

Y, por supuesto, el ataúd no estaba.


“Estos tíos están locos. ¿Qué coño se han creído, que he aguantado lo que no está escrito para darles las perras a cuatro muertos de hambre?”, proclamó ante la vieja mucama que le había visto nacer. (En realidad no, la criada era una ecuatoriana sin papeles que su marido contrató cuando enfermó, pero ella era una mujer fantasiosa muy dada a los desvaríos propios de las novelas románticas).
Por supuesto que no pensaba pagar ni un duro por el muerto. Tenía fotografías, tenía vídeos en los que aparecía el fallecido, ¿para que quería un cuerpo que no tardaría ni tanto así en pudrirse?
Las fuerzas policiales se pusieron en marcha para esclarecer los hechos y, en cuanto fuera posible, detener a los responsables de tan descastado delito, pero de pagar nada de nada; en eso estaban de acuerdo con la viuda, no por nada concreto, sino porque era la costumbre.

En meses anteriores, habían entrado a saco en varias tumbas y las habían vaciado. Profanado, decían los periódicos. Misterio. ¿Por qué una guarrería así? Pero, por suerte para la policía, eran tumbas de gente sin posibles, gente normal, gente corriente, que, de no sonar como chiste de mal gusto, se hubiera dicho que no tenían donde caerse muertos. Luego, apareció disperso por diversos lugares de la ciudad el saqueado contenido de las fosas en diversos y variados grados de putrefacción. Dos cráneos aparecieron cerca del río; un tronco de varón de avanzada edad (aún con bastante carne) se encontró entre las ramas bajas de un roble; un par de piernas aún en buen estado, tiradas sobre un banco del parque… Aparte de la histérica difusión de rumores, fantasías y psicoparanoias varias por toda la ciudad, en realidad no se había movido un dedo para averiguar lo ocurrido, por qué había sucedido y, sobre todo, quien había sido el cabrón o enfermo mental responsable de tan macabras acciones. Pero, claro, pignorar el cadáver de un prócer... eso era harina de otro costal.


La policía de todo el mundo, cuando no sabe qué coño pasa, detiene a unos cuantos pringados para salvar la cara. El modelo a seguir lo marcó el jefe de policía de Casablanca, en la película del mismo nombre.


¡A bodas me convidas! La poli montó un operativo por todo lo alto, avisó a las teles (para que constara su veloz eficiencia en vivo y directo o diferido), se dirigió rauda y armada al barrio marginal de ‘Las Piltrafillas’ y rodeó la barraca del Doroteo.
Cogido por sorpresa, el chorizo no pudo huir. Los maderos encontraron en el interior de la choza inmunda un busto en bronce del prócer que había presidido el panteón, prueba circunstancial, pero irrefutable, del delito. También encontraron un diario personal en el que el desgraciado había descrito (con numerosas faltas de ortografía y aún mas de sintaxis) sus fúnebres latrocinios, así como un esqueleto completo (que resultó ser falso, de poliuretano) y un libro de Iker Jiménez (firmado por el autor) en el que el televisivo augur demostraba que los muertos nunca mueren del todo. Pero del occiso, nada de nada.

En un descuido de los polis que registraban concienzudamente el inmundo tabuco, Doroteo, humillado por su fracaso, intentó quitarse la vida ingiriendo de golpe una botella de orujo gallego, pero la rápida intervención de un madero le salvó, porque apenas le dio tiempo de beber el equivalente a un par de chupitos. Después, y habiéndole permitido beber con moderación un par de chupitos más para ahuyentar el disgusto, confesó entre hipidos y sollozos etílicos que el prócer le había arruinado la vida cuando lo despidió tres años atrás de una de sus empresas, y con el secuestro sólo intentaba sacar algo de pasta por los escuálidos restos mortales de quien le había jodido vivo, que total ya estaba muerto. Un poco de dinero para ir tirando. Doroteo no explicó a los polis que él sólo fue uno más de los seiscientos ochenta y siete currantes que fueron a la puta calle cuando el prócer trasladó la fábrica a Laos, porque allí podía pagar unos sueldos aún más de risa.
¿Y la viuda? Tan ricamente, porque ya tenía el pretexto perfecto para no ir al cementerio: no estaba el muerto. Finalmente, agradecida, le metió a Doroteo en el peculio (la cuenta corriente de los presos de la cárcel) algo de dinero. Y es que a ella le daba un yuyu tremendo ir a los camposantos.