martes, 7 de agosto de 2007

Por narices

Frito. Quién en vida atendía por Mariano, ahora estaba frito. Muerto, mayormente. Quién había sido varón de estatura mediana y fuerte complexión se había convertido en una momia ennegrecida con los brazos extendidos, cuál pontífice saludando a fieles enfervorizados en la plaza de San Pedro, con los carbonizados brazos y manos uniendo aún sendos cables pelados del tendido eléctrico del convento de Santa María Auxiliadora. Fue sor María de la Alegría quien encontró el cuerpo crepitante de Mariano y avisó al servicio de urgencias, pero no había urgencia que atender, solo orar por su alma. Mariano estaba muerto y muy muerto. Achicharrado. Tanto que, con un par de meneos, el quemado se convertiría en ceniza y la familia se ahorraría la incineración.
Mariano era el administrador -y hábil chapucero para reparaciones domésticas- del convento de las hermanas de no recuerdo qué sagrado corazón de qué santo, en el que acogían niñas huerfanitas y abandonadas por sus descastados o menesterosos progenitores, que de todo hay en la viña del Señor.
Tras el levantamiento del cadáver por la autoridad judicial, la Guardia Civil determinó que el deceso y tránsito de Mariano se debió a un lamentable accidente cuando reparaba un enchufe en el refectorio de las monjitas; el enchufe que recibía el cable de la lámpara de flexo que iluminaba el libro ejemplarizante que, colocado sobre un atril, leía una sor para amenizar el obligatorio y devoto silencio de los refrigerios de la comunidad. Las monjitas aceptaron resignadas la desaparición de quién les resolvía los entuertos caseros y rumiaron a quién contratarían para sustituir a Mariano. Todas, menos sor Piedad, la monjita que cumplía las funciones de mayordoma o hermana cillerera. Sor Piedad se quedó con la mosca tras la oreja, pues había solicitado a Mariano que reparara el enchufe de la lámpara del refectorio, porque la conexión flojeaba y la luz iba y venía dificultando la lectura, y así lo había hecho sin problemas el plural y eficaz administrador, pero días antes del electrizante deceso. ¿Por qué razón Mariano reparó lo reparado?
Con el ánimo lleno de oscuros e inquietantes presagios, sor Piedad decidió hurgar en los efectos personales del fallecido antes de entregarlos a posibles parientes o a los pobres, en caso de no haberlos. No supo muy bien por qué, aparte de una irresistible y tal vez pecaminosa curiosidad, pero se dijo que acaso entre las cosas del finado encontraría alguna señal que aliviara la desazón que tan terrible e inexplicable muerte le causaba.
Con leve malestar por la conciencia de pecado venial que cometía, sor Piedad registró la maleta del finado, que prudentemente había sacado de la casita exterior al convento propiamente dicho, donde residía Mariano en vida, y trasladado a su celda después de que las monjitas se hubieron recogido en sus austeros aposentos tras el rezo de completas.
Iniciado el cacheo de las pertenencias de Mariano, Sor Piedad reprimió un grito escandalizado. Tras calzoncillos limpios (usados y deshilachados), calcetines y camisas, encontró oculta una cajita de impuros condones así como dos revistas con exuberantes mujeres desnudas en obscenas posturas. Ella nunca había tenido una caja de preservativos en las manos, pero había visto un anuncio en la televisión. Sor Piedad murmuró una jaculatoria pero, pensándolo mejor, musitó una breve oración por el alma del obsceno y finado Mariano, y continuó su labor registradora, no sin antes haber echado una atenta mirada a las revistas. Para combatir el pecado, hay que conocerlo, pensó.
Resistió la tentación de abrir uno de los sobrecitos contenedores de condones y se centró en la tapa superior de la modesta maleta, en cuyo bolsillo interior, la monjita encontró una libreta escolar nueva, un cuaderno rayado para facilitar la escritura con una fecha en la cubierta. ¡La fecha del letal accidente de Mariano!
Sor Piedad se persignó, colocó una toalla frente a la rendija del suelo de la puerta de la monjil celda, para que no se viera luz desde el exterior, y se dispuso a leer el cuaderno, escrito con letra insegura, pero legible:
“Me pongo a escribir sin ser muy consciente de por qué tengo necesidad de contar lo terrible que me ha ocurrido en los últimos tiempos. Tal vez porque la escritura expresa nuestra necesidad de inmortalidad, como dicen cursis y pedantes. Aunque, bien mirado, sí lo sé. Necesito que quién yo sé es el responsable real de mi muerte -aunque ningún fiscal ni tribunal pueda relacionarlo directamente- pagué por ello de una forma u otra. Doctores tiene la iglesia y jueces los tribunales. Tengo muy presente el momento en el que subí a mi Seat Ibiza y me dirigí hacia la autopista, de regreso hacia el pueblo. ¡Ojala nunca hubiera salido! Estaba nervioso, pero, al mismo tiempo, frío por dentro, no sé si me explico. Cómo no iba a estar nervioso si acababa de matar a un hombre, aunque ese hombre me hubiera causado una desdicha imposible de soportar. Eso creía en ese momento. Pero lo que me puso nervioso de verdad, histérico, fue que, circulando a buena marcha por la autovía, me sobrepasara un automóvil de la Guardia Civil y se colocara ante mi coche. ¿Por qué un vehículo de la Benemérita me adelanta para continuar a la misma velocidad que yo? No sé qué pasó por mi cabeza, pero se me nubló la razón y salí zumbando por la siguiente salida. Recuerdo que lo hice a toda velocidad, mirando por el espejo retrovisor para ver si el coche de los civiles me seguía, y, cuando menos lo esperaba, me encontré frente a un sólido muro de piedras de color rojizo, a todas luces la alta tapia de un chalet.
Lo siguiente que recuerdo como en sueños fue una luz intensa sobre mi cabeza y alguien, hombre o mujer, con media cara tapada y el cabello cubierto por un gorro de tela verde, que parecía prestarme mucha atención. Luego, mucho más tarde, cuando recobré algo la conciencia, supe que me habían llevado con urgencia a un Hospital cercano al lugar del accidente.
Estuve sumergido en el territorio indefinido de la inconsciencia que linda con la muerte durante días y días. Cuando desperté, aún estuve postrado varias semanas más, pero de lo que fui consciente de inmediato fue que tenía la cara vendada por completo, salvo los ojos y los agujeros de la nariz. Nadie me dijo que ocurría, nadie me explicó nada, salvo que vivía de milagro.
Me sorprendió que ningún policía ni guardia civil custodiara la habitación y me extrañó aún más que nadie viniera a interrogarme, hasta que concluí que, incomprensiblemente, no se me relacionaba con el tiroteo en una clínica de postín. ¿Cómo era posible? En aquel hospital, yo sólo era una víctima más de la plaga de accidentes de tráfico. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando, tras darme el alta por superar con éxito la convalecencia después de las complejas operaciones que me salvaron la vida, me informaron que sería trasladado a la clínica “Los Eucaliptos”, donde sería operado de nuevo. ¿Por qué?, pregunté temiendo lo peor. Un interno confesó vacilante que era la mejor clínica de cirugía plástica y allí repararían sin duda las terribles cicatrices que las graves heridas causadas en el accidente me habían convertido en un ecce homo. Vivía, pero era un monstruo. Lo leí en la mirada asustada del joven médico.
¡Qué paradoja de vida! ¡Que absurda! ¡Qué porquería! El accidente de tráfico había sido el terrible colofón que cerró un trágico recorrido iniciado con una operación de cirugía plástica. El contrasentido devino broma feroz cuando, ya en “Los Eucaliptos”, entró en mi habitación de candidato al quirófano de reparación plástica el elegante doctor Orestes. El hombre que yo había matado.
Orestes era el encargado de operarme para devolverme un rostro humano, visible, que no provocara horror. ¿Cómo sobrevivió a seis disparos?Me vino como un rayo el momento en que entré en esta misma clínica meses antes. Recuerdo que lo hice decidido y lleno de ira. Allí había sido operado de la nariz dos semanas antes y lo más caritativo que se podía decir fue que el resultado había sido muy poco satisfactorio. Lo cierto es que, tras la operación plástica, que me practicó el eminente doctor Orestes, en lugar de una cara presidida por una enorme nariz, ahora tenía un rostro de cerdito. Mi vida empezó a ser molesto purgatorio. ¡Qué miraditas! ¡Que guasas! ¡Qué bromitas! Salvo las monjitas, claro, obligadas por el mandato de practicar la caridad. Quedé mucho peor que cuando la gente del pueblo se me reía en las narices (nunca mejor dicho) y me felicitaba por tan magnífico picaporte. A fin de cuentas, una narizota parece algo más aceptable, aunque sea objeto de chanzas, que lo era, pero tener cara de cerdo…
Al reducir el tamaño de la nariz, el cirujano calculó mal, porque me había dejado los orificios nasales en posición frontal, con todo el aspecto de un verdadero morro de gorrino. Desesperado, telefoneé al cirujano plástico, suplicándole que me operara de nuevo, que arreglara el entuerto, que, si no podía mejorarme, me dejara como antes, pero el muy miserable me respondió que no me quejara, que había quedado muy bien, que no me comportara como un histérico. Y añadió con pitorreo que antes de la intervención plástica yo era tan feo que incluso con pinta de cerdo (que no negaba) estaba mucho mejor. Se habrá dado cuenta, añadió, de que muchas mujeres operadas de la nariz tienen un gracioso aspecto de cerditas. A fin de cuentas, los cerdos, además de aprovechar de ellos hasta los andares, como dice el refrán, son bichos que caen bien; incluso son utilizados en otros países como mascotas de compañía.
Me tragué la respuesta, pero no la rabia. Y decidí matarlo.
No lo pensé mucho y al día siguiente me puse en camino hacia la clínica. Las decisiones graves, cuantos antes se cumplan, mejor. Pasé por delante del mostrador de recepción sin que se fijaran en mí, llegué hasta la consulta del cirujano felón, entré y, sin decir palabra, saqué el revólver que me había agenciado y le vacié todo el tambor en el cuerpo. Cayó como un fardo y me fui con la misma calma con la que había entrado. Recuerdo que memoricé en mi tranquila huida hacia mi coche que el doctor Orestes, al caer, sangraba con abundancia, incluso por la cara. También me percaté de que nadie intentó detenerme y de que la gente de la clínica iba a sus cosas, como si nada hubiera pasado. La angustiosa sensación de irrealidad que sufrí entonces, resurgió de nuevo con fuerza ante un sonriente Orestes que entraba en mi habitación de “Los Eucaliptos”. Debería estar muerto, pero no lo estaba.
- Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? - me dijo el cirujano plástico mientras agitaba suavemente la carpeta de color azul con la ficha del paciente.- Naturalmente, no te he reconocido porque haya visto tu fea cara, afortunadamente cubierta por una venda en beneficio de la estética y la armonía, sino por tu ficha. Ahora tu faz está hecha unos zorros, en realidad peor que nunca lo ha estado, que ya es decir. Tampoco puedo comprobar tu expresión de asombro, con tanta venda, pero estoy seguro de que estás tan sorprendido, fascinado diría yo, como si se te hubiera aparecido tu putísima madre que, creo recordar, me dijiste había muerto. Como puedes ver, no estoy muerto ni soy un fantasma, aunque algunos digan a mi espalda que sí lo soy. Envidias, como puedes imaginar. ¿Cómo sigo vivo, te preguntarás, después de seis tiros? – Se me acercó y susurró hacia donde debió ubicar mi fajada oreja izquierda -. Me siento generoso y te lo voy a contar, pues estás en mis manos sin remedio. ¿Comprendes? Estás en mis expertas manos y no tienes escapatoria. He tomado las medidas pertinentes. Quedé helado cuando entraste aquel día en la consulta y sacaste un revólver del bolsillo. Casi me jiño del susto, lo reconozco, pero eres tan inútil que fallaste el primer tiro. ¿Casualidad? No, patética impericia, porque el segundo disparo sólo me hizo la raya en medio, si me permites la chanza. Se supone que ese tiro debía horadarme la frente, pero no. ¿Ves esta calva longitudinal que tapo con mi sedoso cabello? Único vestigio de un disparo que se desvió hacia arriba y sólo me afeitó una reducida área de cuero cabelludo. ¡Qué mala suerte la tuya! Los tiros tres y cuatro fueron mejor dirigidos, pero desafortunados, pues sólo me atravesaron limpiamente el brazo izquierdo y el muslo derecho. Para tu desgracia, no interesaron parte vital alguna y las heridas cicatrizaron sin problemas poco tiempo después. El quinto disparo podría haberme causado algún perjuicio, lo reconozco, pero sólo perforó el hombro sin tocar hueso, igual que les ocurre a los protagonistas de las películas bélicas, y curé la herida sin problemas. Y el sexto -¡ah, el sexto tiro!- podría haberte hecho feliz, porque fue directo al corazón, pero -dislates de la fortuna- se detuvo en el acero de la bruñida petaca metálica que llevó en el bolsillo interior izquierdo de mi chaqueta para echar un traguito de ron jamaicano cuando las tensiones profesionales se hacen poco llevaderas. ¿Comprendes el sentido de todo esto? Soy un protegido de los dioses. O, si lo prefieres, tengo baraka, suerte a prueba de bomba, como dicen los árabes. Y ahora te tengo a mi merced. Puedo hacer contigo lo que me plazca y puedes estar seguro de que lo haré. Podría dejar que murieras en el quirófano. Sabido y aceptado es que, a pesar de los increíbles avances de la medicina, ocurren accidentes e imponderables que causan lamentables e inevitables muertes en el curso de las intervenciones quirúrgicas. Pero no temas, no morirás, aunque me siento legitimado para acabar con tu vida. Ley del Talión. Sin embargo, una muerte rápida sería un dulce regalo. Si hiciera que murieras en el quirófano, sólo obtendría una fugaz y pasajera satisfacción cuando la línea ondulada del monitor conectado a tu corazón se convirtiera en recta, señal inequívoca de óbito. Pero no sufrirías. Sencillamente, dejarías de existir y es poco para mí. Quiero que sufras, porque te odio. Necesito que vivas para que desees morir. Si te mueres, no puedo odiar un recuerdo. No se odia una sombra. Necesito que vivas para odiarte. Con odio inmisericorde y destructor. Y no intentes escapar a tu suerte, porque todo está previsto. Mañana es día de venganza.
Lo recuerdo como si lo oyera ahora. También recuerdo que un atroz escalofrío me recorrió las venas y arterias. Tal vez fue la conciencia de que el odio destruye a quién odia. Como ahora me destruirá a mí. El final fue trágico, o tragicómico, pero feroz. Cruel. Orestes había conseguido que padeciera una prolongada afonía aguda, que me impidió comunicarme con nadie para intentar salvarme. Y, tampoco imagino cómo, me inutilizó ambas manos, con lo que no pude escribir el terror que me atenazaba y denunciar lo que haría conmigo. Intenté huir, pero un potente sedante, cuya inoculación no pude evitar, me impidió cualquier movimiento de fuga. Finalmente, y ante mi desesperación, me condujeron al quirófano. Recuerdo a Orestes mirándome con fijeza con medio rostro cubierto por la careta aséptica, mientras el anestesista me enviaba a la región de los sueños. El resultado fue que si yo era un feo de nariz prominente y me convertí en ridículo cerdito, tras la primera operación, después de la segunda, ningún humano tiene un rostro tan desagradable como el mío. No sé como lo ha hecho Orestes, pero todos me ven con cara de culo. No es una frase hecha. Tengo una cara de culo por antonomasia. Y si costaba vivir con una narizota como cuenta el poema de Quevedo, “érase un hombre a una nariz pegado”, más aún con un rostro que parece un desnudo trasero. El doctor Orestes no quería que yo muriera, pero se va a joder”.
La hermana Piedad cerró el cuaderno entre sollozos. La monjita no lloraba por el terrible drama de Mariano, sino porque el que fuera administrador del convento había muerto en pecado mortal. Doble pecado mortal. Uno por haber intentado matar a un hombre, eminente cirujano, y otro por quitarse la vida, sin contar los pensamientos impuros que las revistas obscenas le debieron provocar. Esos dos pecados mortales –intento de homicidio y pensamientos impuros- podrían ser confesados y absueltos, pero el suicidio es el único pecado que no se puede perdonar, porque uno muere sin tiempo para la absolución. Aunque si entre el acto suicida y la muerte misma, el suicida tiene tiempo de arrepentirse en una fracción de segundo con un acto de contrición… Sor Piedad decidió consultar al capellán sobre tan delicada y controvertida cuestión teológico-moral. Tal vez valiera la pena ofrecer misas por la eterna salvación de Mariano.


jueves, 2 de agosto de 2007

Soledad absoluta

El hombre arrastraba una vieja silla de enea con cierta naturalidad por la zona alta de la ciudad. Cogió la destartalada silla y se la cargó a la espalda. Pero no pasaba desapercibido. No, en esos barrios elegantes de jardines cuidados y poca gente por la calle.
Bajo la barba gris amarillenta del hombre de cincuenta o sesenta años se ocultaba un rostro arrugado y agrietado por el dolor y la desesperanza. Grises eran los sucios cabellos que surgían grasientos y en desorden de un zarrapastroso sombrero sin forma; grises también los ojos que reflejaban cansancio infinito, gris también la piel del rostro que asomaba, y ennegrecida a ronchas la que se veía por las mangas del deshilachado y pringoso chaquetón. Iba vestido con ropa más que vieja con rotos y remiendos, y calzaba botas de cuero sin forma, como las que solían poner antaño a los paralíticos pobres en silla de ruedas.
¿Cuánto tiempo desde que había descendido por el pozo sin fondo que lo arrojó a la calle? No se es vagabundo sin techo de la noche a la mañana. ¿Cuándo empezó el declive? Tenía un empleo, uno de tantos, para el que no es preciso saber nada. Acaso en un almacén trasteando con paquetes y cajas; en una oficina sentado horas ante una vieja, pero robusta máquina de escribir; tras un mostrador vendiendo con sonrisa impuesta, o en una fábrica operando automáticamente en alguna máquina. Un trabajo. Tenía también una novia, que no era guapa, con la que pensaba casarse, aunque no sabía cuando. Un día se quedo sin trabajo y sin la incierta seguridad que proporciona un salario exiguo. Se lo tomó por el lado bueno: tendría más tiempo para no se sabe qué y encontraría otro empleo. Pasaron semanas y meses. El trabajo no llegaba y todo se complicó cuando la novia lo dejó, porque no tenía futuro. Tras un tiempo, resignado al incontestable paro, dejó incluso de ver a la familia a la que frecuentaba poco; fiestas navideñas, entierros y bautizos. Se aisló un poco más.
No se atrevió a salir con ninguna otra mujer. Era uno de esos tantos. Cuando se quedó sin empleo, recibió una pequeña indemnización y papeleó para que el Estado le pagara cada mes tres cuartas partes de lo poco que ganaba cuando trabajaba. Eso duró un par de años y, cuando se acabó el subsidio, a medida que se deslizaban lentas y grises las semanas, se instaló en la desesperanza y ante él se abrió un paisaje yermo que antes no conoció ni siquiera en su pobreza de asalariado modesto. Sobrevivió con chapuzas. No era muy hábil, pero tenía voluntad.
Se acostumbró a las copas, porque le hacían sentirse bien. Era otro. Cuando bebía, no tenía problemas. Y de las copas en los bares, pasó a beber solo en el reducido piso en el que vivía, porque le cundía más. Así dejó de ver a la media docena de personas que no eran sus amigos, pero charlaban con él de cómo marchaba la liga, de mujeres o de algo de la televisión.
Dejaron de llamarle para hacer chapuzas y continuó con trabajos ínfimos: limpiar puestos de pescado del mercado municipal, acarrear basuras, echar una mano en la descarga de mercancías de madrugada... Hasta entonces había mantenido un aspecto casi decoroso; se lavaba y planchaba la ropa, aunque no con pericia y el resultado era un varón razonablemente aseado. La peculiaridad de los insignificantes trabajos en el mercado le disuadió de dedicar tiempo a la limpieza de su limitado vestuario porque, a fin de cuentas, siempre olía a pescado y a fruta podrida, con manchas aquí y allá.Pronto dejaron de pagarle en dinero los trabajillos y se conformó con menudos o despojos de carnicería, algunas verduras o frutas tocadas, un jersey con tara, incluso unos zapatos casi nuevos y, a veces, unos euros en efectivo. No pareció importarle, pero abandonó el piso, porque lo iban a echar, y alquiló una habitación fosca, estrecha y mohosa, donde compartía con chinches y pulgas un escaso jergón sobre cama desvencijada.
Compartía con otros huéspedes, poco afortunados como él, un cuarto de baño sucio tan reducido que no imaginaba como habían podido colocar los adminículos de aseo y evacuación. Todo en una pensión lúgubre de mala muerte en una calle estrecha de la parte más vieja y abandonada de la ciudad. El escaso atractivo del cuarto de baño comunal lo indujo a dejar de afeitarse y dejó crecer una densa barba, profusamente salpicada de pelos blancos. Dejó de beber por no poder comprar botellas de coñac, cuya marca había descendido con el tiempo. Comprobó que le costaba estar sin beber; se encontraba muy mal. Creyó que tenía una gripe, pero cuando vio que la gripe no avanzaba ni se curaba, concluyó que era otra cosa. Antes de preocuparse por alguna enfermedad innombrable, descubrió el origen del malestar. Un camionero generoso, al que ayudó a descargar cajas muy pesadas, le dio veinte euros y le invitó a una copa.
Cuando el alcohol llegó al flujo sanguíneo, se encontró bien como hacía tiempo no lo estaba. Sumó dos y dos y, puesto que no le alcanzaba para comprar coñac, se habituó al vino tinto de pelea en envase de cartón, más asequible para su arruinada economía. Pronto fue costumbre ver al maduro barbudo con una caja de cartón de vino tinto en el holgado bolsillo del desgajado chaquetón que llevaba en tiempo desapacible o en una bolsa de plástico de supermercado sujeta al cinturón en épocas de temperatura grata. No necesitaba demasiado dinero para tan barata necesidad y, cuando no lo obtenía en el mercado municipal, mendigaba cerca de una iglesia los domingos y festivos de guardar con un pedazo de cartulina en el que pedía para comer. Siempre había piadosos ciudadanos con mala conciencia que, monedita a monedita, le proporcionaban el dinero para vino peleón.
El vino pasó a ser sillar principal en la vida del desastrado y, puesto que las escasas monedas sólo alcanzaban para comprarlo, abandonó la habitación húmeda y mohosa en la que reposaba del escaso trabajo y dormía las frecuentes borracheras. Al principio se quedaba en el mercado y, cuando el personal había desaparecido, se acomodaba en cualquier rincón y se hacía una especie de cama con un cobertor que había conservado de cuando vivía en el piso; eso y cuatro cosas más guardaba en un carrito de compra de plástico descuajeringado que rescató de un contenedor de cascotes.
Llegó un momento en el que le dijeron que no se podía quedar por las noches en el mercado. El barbudo se encogió de hombros, tiró de su carrito y sentó sus reales en el vestíbulo del escaparate de una tienda de zapatos, suficientemente recogido frente a frío y viento. Por la mañana, antes de que las gentes de orden lo avistaran, se levantaba en medio de vapores de cogorza y, con paso inseguro, arrastraba el carrito hasta el mercado para ganarse un par de pescados aplastados, una coliflor no muy cristiana o menudos de cerdo o ternera que, prestamente cambalacheaba por uno cartón de vino tinto.
Pero llegó el día en el que no le encargaron trabajo alguno por mísero que fuera y, como porfiara tozudo para conseguirlo y permaneciera en el lugar, alguien avisó a los guardias que, a empujones y puñadas, lo metieron en una furgoneta, lo llevaron hasta los descampados del fin de la ciudad y lo dejaron allí, advirtiéndole muy seriamente de que, si molestaba a gente de bien, le darían una paliza de la que no se olvidaría.El hombre avanzaba sin prisa calle arriba con la silla a la espalda. Si pasaba alguien a su lado, éste apresuraba el paso y luego se giraba a medias mirándolo con asco o temor. Pero el vagabundo barbudo caminaba como si estuviera solo en el mundo, su último habitante. Y acaso así era. Cambiaba de mano la silla contra la espalda, para que no se le entumeciera el brazo. Más abajo se oía un conjunto de rumores indefinidos: eran fiestas.
Hacia el centro de la ciudad, las calles se iluminaban con bombillas de colores que formaban figuras y arabescos, y las gentes se apresuraban porque hacía frío y regresaban con sus compras o iban a hacerlas. Nada importaba al barbudo, envejecido o viejo, que cargaba una silla a la espalda. Las fiestas no parecían ser visibles para la zona alta, pues ahí no se veían dibujos hechos con bombillitas de colores. De tarde en tarde, una estrella con cola o sin ella colgaba a la puerta de alguno de los escasos comercios del barrio dando escasa fe de las fechas.
Tras la experiencia con los guardias, el hombre barbudo no se atrevió a volver al mercado, la parte de la ciudad más parecida a un hogar que pudiera esperar. Vagó por calles en las que hubiera gente a la que tender la mano con la esperanza de que le dieran alguna moneda que cambiar por vino. Dormía en los quicios de portales, en recovecos de callejuelas, cubierto por cartones sucios o periódicos leídos y desechados. En algún cubo de basura encontró un paraguas medio roto y lo incorporó al ajuar para cubrirse las noches de lluvia y no empaparse mucho.
Con el paso de los días, su aspecto era más amenazador, aunque sabía Dios, si algún dios había para saberlo, que era incapaz de matar una mosca. Las gentes se apartaban cuando se acercaba con la mano extendida y la frase, apenas oída, de “limosna, por caridad”. Los días caían uno tras otro y no conseguía monedas para comprar un cartón de vino. Una vez, un tendero, entre cínico y temeroso, le regaló una botella de litro de tinto, tan peleón como el de envase de cartón, a condición de que se alejara de su comercio. Aquel día se sintió mejor, pero la botella apenas le duró una hora y los efectos, primero euforizantes y luego sedantes del vino, un par más. Intentó vender el casco en un comercio de la parte vieja, cerca de mercado, pero no tanto como para que lo encontraran los municipales. La oronda mujer del establecimiento se rió en sus morros y lo echó a escobazos. Siguió con su vagar y empezó a hurgar en los contenedores por las noches, antes de que pasaran los camiones que recogían las bolsas de plástico en las que la gente de bien de la ciudad arrojaba su porquería. Sobrevivió así sin llegar a la inanición, con restos mezclados y sucios de cocinas de personas de toda clase, pero la falta de vino le hacía sentirse mal, tanto que una noche se arriesgó a romper la luna del escaparate de un pequeño colmado con la intención de proveerse para varios días. Se había agenciado una bolsa de plástico, porque había abandonado el carrito desvencijado con sus pertenencias, y esperaba llenarla de cartones de vino tinto. Era una de esas tiendas, antes llamadas de ultramarinos, en un barrio de clase media y obreros cualificados. Rompió la luna con el menor estrépito posible, ignorante el barbudo vagabundo de que incluso aquel pequeño pero desconfiado comerciante había instalado una alarma conectada con algún lugar en el que había quien avisaría a la autoridad competente. En plena tarea de llenar la bolsa de plástico con los cartones de vino que pudiera, se presentó la policía municipal. Al vagabundo le parecieron los mismos que lo habían echado de la ciudad, pero no estaba seguro, porque todos los guardias le parecían iguales.
Los municipales ni siquiera consideraron llevarlo a un calabozo. Lo subieron en el automóvil de luces azules, lo llevaron al límite de la ciudad, le dieron una paliza de órdago y lo dejaron tirado. El vagabundo estuvo días postrado entre matojos secos, tierra polvorienta y cascotes. Creyó morir, pero no murió. Nunca supo como, pero una pareja lo llevó a un albergue municipal para personas como él. Un tiempo vivió en estado de trance. Recordaba vagamente unas monjitas que lo atendían. Un par de mocetones con bata lo desnudaron, lo metieron en una bañera, lo lavaron y le curaron las heridas. Le dieron de comer, aunque no tenía hambre. A los pocos días se había recuperado. Una noche, vistió sus desastradas ropas, ahora limpias tras el esfuerzo de la lavandera del albergue, burló al portero y huyó. Salió a la fría noche de la parte vieja y miró al cielo, pero no vio las estrellas, porque las luces de la ciudad lo impedían.
Durante varias noches callejeó tembloroso y atemorizado, hurgando en los grandes contenedores de cascotes de obras. Durante el día se iba al límite de la ciudad y se ocultaba entre matojos mirando al cielo. La sexta o séptima noche de peregrinar encontró lo que buscaba: una vieja y sólida silla de enea. También hurgó en las bolsas de basuras con la esperanza de encontrar algún cartón de vino con un sorbo, porque sabía que había gente de orden que bebía el mismo vino peleón que lo mantenía vivo. No hubo suerte. Entonces cuando se puso en marcha hacia la parte alta de la ciudad, con la silla a la espalda para llamar menos la atención.
Se detuvo y recuperó el aliento, porque la calle era empinada. Había un solar, un solar tan valioso como si el dueño hubiera encontrado petróleo en sus entrañas. El barbudo caminó sin prisa, indiferente al agudo frío que le mordía rostro y manos. A ambos lados, silenciosos edificios de pisos de lujo flanqueaban su paso como insólita guardia de honor.
El mendigo dejó la silla e inspeccionó el lugar. El solar estaba vallado, pero los chavales habían roto parte de los paneles entre piletas que formaban la valla y se podía entrar. Un último esfuerzo y se metió dentro, añadiendo al chaquetón churretes y manchones blancos. Cogió la silla a través del hueco y la arrastró.
Enormes pilares de cemento de casi tres metros de altura se vislumbraban repartidos y daban fe de la obra iniciada. De aquellos pilares parecían escapar gruesas varillas de hierro que armaban el hormigón. El vagabundo barbudo se dirigió a tientas arrastrando la silla de enea hacia la puerta frente a la que estaba el pilar más alejado del agujero convertido en ilícita entrada. En el solar, la oscuridad era más densa que en la calle.Cerca de aquella puerta, colocó la silla pegada al pilar situado metros antes, asegurándose de que permanecía estable. Miró unos segundos al cielo sin ver las estrellas y, lentamente, sacó del bolsillo del desgastado chaquetón un cable eléctrico recubierto de plástico amarillento, un cable vulgar y corriente.
Lentamente, con movimientos ralentizados, se subió encima de la silla y comprobó que estaba bien asentada. Casi por tanteo, a causa de la oscuridad apenas alterada por el reflejo del alumbrado público exterior al vallado, ató el cable eléctrico a una gruesa varilla oxidada que sobresalía de la parte superior del pilar de cemento. Hizo varios nudos. Tiró del cable y vio que eran firmes y que la varilla aguantaba. Suspiró, dio la vuelta con cuidado y miró a su alrededor desde aquel escaso altozano; no había mucho que ver a la luz de las farolas de fuera: cascotes, un profundo agujero que solo era negrura, en el que se derramarían cimientos, una pequeña excavadora amarilla en un extremo, un desordenado montón de plásticos, latas, algunos envases de vidrio...
El vagabundo de barba enmarañada hizo entonces un nudo corredizo en el cable eléctrico por el extremo que tenía en las manos, rápido, con habilidad. En la oscuridad reinante, se colocó con la espalda contra el pilar y, a duras penas por la justa longitud del cable, pasó el nudo corredizo por la cabeza, lo colocó alrededor del cuello, lo ciñó y tiró con cuidado del mismo, comprobando que estaba bien sujeto a la varilla.
Completamente quieto, estuvo un tiempo mirando fijamente los techos de pizarra de los edificios de lujo frente al solar, y se sintió totalmente ajeno al mundo. Desplazó bruscamente la silla con los pies y la silla cayó al suelo, privándole de la base que lo sostenía.
El vagabundo quedó colgado por el cuello.
Solo unos centímetros, apenas treinta, separaban los pies del hombre colgado del suelo irregular sembrado de cascotes que la noche no permite ver; suficientes para que el cable estrangule al mendigo barbudo y lo conduzca a la muerte. Pero tuvo mala suerte.
Nadie le había dicho que la muerte en una horca puede ser lenta, salvo que la caída sea brusca, la cuerda, gruesa, y el lazo hecho para partir el cuello. Y aquel cable, que lo asfixiaba morosamente, no le quebraría la nuca por su endeble diámetro. Casi lo degollaría.
Durante inacabables minutos, el vagabundo pataleó desesperado porque sufrir durante el último tiempo de vida no entraba en sus planes. Roncos estertores testimoniaron que continuaba vivo hasta que, tras un tiempo interminable, las piernas dejaron de patalear, el cuerpo cesó de agitarse y las manos ya no intentaron aflojar en vano sanguinolentas y desesperadas el lazo de cable eléctrico que le sumía en un tormento del infierno. Colgado, el cuerpo quedó relajado y el cuello, rojizo y sangrante por la herida circular. Algo de orina empapó la parte delantera del pantalón al soltarse el esfínter por la angustia de la dolorosa muerte no esperada.
El vagabundo había muerto.
Alguien vio el cadáver y avisó a la policía. Cuando algún periodista telefoneó a la oficina de prensa de Jefatura de Policía para saber qué había ocurrido en la noche urbana –oficio obliga-, fueron escuetos.
- No ha pasado nada. Esta madrugada se ha encontrado un vagabundo colgado por el cuello en un solar en construcción.
Algún diario publicó un breve de cinco líneas.