes bajas, sin oficio ni beneficio, que arrojaba la ropa sucia en cualquier lugar de la casa, que no tiraba de la cadena después de orinar, que siempre dejaba la tapa del retrete levantada y que solía dejar la nevera temblando.
Aunque Adelaida se lo había pedido de todas las maneras posibles, Miguel Fernando se negaba en redondo a abandonar la casa materna. Como si fuera tonto, decía el capullo. Además de no dejarla vivir sola tan ricamente, el sinvergüenza la trataba como basura. Al mamón nunca le parecía bien la comida que le guisaba su madre y la humillaba con frecuencia. “¡Vaya mierda de macarrones, madre!” protestaba un día. "¡Los macarrones fláccidos de Adelaida garantizan el regüeldo y repiten toda la tarde!" “¿A esto le llamas cocido?, gritaba ante otra comida. "Los cerdos comen mejor, tía”. “No soy tu tía, soy tu madre, descastado y me debes respeto” protestaba entre lágrimas contenidas Adelaida. "¡Anda y ve a cagar!", rebuznaba el cabrón. Y la pobre Adelaida se encerraba en la habitación llorando a mares, pensando que qué había hecho ella para merecer esto.
Miguel Fernando hacía algún trabajo de mierda que otro, pero la pasta que conseguía la fundía en porros, cañas y whisky de garrafón. Adelaida estaba harta, muy harta. Y no sabía qué hacer. Un yonqui del barrio de toda la vida le propuso una solución. Un colgado al que ella había tratado bien, cuando el resto del barrio le escupía.
“Hay unos chinos que por una cantidad razonable convencen a cualquiera”, le dijo misterioso una tarde en la que Adelaida le invitó a merendar café con leche y magdalenas para desahogarse y le contó su problema.
Adelaida, desconocedora de los entresijos y del lenguaje del bajo mundo del delito, no se enteró de lo que le decía el tipo.
El narcoadicto se dejó de eufemismos y fue al grano.
“Mi camello me insultó, ¿sabe? Me faltó al respeto; no me fio unas papelinas, a mí, su cliente más antiguo. Me enteré de que había unos chinos que daban palos por encargo y los fui a buscar".
"¡Dios mío!" se horrorizó Adelaida cuando supo qué le proponía en realidad el heroinómano. "Me pidieron mil euros", añadió el otro. "Yo no puedo pagar eso" dijo despistada Adelaida sin ser consciente de que la protesta incluía la posiblidad de dar un escarmiento al cretino de su hijo. "Son buena gente, doña Adelaida , el dinero no será problema. Me rebajaron hasta quinientos, porque necesitan trabajar, como todo el mundo. Son tiempos duros para todos. Reventé unas cabinas de teléfono, pero sólo recogí cuatrocientos y pico en montones de monedas, pero los amarillos se portaron y me hicieron el trabajo sin pedirme el resto. No se cabrearon por tantas monedas, que se las tuve que llevar en una bolsa del Carrefour. Cumplieron y al camello le dieron de hostias hasta en el carné de identidad. A los dos días, cuando se recuperó y salió de nuevo a la calle, el tío me fió de nuevo.”
Pero Adelaida tenía reparos. “Es un vago y un sinvergüenza, pero es mi hijo”. “Señora Adelaida, esos chinos son muy profesionales. Si les pide que no le hagan daño serio, le dan de palos al cabrito de su niño, pero no le rompen nada”. "No sé, no sé", murmuraba la señora sumida en un mar de dudas.
Adelaida se decidió sólo a pedir información tras muchas vacilaciones y llamó al número de móvil que le dio el yonqui. Pero no pudo hablar con los chinos, porque se les había acabado el saldo. Mientras tanto, Miguel Fernando rebasó el colmo de la paciencia de su santa madre. Tras insultarla del modo más vulgar que nunca en plena borrachera de vino de Jumilla, la obsequió con una vomitona king size en medio del salón; un vino con muy mala resaca, como es sabido. La señora Adelaida expulsó los últimos remordimientos de su corazón y, cuando los chinos le devolvieron la llamada tras cargar la tarjeta con diez euros, les encargó que convencieran a su hijo de que debía marcharse de casa de una pajolera vez, pero que no le hicieran mucho daño. No haría falta mucho, les explicó, porque el cabroncete era un cobarde, y un comemierda, añadió.
Los chinos previamente localizaron a Miguel Fernando, le siguieron y tomaron nota de sus costumbres y de sus recorridos. Eran unos profesionales. Pero el trabajo no se llegó a hacer.
Un grupo de policías de seguridad ciudadana, que operaba de incógnito en Lavapiés, hacía tiempo que vigilaba a Chang, Deng y Kio. A los polis de la secreta les mosqueaban aquellos tres chinos de los que no se conocía ni tienda de todo a cien ni taller de confección clandestino ni restaurante de chop suey. La cosa se aceleró cuando el ciudadano inmigrante con papeles Lin Piao se recuperó del trauma de haber estado a punto de ser asesinado a tiros y se lo contó a su mujer, una recia gallega de Villagarcía de Arousa. “¡Chinitos a mí!” dijo encendida en santa cólera. “A mí, que me he toreado a los peores capos de las rías baixas”. El chino Lin, la convenció de que era mejor dejárselo a la policía y no encargarse ella misma del asunto. Hecha la denuncia, el citado grupo de maderos de incógnito se puso en marcha con celeridad. Siguieron y vigilaron a los tres chinos durante unos días. No hacían nada, cierto, pero podían pagarse tés y cañas en los baretos del barrio, comían en restaurantes, aunque de menú, iban al cine a ver películas de Jackie Chan e incluso fueron de putas un sábado por la noche. ¿De donde sacaban el dinero los jodíos si no trabajaban ni tenían negocios conocidos? Convencieron al juez de guardia, quien les autorizó a registrar el tugurio en el que vivían los tres hijos del Celeste Imperio. En el registro les ocuparon una pistola vieja que se encasquillaba, dos navajas de Albacete sin estrenar y una cámara infantil de vídeo, conseguida con una cartilla de cupones de El País. De la cámara rescataron imágenes de Miguel Fernando. Miguel Fernando en el bar, entrando en el portal de su casa, saliendo del portal de su casa, entrando en el bar, saliendo del bar, vomitando en la calle, cascándosela en un parque... Los chinos confesaron que tenían que darle de palos sin consecuencias posteriores ni efectos secundarios, pero que no habían pasado todavía a la fase ejecutiva. Convenientemente presionados, los chinos dijeron que el encargo lo había hecho una ancianita de cabellos blancos, pero los polis, tras alzar la mano sin intención real de darles (porque es anticonstitucional) al tiempo que les decían "te daba así, ¿te crees que somos tontos?", les aseguraron que, con trolas tan burdas como esa, lo tenían mal.
Su señoría consideró que las malas intenciones confesadas respecto a Miguel Fernando constituían un delito de conspiración. Como tampoco se tragó lo de la ancianita inductora, pensó que ahí había algo gordo y los envió a la prisión de Valdemoro, porque la de Soto del Real estaba hasta la bandera, que más adelante ya se vería que aportaba la investigación.
Adelaida se alegró, no de que hubieran trincado a los chinos, pobrecitos, sino de que no hubieran podido hacer el trabajo, porque al fin y al cabo era su hijo, parido con dolor. Pero ella ya estaba decidida y lanzada. Las cosas no iban a continuar como hasta entonces. Ignorante de que se había librado por pelos de ser detenida y procesada, cambió la cerradura vieja por otra de alta seguridad; se fue a la peluquería y se gastó una pasta en teñirse, hacerse mechas y un corte medio punky; se compró unas blusas y faldas en 'Desigual' para cambiar de imagen, y remató la operación con la compra de unas botas de motera con hebillas. Luego, con la moral mucho más alta y la autoestima más sólida, sacó las cosas de su hijo al rellano de la escalera, le dijo a la vecina de al lado que contara a su hijo lo que pasaba, y se largó unos días a Benidorm con los ahorros de la libreta de Cajamadrid, ahorros con los que hubiera pagado a los chinos de haberse cumplido el contrato. En Benidorm conoció a un viudo muy apañado con sólo sesenta y ocho años y un metro noventa, y se lió con él.
El viudo, perdidamente enamorado de Adelaida, la ayudó a convencer a Miguel Fernando, cuando lo encontraron lloroso ante el portal de la casa otrora familiar al regreso de Benidorm, de que tenía que irse de casa, porque ya tenía edad y era mejor para todos.
Sería por la considerable envergadura de su nuevo padrastro que inspiraba respeto, sería por la patada en los testículos que le propinó cuando Adelaida entró en el piso y no los veía, el caso es que Miguel Fernando se fue de la casa materna definitivamente.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Castigo y comunion

El guiso casi estaba. En el wok, dos alargados trozos de carne se cocinaban sumergidos en un caldo espeso. El presunto cocinero, varón de cuarenta y pocos años y aspecto elegante, llenó una cuchara y probó el guisó. “Ya casi está” se dijo a sí mismo. Entonces sonó el timbre de la puerta con insistencia.
Unos días antes, Aquilino Aquiles fue elegido presidente de la comunidad de vecinos por unanimidad. En realidad, fue elegido por narices y sin estar presente. Le tocaba. Nadie quería ser presidente, pero era obligatorio que hubiera uno y se decidió tiempo atrás en una agitada y alborotada reunión que todos fueran presidente por riguroso orden de viviendas. Y ahora le tocaba al ático B. “Qué raro que Aquilino no haya venido, con lo formal que es”, comentó un vecino.
Al acabar la reunión de la comunidad, casi tan breve como un coito de varón medio español, María Antonia del cuarto C se puso junto a Hortensia del segundo B para regresar a sus respectivos pisos y chismorrear un poco.
“Qué raro lo de Aquilino”, comentó Hortensia.
“Hace unos días oí una discusión muy fuerte en su piso”, dijo en tono inquietante la otra y el ‘muy fuerte’ sonó a algo terrible.
“¡No me digas! Cuenta, cuenta mujer”, exigió la otra, encantada por hozar en miseria ajena.
“Gritos con muy mala leche. Con mucha rabia”.
“¡Jesús, Jesús! ¿Pillaste algo?”
“Pues no, pero me pareció que alguien hablaba en portugués, pero… no sé, quizás con acento de la isla de Madeira”. La María Antonia es maruja vocacional, pero tiene el graduado escolar y viajó con su marido a Lisboa en un viaje organizado por el Centro Social del barrio que les salió muy apañado; allí se enteró de que Madeira era una isla que pertenecía a Portugal.
Pillaron al presidente saliente, el del primero D, para contarle que qué raro que Aquilino no hubiera ido, y los días que no le veían. Les dijo que él ya no era nadie y que esperaran a Aquilino que era ahora el presidente. Qué paradoja, ¿cómo esperar a Aquilino, cuando justamente ellas temían por Aquilino?
“Pues denunciad su desaparición a la policía”, zanjó con ganas de que le dejaran tranquilo, que iban a dar el partido del Real Madrid ya mismo.
En comisaría no tuvieron más remedio que aceptar la denuncia por desaparición, porque habían transcurrido tres días desde la audición de la bronca por María Antonia. Aquilino, cincuenta y seis años, anticuario… El inspector de guardia escribía la denuncia con dos dedos y mucha dedicación. Un colega, que por allí pasaba, husmeó por encima del hombro del escribiente.
“Ese Aquilino Aquiles ¿no lo interrogamos cuando el asunto del club ‘Antineo’ donde decían que había chaperos que eran menores?”
“No había ningún menor implicado y cerramos el caso” le contesta sin demasiado interés el poli que rellena el formulario.
“Pero mariconeo sí había, ¿no?”
“No es delito entre adultos. Cada uno hace con su culo lo que le apetece”, le dijo harto ya, porque sabía que el otro era un carca del copón.
Las que se bañaban en agua de rosas eran las dos vecinas. ¡Don Aquiles, gay! ¡Quién lo iba a decir!
Días después, la policía descubrió en el fondo de un contenedor un cadáver desfigurado con signos de violencia extrema, desnudo, maniatado con un cable de ratón de ordenador y un tanga de varón de piel de leopardo metido en la boca como mordaza. Las pruebas forenses determinaron que no era Aquilino Aquiles, como los polis creyeron al principio, sino Tiburcio Aznárez, y comprobaron que también era anticuario. ¡Ángela María! ¿Qué estaba pasando? Un anticuario desaparecido y otro asesinado.
Los polis son tozudos, porfiados, tenaces y empecinados, y se creen como la Biblia que por el hilo se saca el ovillo. E investigaron.
“Un asunto de celos mariconiles” quiso zanjar el asunto el pelota del grupo de homicidios, que era un majadero.
“No, ni tampoco pasión sexual desatada. No hay indicios de chaperismo ni de coyunda homosexual”, replicó aburrido el jefe del grupo que investigaba el marrón de los anticuarios. “Si no es sexo, entonces ¿qué?”, insistió el bobo, que tenía menos imaginación que un calamar.
El poli superior miró con fijeza a sus inspectores subordinados y sentenció: “Al Capone decía a sus esbirros, cuando le planteaban conflictos que parecían insolubles: sigue la pista del dinero. Y eso haremos”. Al poli tonto del haba le parecido mal que el jefe citara a Al Capone, pero no tuvo güitos para decírselo; a fin de cuentas, él sólo era un memo.
¿En que líos ilícitos podían estar dos anticuarios? Incalculables, pensó el jefe. Los de protección del patrimonio de la guardia civil les indicaron que los anticuarios de marras habían sido investigados respecto a estatuas, bustos, cerámicas y cabezas romanas de excavaciones arqueológicas de origen poco claro. Empezarían por ahí.
La suerte les echó un cable, porque días después trincaron a un tío que intentaba vender al Museo Arqueológico una estatua de sátiro desnudo que había desaparecido misteriosamente del mismo museo años antes. El sátiro estaba provisto de un falo enorme, así como de una lúbrica expresión que daba miedo, razón por la que el conservador del museo que recibió la oferta de venta supo sin necesidad de peritos que era el sátiro perdido y ahora hallado.
El pringado que intentó la venta era un correveidile del anticuario del tanga en la boca, pero también había trabajado para Aquilino y, convenientemente presionado, hizo aparecer un tercer anticuario relacionado con los otros dos. ¿Para que relacionarse esos tres? quisieron saber los polis. "Chanchullos", dijo confidencial el sujeto, pero no supo concretar.
“Orden judicial, registro y arresto” ordenó, todo energía, el jefe de grupo, de nombre Matías, aunque él se empeñaba en que le llamaran Mat, porque creía que hacía más poli.
Dos inspectores con tres agentes uniformados irrumpieron en el piso del tercer anticuario tras haber tocado el timbre con insistencia. Enrique Alberto, el tercer anticuario bajo sospecha, quedó patidifuso al ver la fuerza policial.
“¿Qué pasa? ¿Qué quieren?” dijo bastante jiñado. “Llamaré a mi abogado”, añadió en un vano intento de dignidad.
“Esto no es una peli americana, tronco”, le dijo uno de los inspectores, mientras le mostraba la orden firmada por su señoría que autorizaba a registrar hasta el último rincón de la vivienda.
“Huele raro, ¿no?”, dijo de inmediato uno de los agentes uniformados, con el escaso sentido de la oportunidad que caracteriza a algunos subordinados. No le hicieron ni caso, ellos iban a lo que iban.
Los polis se distribuyeron por el piso e iniciaron la sistemática tarea de rastrear, cachear y hurgar hasta el último rincón. El poli uniformado que había hablado y perdido una hermosa oportunidad de estar callado fue destinado a registrar la cocina, amplia y luminosa. Al escaso minuto de iniciar su tarea, un aullido estremecedor, un grito terrorífico convocó a la cocina al resto de maderos. El poli regurgitaba hasta la última papilla con grandes espasmos y ojos desorbitados, apoyándose con la mano izquierda en una mesa blanca de madera lacada, en tanto indicaba desmayadamente la cocina vitrocerámica sobre la que humeaba un wok.
Los inspectores se acercaron. En el interior del wok se cocinaban dos brazos humanos en medio de un caldo espeso de agradable aspecto. Rasurados los brazos y desprovistas de uñas las manos. Olía raro, como había dicho el poli pardillo, pero no olía mal.
Transcurrido el inevitable tiempo de vomitera colectiva, recuperación del ánimo y asentamiento del equilibrio gastrointestinal, los inspectores continuaron su registradora tarea con mayor ahínco si cabe, en tanto los uniformados trincaban y esposaban al anticuario Enrique Alberto.

Otro policía abrió el congelador junto al frigorífico y se asomó al interior humeante por el intenso frío. Junto a unas cajas de langostinos tigre y una bolsa de pulpo cocido congelado de excelente pinta, yacía cuidadosamente envuelto en plástico transparente el tronco de un varón maduro, alguien que en vida no era joven. En una caja de cartón hallaron huesos humanos: húmeros, cúbitos, radios y dos fémures. Y en dos bolsas de plástico aprovechadas de 'El Corté Inglés' encontraron unos pies también humanos y dos orejas de considerable tamaño.
Cuando le comunicaron los hallazgos por teléfono, el jefe de grupo recordó que las vecinas denunciantes habían dicho con regocijo que Aquilino Aquiles tenía grandes orejas, cuando se tomó nota en comisaría de las características personales del presunto desaparecido.
“No ha sido una venganza, más bien un castigo”, matizó Enrique Alberto antes de que nadie le hubiera peguntado nada.
“¿Castigo?”, dijeron a dúo sin proponérselo los dos inspectores, que habían registrado la vivienda.
“Castigo sí, por su inaceptable incompetencia, por su codicia sin freno, por su estupidez”, explicó Enrique Alberto.
El plan, que había trazado él, era sencillo y contundente. Por medio de una red de espías rústicos y rurales, localizaban restos arqueológicos que pudieran venderse a buen precio en el extranjero, expoliaban de noche y preparaban el papeleo de día para exportar en un futuro prudente.
“Castigo ¿a santo de qué?”, preguntó el inspector jefe en el interrogatorio oficial en comisaría.
“Se empeñaron en vender en seguida para sacar beneficios inmediatos, y el plan era esperar para exportar sin sobresaltos. Pero, sobre todo, no vender nunca aquí. Querer vender la estatua del sátiro al museo del que fue sustraída ha sido la gota que colmó la copa de mi paciencia”.
“¿Por qué el trato diferencial a Aquilino y Tiburcio?”
“Ambos eran diferentes, y eso exigía diferentes castigos. Tiburcio era soez y de una vulgaridad insultante. En cambio Aquilino era casi un señor y casi amigo mío.
“¿Y entonces?”, preguntó uno de los polis con una cefalea enorme, porque cada vez entendía menos qué coño pasaba allí.
“A Tiburcio, hortera, pedestre y chabacano, simplemente castigo. Pero lo de Aquilino ha sido una medida terapéutica”, explicó ensoñador. “Si no está entre nosotros, no puede perjudicar el negocio, por tanto, convenía que despareciera sin dejar rastro. Pero por otro lado, su desaparición hubiera sido una especie de homenaje, no sé si me entiende, de no haberlo impedido ustedes. Yo no me como a cualquiera, señor. ¿A usted le da igual un entrecot de ternera de Ávila que una chuleta de cerdo común? Soy un gastrónomo refinado, un avanzado, inspector. Lo de Aquilino ha sido una especie de comunión, no sé si me entiende.
“Y las piernas”, intervino otro de los inspectores. “No hemos encontrado las piernas del interfecto en su congelador”
“El domingo pasado invité a unos amigos a una barbacoa en mi terraza”, explicó Alberto Enrique. “Estuvo muy bien. Se fueron muy satisfechos, convencidos de que habían comido ñandú”.
Las mujeres de la limpieza reivindicaron al día siguiente más salario. Si tenían que limpiar vomitonas, exigían un plus o iba a limpiar la señora madre del comisario.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Desquite

El hombre, vestido de azul celeste, está herido y la sangre mana del vientre a borbotones. Es calvo de escándalo. Y también tiene heridas en una mano y un brazo, menos graves. Le han disparado y está en un arcén de la autovía circular, antes de la entrada al túnel, como si lo hubieran dejado caer en marcha. Los automóviles pasan a su lado como si no. Tal vez no lo vean. O sí y no quieren meterse en líos.
Una ambulancia lo vislumbra en la noche y se detiene junato al tiroteado. Intentan auxiliarlo. Pero ya no pueden. Se muere.
Otro tipo, también de azul celeste, también hortera, camina por la calle Salitre. Son más de las doce de la noche. En la confluencia con la calle de la Fe, un tipo que no parece venir de rezar el rosario, le clava concienzudo unas puñaladas en la espalda. El hombre grita y se vuelve, más asombrado que asustado, y cae al suelo sucio de salivazos. El asesino huye. El caído perece. Una ventana se abre y asoma un vejestorio del que no se puede determinar sexo, si aún tiene alguno. “¡Socorro, policía!” grita inútilmente, luego se desmaya.
Sobre el asfalto de la calle Segovia, un hombre con gorra, vestido de azul, agoniza en medio de un charco de sangre. No se aprecia que esté roto, pero está destrozado. Para desguace. Arriba en el viaducto, sobre la calle transversal, dos tipos se sacuden las manos, como quien acaba un esforzado trabajo bien hecho, y se van sin prisa. Uno guarda un preocupante parecido con el apuñalador de la calle Salitre.
Las pantallas de metacrilato, que flanquean el viaducto para disuadir suicidas, no han sido obstáculo.
Un jubilado del edificio próximo tiembla tras la persiana echada, recordando el aullido de horror que lo ha despertado. No le castañetean los dientes de puro pavor, porque los tiene en el interior de un vaso con agua. Como todas las noches.
Tres horteras, tres cadáveres, aunque no por cursis.
(The previous month, o sea, un mes antes)
Un guardia civil de la aduana del aeropuerto, con pinta de estudiante aprovechado de biológicas, mira sin compasión al viajero en silla de ruedas. El sujeto debe andar por los cuarenta. El guardia se fija en las piernas del impedido.
“Piernas raras ¿no?”.
El minusválido contiene la mala hostia evidente que pugna por emerger.
“No son piernas, son prótesis”.
El guardia enarca las cejas, tal vez queriendo saber.
“Amputadas tras un accidente”, explica el lisiado con ojos llameantes.
“Perdone”, replica el de verde sin el menor ánimo de disculpa. “¿Por qué la silla entonces?”. “Con las prótesis me canso”, explica el otro. "Y por estética. La gente se espanta de los muñones".
Unos metros atrás, tres tipos maduros tirando a pochos, vestidos de azul hortera, esperan turno para el trance aduanero.
“Somos el trío Caleuche”, explica el mayor, un tío sin un pelo de tonto ni de los otros, que muestra obsceno una calva brillante como si la hubiera encerado. “Conjunto musical chileno”, añade encantado. El guardia civil encoge los hombros, indiferente. Los mandos les tienen dicho que no confraternicen con el personal.
“De fastuosa gira musical”, continúa el plasta. “En la que ofreceremos al querido público español nuestras últimas creaciones” explica otro miembro del trío, almibarado hasta provocar diabetes .
“Ya”, acota el agente de verde sin importarle un huevo. Se pone severo. “Este pasaporte caduca en seis días. Van a tener que acabar la gira antes de empezar”, ironiza. Entrega el pasaporte del calvo enorme a un colega de verde como él y le murmura algo al oído. “Un momento” explica educado al musical trío, pero tiene expresión de querer trincar a alguien.
El de la silla de ruedas cree que ha acabado el trámite aduanero y se va. Se marcha con prisa. Otro guardia le dice: “Espere”. No lo dice con mala intención, pero le sale con cierta música amenazante, tal vez porque los horteras de azul la están liando con el pasaporte casi caducado y poniendo de los nervios a los guardias civiles, que son muy jóvenes. Voces elevadas, advertencias sordas, avisos educados de los de verde, usted no sabe con quien está hablando de los de azul… El inválido se enerva, arranca y acelera. Se equivoca y en vez de entrar por lo que creía cinta aeroportuaria deslizante, se precipita por una escalera mecánica.
El batacazo es para podio de juegos olímpicos. Al pie de la traicionera escalera, las descuajeringadas prótesis, cada una por su lado, descubren sendas nutridas bolsas de polvo blanco, que no parece azúcar ni harina.
Furgoneta verde cerrada desde el aeropuerto a la ciudad. Celda mal oliente, tipo con caspa abundante y halitosis que escribe a ordenador lo que declara y miente el de la silla de ruedas, y un tío serio con cara de juez de guardia (quien casualmente es un juez que le ha tocado guardia) que contempla indiferente al declarante.
El cuarentón de la silla de ruedas ha ido a parar con sus amputadas piernas (sin prótesis, enormes muñones) a un módulo de la prisión de preventivos. Delito contra la salud pública por intentar introducir diez kilogramos de cocaína de elevada pureza pone en algún lugar de los papeles escritos.
El tullido tiene ahora por delante nueve o diez años (incluso once según qué señoría le juzgue). Años para meditar. Aquel terceto musical más cursi que un repollo con lazos es responsable de este mal paso.
El lisiado ha situado la silla bajo una especie de porche alargado en el patio del módulo. Concentrado. Un anciano de cabello y barba largos y canosos, amarilleados hasta el asco, barre sin entusiasmo el suelo de cemento alisado y agrietado, ayudado de una escoba roñosa y un recogedor sucio. Le cogieron con dos maletas repletas de farlopa, el tío. Cuenta a quien quiera escucharlo, que no entiende cómo sospecharon de él, porque, en aquel entonces, tenía una venerable y respetable pinta de abuelo. El impedido lo mira indiferente en tanto crece en sus adentros una rabia sorda, sorda y profunda como una sima marina. Un preso con gafitas y pelo de rata, de unos cuarenta y muchos inviernos muy mal llevados, camina decidido a lo largo del patio hasta que un muro de quince metros le obliga a dar la vuelta, y vuelta a empezar. Otros tres internos andan en sentido transversal, como si fueran a algún sitio, pero a los treinta metros también han de girar. En la prisión no se va a ningún lado.
El minusválido contempla a otros dos encarcelados que fuman sentados en un banco de cemento con cara de aburrimiento universal. Un preso mulato asoma la jeta por la puerta de la reducida peluquería que da al patio. “¿Alguien para raparse?” pregunta sonriente a todos y a nadie.
¡Diez años con esa tediosa, plomiza y oscura porquería! El impedido está furioso, quiere estar furioso, necesita estar furioso. Para que la rabia le impulse, para que le alimente el odio y le mantenga intensa la voluntad de venganza. Aquellos tíos irrisorios…
Le quitaron el grueso de la coca, el que ocultaba en las prótesis, pero, para su sorpresa, no revisaron la silla de ruedas. Una codicia sin límite y una ambición sin freno le habían hecho rellenar algunos recovecos del artilugio rodante. Para gastos e imprevistos, pensó. Además habrá suficiente para algún encargo que otro.
En la cárcel de preventivos entra y sale la gente. No entran por una puerta y salen por otra, como la ignorancia popular denuncia. Salen por la misma puerta por la que entraron. Pero entran y salen, eso es una realidad. Y en la cárcel se hacen amigos. O socios. Y se hacen negocios, contratos. Tal vez.
Y, en el ínterin, la rabia fértil y, finalmente, el desquite.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Una indecencia

El hombre de azul oscuro con gorra de plato echó un chorro pulverizado del extintor sobre las últimas llamas. Eran las cuatro de la madrugada y la furgoneta calcinada, ahora humeante, había sido estacionada en medio de la nada. Era un descampado más allá de las últimas casas del último barrio de la zona más marginada de la ciudad.
“Trabajo de camarera en un bar de copas, pero me sentí fatal, ya sabe, la cosa de cada mes, y el jefe me dejó salir antes. No me suelo encontrar mal cuando me viene la cosa, pero…”
“Eso es irrelevante, señorita”, la interrumpió bruscamente el policía local, que abultaba como un armario ropero.
“Bueno, pues entonces, cuando estaba cerca del barrio –continuó mosqueada la moza- me pareció ver fuego, pero pensé, ¿cómo va a haber fuego en medio del campo? Fui y me acerqué, y sí, había fuego. No podía ser un accidente de coche, porque era el campo, entonces me dije, tengo que llamar a la policía y cogí el móvil…”
Otro policía de azul oscuro con chaleco amarillo chillón y fluorescente se acercaba tras inspeccionar los restos de la quemada furgoneta.
“Ahí dentro hay dos fiambres asados, bueno, muy chamuscados” explicó con cierta emoción.
“Vaya, no es que un cabrón le haya pegado fuego a su viejo vehículo para ahorrarse el papeleo de darlo de baja”, dijo el grandón.
El asunto se les iba de las manos, sólo eran guindillas municipales, y, con harto dolor de su corazón, tuvieron que dar parte a la Policía Nacional. Bueno, tuvieron que dar todo, olvidarse y continuar poniendo multas por estacionamiento indebido.
El forense determinó que los socarrados eran hombre y mujer. También aseguró que no se habían quedado por su voluntad en el interior de la furgoneta ardiente: ambos tizones humanos tenían las manos atadas con cable telefónico. A partir de ahí, se inició la investigación científica de todas las humanas guarrerías de dentaduras, adn y demás vainas, que les permitieron averiguar que los fiambres a la brasa y muy pasados eran Tiburcio, transportista de profesión, soltero, y María Asunción, peluquera a domicilio, casada con Heliodoro, funcionario municipal, de baja indefinida por depresión bipolar intermitente.
Los polis del grupo de homicidios fueron a ver a Heliodoro para comunicarle la triste y terrible noticia. Cuando los inspectores notificaron al reciente viudo que su esposa se había convertido en un tizón y había otro tizón de varón con ella, el sujeto hizo como que lloraba, se hundía y tal, pero lo cierto es que representó fatal el número del desespero conyugal.
Este cabrón sobreactúa que se sale, pensó uno de los inspectores, quien en su tiempo libre formaba parte de un grupo de teatro del barrio, al que se había apuntado por recomendación de su psicoterapeuta argentino para combatir la ansiedad que le producía en ocasiones el ejercicio de su profesión.
Los policías decidieron llevárselo a la comisaría para apretarle los tornillos, con la socorrida excusa de que necesitaban hacerle algunas preguntas. Pero nada. Tuvieron que soltarle y uno de los polis, el actor aficionado, decidió seguirle a ver qué pasaba.
El poli siguió con discreción al viudo durante unos días. El jefe del grupo de homicidios autorizó el seguimiento, porque no aparecen todos los días un par de fiambres a la parrilla. El inspector llegó a la conclusión de que la vida de Heliodoro era más anodina y aburrida que un conserje de museo instalado en un barrio de trapicheo de drogas al detall. Pero Juan Enrique, que así se llamaba el inspector, no quedó satisfecho por la ausencia de indicios de lo que fuera. ¡Aquella ausencia de dolor auténtico! ¡Aquella infame sobreactuación de película española de destape de los ochenta!
Entonces decidió girar la investigadora mirada hacia otro lado, el de las víctimas, y visitó el domicilio de Tiburcio. No se molestó en obtener permiso alguno y entró con la ayuda de un juego de ganzúas que había adquirido en el Rastro tiempo ha.
El evidente piso de solterón, desordenado y algo guarro, olía a cerrado. Juan Enrique registró el salón, el dormitorio, la cocina e incluso la minúscula terraza que daba a una calle estrecha atiborrada de automóviles de modelos pasados de moda, aparcados a ambos lados de la misma. Encontró algunas revistas puercas y restos casi fosilizados de alimentos en la nevera, pero nada que sugiriera que el muerto pudiera haber estado metido en algo sospechoso.
Antes de marchar desalentado, notó que le apretaba la vejiga con urgencia y entró en el reducido cuarto de baño para aligerarla. Encendió la luz mortecina de una polvorienta bombilla de cuarenta vatios y se dio un pequeño susto, porque creyó que había alguien. Comprobó aliviado que era él mismo, reflejado en el mugriento espejo sobre el estrecho lavabo. Echó una prolongada meada, salpicando alrededor del retrete como es habitual entre varones (policías o no), se sacudió la herramienta hasta que se desprendió la última gota (era muy cuidadoso con esos detalles) y se dispuso a salir. Pero entonces le pareció ver algo escrito en el sucio espejo. Abrió del todo la puerta del cuarto de baño y encendió la luz del recibidor, que era por lo menos de sesenta vatios.
Sobre el espejo alguien había escrito con pasta dentífrica: PARA QUE APRENDAS A NO FOYARTE A LAS MUJERES DE LOS DEMAS, CABRON.
Adulterio implícito, pensó, además de una evidente falta de ortografía, se dijo a sí mismo. Y se fue tan contento, porque había averiguado el posible motivo del doble asesinato con fogata incluida.

Volvieron a convocar a Heliodoro y está vez no sólo le apretaron los tornillos, también las tuercas, las arandelas y los remaches. Y Heliodoro, que era un varón asténico de escasa fuerza de voluntad con personalidad frágil y rudimentaria, cantó. Cantó con lujo de detalles la Traviata, Tosca, Carmen, L’ora e fuggita y los Nibelungos, y no cantó la Flauta Mágica de Mozart, porque se quedó sin aliento de tanto hablar (aparte de que estaba convencido de que Mozart era una marca carísima de perfume).
Sí, confesó, él había escrito la dentífrica pintada en el baño de Tiburcio. Había entrado en le piso con la llave del finado que tenía su no menos finada mujer. Sí, reconoció, estaba al tanto de que su mujer, Maria Asunción, se entendía, sexualmente hablando, con Tiburcio, con quien copulaba por lo menos dos veces por semana, según le había reconocido su extinta esposa. No, no le importaba la adultera coyunda, de hecho le iba bien, porque de ese modo su mujer no le daba la vara reclamándole el débito conyugal y él se podía deprimir a su aire tan ricamente. Él no estaba para trotes sexuales a causa de una impotencia coeunde (es decir, que no conseguía levantarla ni con grúa), causada por la bipolaridad depresiva y la consiguiente terapia farmacéutica. Es más, Tiburcio tenía el detalle de hacerle llegar de vez en cuando algún regalito que otro por los cornupéticos servicios prestados.“¿Entonces porque los mató?, preguntó completamente confundido el policía-actor. “¿Y porque dejó una pista tan clara en el espejo del muerto?”, metió baza el otro (el que no era actor aficionado), que por cierto tenía un nariz como un picaporte (lo que le había creado cierto complejo de marginado en el Cuerpo), pues percibía que quedaba fuera de juego.
“Lo escribí para despistar, pero calculé mal”, contestó a la segunda pregunta Heliodoro. “Pensé que averiguarían enseguida que yo era un consentido y creí que esa pintada les confundiría”.
“Alma de cántaro, intervino el otro poli, que no estaba dispuesto a quedar fuera del ceremonial indagatorio. ¿No ve que hemos ido a parar a usted en un santiamén? ¿Por qué le mató si no le importaba que se tirara a su señora e incluso le estaba agradecido?”
“Porque quiso hacerme chantaje”
Los polis se miraron con el compartido interrogante de no entender nada, habida cuenta de que sabían que no estaban beodos, pues hacía horas que no probaban ni una gota por estar de servicio.
“A ver, a ver, ¿de qué coño nos habla? Ah, y por cierto”, le aclaró el policía actor, “que se lo quería decir hace rato: ‘foyarte’ está mal escrito, es con elle, follarte. ¿Comprende?”
“Sí, pero ya sabe que en Madrid confundimos el sonido ye con la elle, mejor dicho, no sabemos pronunciarlo. En cuanto a lo del chantaje, les digo la verdad”
Heliodoro bebe un largo trago de agua del vaso que le han puesto hace un rato, cuando parecía que se quedaba sin habla de tanto que había cantado. Dejó el vaso medio vacío sobre la mesa metálica gris del cuarto de interrogatorios y se dirige ora a uno ora a otro policía, para que ninguno se moleste por ignorarlo.
“El tío no se conformó con lo que tenía, que era beneficiarse a mi María Asunción que, no es por presumir, pero estaba más buena que el pan. Hace unos días vino a decirme que le tenía que pagar bastante dinero en concepto de daños y perjuicios. Primero aluciné y luego lo eché a broma, porque Tiburcio era muy patoso gastando bromas, y finalmente como lo vi muy convencido, le pregunté que por qué regla de tres tenía que pagarle”.

“Porque tu querida mujercita me ha pegado un VPH de cojones”, me explicó. “Yo, claro, no tenía ni pajolera idea de qué me hablaba. Primero pensé que era el sida ese, pero me percaté de que las letras no eran las mismas, el otro es VIH. Pero como Tiburcio era bastante bruto creí que era un error propio de un medio analfabeto. Pues no. Las letras esas significan ‘virus de papiloma humano’. Y yo me quedé de piedra”
“Pero, ¿qué nos cuenta usted, coño?”, dijo cabreado el poli narizotas, sobre todo porque no entendía un carajo de qué leche les hablaba el sospechoso.
“Lo que yo les diga. El virus de papiloma humano se instala en cualquier lugar, pero en las señoras tiene tendencia a hacerlos en sus partes bajas y blandas. ¿No sé si me comprenden?”
“Claro que te entendemos, capullo”, abandonó la cortesía y los buenos modales el poli de la napia descomunal, “¿o crees que somos tontos?”.
“No, no”, aclaró algo acojonado Heliodoro. “El caso es que Tiburcio dijo que había contraído uno de esos VPH en la boca, ¿saben?”.
“¿Y que tenía que ver el papiloma de Tiburcio con tu mujer?”, interrogó el poli-actor. Heliodoro vaciló.
“Pues que una de las prestaciones sexuales que mi mujer le exigía era… el cunilinguo”, explicó atribulado el cornudo y presunto asesino.
“¿Qué?”, volvió a cabrearse el de la gran nariz que, por cierto, atendía por Torcuato José. Pero su compañero entró al quite, porque no tenía ganas de bronca y sí de acabar de una puta vez, que tenía ensayo a primera hora de la tarde.
“Lametones en los genitales exteriores, Torcuato. Cunilinguo es…”, quiso esclarecer el poli actor.
“… comerle la cosa a una mujer, ¿no?”, se dio por enterado Torcuato José. “Joder, que refinados con la palabrería”.
“Sí”, ratificó Heliodoro. “El caso es que Tiburcio le atribuía a mi mujer ese contagio y, al querer saber yo por que razón tenía que pagarle nada por un simple papiloma vírico, me insistió con cara de circunstancias que el riesgo de contraer cáncer de boca era más elevado si tenía un VPH, por lo tanto…”
“Complicado el asunto”, incidió Torcuato José, impresionado y calmado del todo.
“El caso es que Tiburcio estaba convencido de que era así, pero yo podré ser bipolar, pero tonto no, y también me documenté en Internet, leyendo artículos médicos y todo eso Y averigüé que lo dicho por el finado era cierto, pero no exactamente cómo me lo había contado
“Y ¿cómo era?” preguntó ya aburrido Juan Enrique
“Pues que para que mi mujer le hubiera contagiado el papiloma vírico humano en la boca, Tiburcio tenía que haber practicado el cunilinguo seis o siete veces por semana.
“¿Y?”, interpeló el policía Juan Enrique.
“Que eso ya me pareció un abuso, una indecencia en realidad. ¡Y encima quería cobrármelo! Entonces decidí matarlo”.
“¿Y por qué también a su mujer si había consentido su adulterio hasta entonces?
“Por viciosa”.
Heliodoro se pasará unos cuantos añitos en el talego hasta que le den el primer permiso penitenciario. Por moralista.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Avisad a mi madre

Las muñecas le sangran con abundancia, pero el majadero ríe. No lo hace con estruendo, como sería propio de un loco, sino con cierta suavidad, pero el muy cretino se ríe. Y está loco.
Esa es la razón por la que está internado en la planta de psiquiatría de la enfermería de la cárcel. Esa planta es la tercera del edificio de la enfermería; en las otras dos hay pacientes con otras dolencias y patologías, pero no están chalados. O no consta. A Antolín lo encerraron ahí en cuanto llegó.Le pegó una paliza a su madre, ya mayor, y los vecinos de al lado, hartos ya, vencieron el miedo miserable que induce a no meterse nunca en los problemas de los demás y llamaron al 091.
La madre quedó con el brazo izquierdo roto, la mandíbula desencajada, moretones por todo el cuerpo, el rostro sangrante, dos dientes rotos y, sobre todo, un dolor en el alma que nadie podría describir. Y Antolín fue a parar ante un juez que lo facturó de inmediato para la prisión.
Hace ya un mes y medio que está encerrado.
La tercera planta de la enfermería es la única que está completamente chapada, cerrada en la jerga carcelaria, y los pirados que en ella residen no pueden salir si no van acompañados de alguien del servicio médico, funcionario de prisiones o un interno de apoyo, un preso que ayuda a los locos que no está mal de la cabeza y que vive con ellos.
Antolín ríe, mientras la sangre que mana de sus muñecas, cortadas con una lata de coca cola despanzurrada, se mezcla con el agua de la bañera, formando un charco entre rojo oscuro y varías gamas de rosáceo, porque Antolín se ha metido en la tina, aunque parece improbable que lo haya hecho para no manchar.
“¡Antolín!” ¿Qué coño estás haciendo?
Quien vocifera sin disimular la preocupación angustiosa es Rafael, un interno de apoyo que descendió a lo más profundo de los infiernos y sale lentamente desde que está en la cárcel. Un funcionario y un enfermero se acercan con rapidez al estrépito de los golpes en la puerta y las risas que suben de volumen y se desquician.
“¿Qué pasa?” – interroga el funcionario.
“Antolín está ahí dentro y no quiere salir” explica el preso de apoyo.
“¡Antolín!, grita el funcionario, abre en seguida o de ésta te envío a Herrera de la Mancha”
Cesan las risas y a los pocos segundos se oye el roce de algo contra el metal y se abre la puerta.
“¿Cómo coño ha podido encerrarse?, pregunta el funcionario de prisiones a Rafael”. El preso se encoge de hombros. “Hay unos cuántos modos de hacerlo sin necesidad de ser ingeniero”.
“La próxima vez, estate al tanto o serás tú el que salga disparado a otro centro penitenciario”, gruñe el funcionario.
Rafael vuelve a encogerse de hombros.
Por la puerta abierta se ve a Antolín y al enfermero que ha entrado y le venda con precipitación una muñeca con un pañuelo.
“Ayúdame”, le pide el sanitario a Rafael. Éste le ofrece otro pañuelo sucio con el que el enfermero le hace apresuradamente un torniquete sobre la otra muñeca.
“Que alguien limpie todo este cristo” ordena el funcionario sin dirigirse a nadie en particular. El cuarto de baño está inundado de agua sucia rojiza y rosada.
Al llegar al cuarto de curas, Antolín se zafa del enfermero que le sujeta los brazos mal vendados con pañuelos y se da cabezazos contra un armario metálico hasta que le sangra la frente. El funcionario, que los ha acompañado hasta la puerta entra en tromba, coge a Antolín por el cuello, le da golpes detrás de las rodillas hasta que el preso cede y cae al suelo.
“¡Pedid ayuda!” exige al enfermero y al preso de apoyo.
Unos cuantos minutos después, Antolín está atado sobre una camilla en tanto que el enfermero le cura los cortes de las muñecas y otro le inyecta un sedante en el brazo.
“Avisad a mi madre de lo que ha pasado” dice poco antes de que el fármaco le sumerja en una estado de duermevela inconsciente.
“Pero ¿qué coño busca este tío?”, quiere saber el funcionario, que es banstante novato y se ha quedado junto la puerta todo el tiempo.
“Llamar la atención, por eso quiere que se lo digamos a su madre”. Le explica Rafael.
“¿Y eso?”, inquiere confuso el funcionario.
“La pobre mujer no tiene un duro y no le puede ingresar dinero en el peculio*, explica el interno de apoyo, pero a Antolín eso no le importa y la chantajea con estos numeritos para que la mujer se sienta culpable”.
“Además de loco este tío es un cabrón con pintas”, sentencia el funcionario.
Antolín duerme por fin, pero no es el sueño de los justos.

*La cuenta corriente que los presos tienen en la cárcel, donde se les guarda el dinero que posean