miércoles, 30 de mayo de 2007

El simulacro

Se miró las manos casi admirado, como si las viera por primera vez, con la misma sorpresa con la que se las miran los bebés recién nacidos cuando ya abren los ojos. Pero las suyas eran manos sujetas por esposas de acero cromado.
El hombre, cerca de sesenta, bajo, recio, pelo entrecano y despeinado, alzó levemente los brazos. A pocos metros se oía un murmullo, un sonsonete tedioso y adormecedor, como si alguien rezara el rosario o algo parecido. El hombre dejó caer la cabeza y apoyó la barbilla en el pecho, resignado, vencido. La voz de la mujer joven de rostro agradable, con gafas de concha oscura y gruesa, vestida de negro, leía cansinamente sin que nadie, le prestara demasiada atención. Era un rito y había de cumplirse. Quizás un par de periodistas prestaban atención, sentados entre el público anheloso de emociones fuertes vividas en piel ajena.
-... siendo reducido. Al oír los gritos...
El hombre se cubrió la cara con las manos, en un gesto inútil para alejarse de aquella atroz realidad en la que era protagonista. Un día de mayo. Todo había empezado un fresco y soleado día de mayo. O tal vez había acabado. Los problemas, cocidos casi un año atrás.
Soplaban malos tiempos en la empresa donde Julián trabajaba. La crisis. Y metieron mano por las buenas en la plantilla. O por las malas. Julián había cumplido cincuenta y ocho años y entró en el lote de los que se iban a casa a esperar la jubilación oficial, cobrando el ochenta por ciento del sueldo todos los meses.
Había ocultado a la familia los problemas de la empresa, aunque los periódicos habían hablado, pero en su casa sólo se leía un diario deportivo los lunes y ahí no escriben de empresas en crisis. No les contó nada de lo para no preocuparlos sobre el paro sin remisión ni redención que se avecinaba. Pero las cosas no habían ido tan mal. Casi contento, Julián llegó a casa armado con su nueva condición de prejubilado.
- ¡Ni hablar! - le espetó airada su mujer, Antonia -. Tú no vas a decir a nadie que te han dado el retiro antes de tiempo.
- Pero, mujer, que más da. Además, sólo me faltan unos pocos años para jubilarme de verdad.
- Ahí le duele - continuó histérica la mujer, elevando la voz -. Si los vecinos saben que te han prejubilado, adivinarán tu edad. Y también la mía. Todo el mundo sabe a cuantos años dan el retiro anticipado a los obreros. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Julián creyó vivir un mal sueño, un sueño raro como los cuadros de aquel pintor loco, Dalí, que había visto una vez en un museo cuando fueron de vacaciones a la Costa Brava y se acercaron a Figueras.
- No tengo alternativa, mujer - intentó explicar a su esposa con paciencia -. No lo elijo yo, sino la empresa. Acepto o de patitas a la calle.
- Antes parado que prejubilado - gritó desesperada la mujer.
Julián decidió contemporizar, a pesar de no entender nada. Sabía que Antonia temía confesar su edad, reconocérsela, porque le horrorizaba envejecer, pero, esto era una locura.
- Antonia, si me voy al paro, sólo cobró dos años, en cambio, prejubilado, cobró durante siete hasta que me den la pensión de jubilación.
- ¡No repitas esa palabra! -gritó la mujer de nuevo.
- Está bien, mujer, dime qué quieres que haga -consintió Julián, esperando que no le pidiera la barbaridad de renunciar a la prejubilación.
Antonia lo miró. Julián sintió un sobresalto. ¿Se habría vuelto loca? Antonia levantó la mano derecha con los dedos recogidos en puño, salvo el índice, enhiesto y acusador dirigido hacia su marido.
- Tú no estás prejubilado ni en el paro. ¿De acuerdo? Tú sigues trabajando en la fábrica.
- Pero, Antonia, cómo voy...
- Cállate. Saldrás de casa cada día a tu hora y volverás a tu hora. Harás vacaciones y tendrás tus días festivos y de baja cuando te encuentres mal. Igual que cuando trabajabas. ¿Está claro?
No estaba claro. Nada claro. Julián quedó tan sorprendido por aquel disparate que no supo reaccionar. Cuando se le pasara la primera impresión por la inesperada noticia, Antonia entraría en razón. Sonrió. Vaya por Dios, tendría que madrugar unos días más. Pero no fueron unos pocos días más. Fue el preludio de un infierno.
Pasaron los días, las semanas, los meses y Antonia, inflexible. Julián salía cada día de buena mañana con su carterita con la comida y regresaba hacía el anochecer, como había hecho durante tantos años. Antonia estaba contenta. Julián, no. Cada día que pasaba estaba más hundido en un pozo oscuro de tristeza y desaliento.
Al principio, cuando creía que aquella esquizofrenia duraría unos pocos días, incluso le divertía. Iba a pasear por la Rambla y por el puerto, leía el periódico al sol en un banco del parque, se tomaba un vino blanco con gambitas saladas al mediodía, comía en alguna taberna y veía la tele después mientras tomaba café y copa; incluso había ido al cine alguna vez. ¡Con el tiempo que hacía que no veía una película que no fuera en la tele! Pero llegó el tiempo desapacible, el viento y el frío, la lluvia, la oscuridad temprana y Julián no supo donde ir. Peregrinó de cafetería en taberna para no llamar la atención en un mismo lugar y gastó demasiado dinero en cortados y cañas de cerveza que bebía sin ganas.
Antonia se mantuvo inflexible. ¡Ni se le ocurriera andar por el barrio! Tenía que alejarse de los lugares en los que hubiera estado a gusto, donde hubiera podido tomar cañas con los amigos, en bares en los que no le hubiera importado estar horas frente a la taza vacía y pringosa de un cortado. Julián se entristecía más y más, pero Antonia era de hierro en su determinación. El hombre tenía que salir cada día a la hora de ir a trabajar y regresar a la hora del fin de la jornada laboral. Los hijos del matrimonio, un mozo de veinte años y una muchacha de un par de años más, contemplaban sorprendidos el surrealista espectáculo. Pero no se atrevían a intervenir. No querían líos.
Julián se consumía a ojos vistas, tanto, que, por fin, Antonia le concedió que se quedara en casa; luego explicó a las vecinas que su marido estaba con la baja. Julián fue al médico que le diagnosticó una depresión de tamaño natural; le recetó unos ansiolíticos de calibre medio, pero no quiso entrar en el fondo del asunto, eso de simular que trabajaba y vagar por ahí. Entre marido y mujer, nadie se debe meter, meditó.
Las pastillas levantaron algo el ánimo del destartalado Julián, lo suficiente como para qué Antonia decretara que se había acabado la baja y debía volver al trabajo. Julián se resistió débilmente, pero volvió a hacer la santa voluntad de su mujer. Otra vez a caminar sin sentido por las calles.
Julián ya no tenía ánimo ni para cambiar de taberna y se instalaba en un tugurio de la parte vieja de la ciudad bebiendo cerveza tras cerveza con la vista fija en nada. Si se aturdía con alcohol, las penas serían menos. Un día el hijo le propuso aprovechar el tiempo. ¿Por qué no se matriculaba en algún curso para gente mayor que organizan el ayuntamiento y la comunidad autónoma? Alguna cosa que le hubiera gustado, pero nunca se atrevió. Julián no reaccionó; el quebranto ya era considerable. Quizás si se lo hubiera sugerido al principio...
Llegó la primavera muy revuelta, como para alterar los ánimos y los adentros incluso de las personas sólidas. Julián salía cada mañanita de casa y regresaba hacia el final de la tarde. Puntual como un lord británico, si es que esos señores tan estirados son tan puntuales como se dice. Y empezaron las discusiones con Antonia. Julián se rebelaba, pero estaba demasiado débil de ánimo como para superar la granítica determinación de su mujer. Antonia lo amenazó con dejarlo si se quedaba en casa y permitía que la gente supiera que estaba prejubilado.
Un día de mayo, Julián llegó más cansado que de costumbre. Los días se prolongaban, pero eso no mejoraba su estado de ánimo. Después de cenar, el matrimonio se entronó frente a la televisión, el hijo salió, la chica fue a su habitación y Julián cogió el toro por los cuernos.
- Antonia, esto se ha acabado. No saldré por la mañana a hora fija ni regresaré por la tarde para dar vueltas como un zascandil todo el día.
La mujer dejó de mirar la pantalla y contempló a su marido como si hubiera dicho una locura.
- Ni hablar - zanjó por lo sano.
Julián insistió, porfió, argumentó, incluso amenazó, pero la mujer se mantuvo en sus trece. No estaba dispuesta a que los vecinos supieran que lo habían jubilado, no estaba dispuesta a que la gente maliciara la edad que tenía, deducida con facilidad por que él ya estaba jubilado. ¿Qué culpa tenía ella de que lo hubieran retirado antes de tiempo?
- ¿Crees que voy a estar siete años saliendo cada día para no ir a ninguna parte hasta que cumpla los sesenta y cinco? ¡Estás loca!
Pero, ni siquiera ante tan terrorífico argumento, que también era súplica e imprecación, se doblegó la decisión de la mujer.
- ¿Sigues con tu egoísmo de que todos se enteren de que estás prejubilado? A partir de ahora dormirás donde te de la gana, porque conmigo no te acuestas. O como si no te acostaras.
Julián se fue bufando a la habitación de matrimonio y se echó medio vestido sobre la cama. La cabeza le daba vueltas. Finalmente se calmó, quieto, con la vista fija en el techo. Un par de horas después, Antonia apagó la tele, hizo sus abluciones, se lavó los dientes, se desnudó, se puso el camisón y se acostó. Como si nada hubiera pasado, como si nada pudiera pasar, como si no hubiera nadie en aquel lecho. Quizás en su imaginación no se acostaba al lado del marido, tal como había amenazado. Julián estaba despierto, pero no reaccionó, no hizo el menor gesto. Ni traza de ademán. Inmóvil. Estático. Hacía tiempo que habían desaparecido la complicidad y la ternura que se expresan en la intimidad. Y ahora Antonia eliminaba también el sexo; lo poco que quedaba de sexo.
A las seis, una luz débil y escasa se filtró por las ranuras de la persiana de plástico de la ventana del dormitorio conyugal. Julián se levantó con lentitud y fue hasta el salón, se sentó en el sofá y allí estuvo hasta pasadas las ocho con la vista fija en algún punto del apagado televisor. Todos dormían. El chico había regresado no sabía cuando, pero seguro que tarde, y la muchacha descansaba. Antonia, también. En la calle crecían los rumores y sonidos cotidianos.
Julián se levantó cansinamente del sofá con el cuerpo entumecido. Fue con pasos lentos hasta la cocina y hurgó en el cajón de los cubiertos. Miraba sin ver, los hombros caídos y la boca desgajada. Cogió un cuchillo de los de punta, casi sin mirarlo, y salió.
Apenas cuatro metros le separaban de la puerta de la habitación de matrimonio. Hacia allí se dirigió Julián y entró. Una vez dentro, miró a Antonia, dormida profundamente, arrebujada con sábana y cobertor, porque la mañana era fresca; con el sueño tranquilo de los justos o de quienes creen serlo. Julián se acercó al lecho, como si fuera a acostarse, lo rodeó y se puso frente a Antonia yaciente.
El hombre levantó el brazo armado. Sin prisas. Tres contundentes puñaladas, profundas y silenciosas, enviaron para siempre a Antonia al mundo del que no se puede despertar. La mujer partió sin un ay, sin enterarse, hacia el mundo de los muertos.
Goteando sangre el cuchillo, Julián fue por el corredor sin prisas hasta la habitación de la hija. Abrió la puerta y se dirigió hacia la muchacha. Ésta, sueño ligero, abrió los ojos para ver, medio adormilada, a su padre empuñando un ensangrentado cuchillo de cocina. Gritó y gritó hasta la histeria, sin saber si sufría una pesadilla. Los gritos y manoteos de defensa no evitaron la puñalada, pero la hicieron incierta, al igual que otras cinco cuchilladas que Julián asestó a su hija, carne de su carne, sangre de su sangre, derramada sobre la estrecha cama de soltera.
Los chillidos de pánico alertaron al hijo que acudió en socorro de su hermana y golpeó, desarmó y redujo a su padre. Julián no resistió más. Mientras el muchacho atendía a la sangrante joven, llamaba a una ambulancia y se hacía cargo de la situación, Julián se dirigió hacia la habitación de matrimonio y se acostó junto a la extinta Antonia. En la escalera bullían los vecinos, alarmados por los gritos, morbosos por saber qué había ocurrido.
Cuando llegó la policía, los agentes encontraron a Julián estirado sobre el lecho en la misma posición, mirando hacia arriba sin ver, al lado del cadáver ensangrentado de su esposa que se enfriaba. Uno de los policías boqueó de nauseas y otro hizo el signo de la cruz. Después, se llevaron esposado al prejubilado Julián.
La mujer de la toga negra había finalizado su monótono discurso. Julián se miró de nuevo las esposas y sonrió. Nunca más tendría que levantarse por las mañanas y simular que iba a trabajar.

lunes, 21 de mayo de 2007

El asalto

Esperaban calmosos en la parada del autobús. Así, al pronto, no inspiraban confianza. Hacia el mar, allí donde años antes había descampados de matojos, piedras y polvo, luego chabolas y barracas, y ahora enormes y desangelados bloques de pisos, el enorme autobús rojo hacía su ruta sin prisa, sin pausa y se acercaba a la parada. El conductor los vio. De lejos le parecieron pasajeros corrientes y molientes, pero, ya más cerca, pensó que mostraban aspecto poco tranquilizador. Tres mujeres y tres hombres, ahí por la cuarentena. Aún sin fijarse mucho, se adivinaba que formaban grupo, que eran un equipo. Una de las inquietantes féminas, muy gruesa ella, muy morena, levantó el brazo cansinamente para indicar que deseaban subir al autobús. El conductor accionó la palanquita del cambio automático, retiró el pie del acelerador y pulsó suavemente el freno. El bamboleante autobús de color rojo se detuvo en medio de un leve concierto de ruidos extraños. El conductor gordo y casi calvo movió otro artilugio y abrió la puerta delantera con un chuuuuf-chuuuffffff escandaloso. El grupo subió y el chofer puso el vehículo de nuevo en marcha.
Los tres hombres y las tres mujeres pasaron de largo ante la pequeña repisa que el conductor tenía a su derecha con la maquinita automática de expender billetes y un cajetín de plástico con hendeduras para monedas. Por el espejo retrovisor, el hombre del volante y también cobrador vio que aquellas gentes rebasaban el artilugio en el que los pasajeros responsables introducían y picaban sus abonos de diez viajes de uno en uno. El hombre gordo y casi calvo sintió la tenue tentación de llamarlos al orden, pero lo pensó mejor y se concentró en el volante. Una amplia experiencia aseveraba que más valía rematar el servicio cotidiano con el importe de seis billetes de menos que con una cara rota de más.
Los hombres y mujeres que habían subido a la brava se sentaron hacia la mitad del autobús sin decir palabra. Era un día cualquiera del mes de julio, cuando el tórrido verano ya estaba perfectamente instalado en la ciudad. Eran más de las ocho y media del atardecer, esos atardeceres que el cambio horario europeo prolonga con sol hasta las diez de la noche, noche con excesiva luz, que no es noche ni es nada. El ambiente ya no era tan sofocante, pero el día había sido de aúpa y el asfalto expulsaba lentamente el calor absorbido durante horas. Aquella línea de autobuses iniciaba su trayecto en lo más céntrico de la ciudad, en la zona comercial, y acababa unos cuantos kilómetros al sur, en el extrarradio, en el lugar en el que el aluvión de la inmigración, la necesidad de techo, la codicia, el mangoneo munícipe y la especulación habían amasado una indeseable amalgama de ladrillos y hormigón de baja calidad que conformaban un barrio hostil y agobiante. Como es zona poblada, aquellos coches públicos no paraban en toda la jornada.
En la parte trasera del autobús viajaba un nutrido grupo de mujeres que habían subido en el barrio del centro y regresaban a la casa que intentaban fuera un hogar; mujeres de obreros que hablaban entre ellas sin esperar a que callara la otra, organizando una escandalera de gallinero. Ocupaban varios asientos con sus orondas humanidades y otros tantos con bolsas de plástico con el logotipo de unos grandes almacenes, repletas de lo que se adivinaban prendas de vestir de todo tipo y color. Esas mujeres del fondo no se habían dado cuenta de que había nuevos pasajeros, o de que habían pasado sin pagar, porque no les habían prestado la menor atención y seguían con la algarabía.
El conductor miraba constantemente su reloj de pulsera barato. Ganas de finalizar el turno. Guiaba el vehículo con el automatismo seguro que sólo proporciona la rutina de muchos años. El viaje siguió sin más, pero cuando el coche se acercó al extrarradio, aquellos hombres y aquellas mujeres de pinta algo perturbadora se levantaron de los asientos. Un bergante con cara de muy pocos amigos y una mujer con nariz afilada y ojos de mirada endurecida se separaron del grupo y se dirigieron hacia el conductor. El resto retrocedió poco a poco, como el que no quiere la cosa, hasta el lugar en el que las amas de casa parloteaban sin atender a nada de lo que les rodeaba, enfrascadas en su charloteo. Que mira tú la princesa de tal, con lo modosita que se le ve, la que ha montado saliendo en la tele; que hay que ver la cantante esa con uno mucho más joven que ella y encima es amiga de su madre; pues mira tú, mi Rosi, que sólo tiene diecisiete, con un hombre de treinta y seis; y lo de esa presentadora que se ha vuelto a operar para quitarse lo que se puso y ahora dice que no sabe si se casa; oye, pues la ministra esa no estaba casada, vivían juntos, pero no estaba casada; fíjate, con lo simpático que parecía y lo hace con niños, el muy cerdo, que sí, que lo dijeron en la tele; pues yo he comprado la misma talla que el año pasado, la misma, y apenas me aprieta, de verdad; pero yo creo que la culpa es de su marido, que ha estado tonteando toda la vida con la otra, con lo mona que es ella; eso sí, él tiene un buen trabajo fijo, pero que quieres que te diga, tantos años de diferencia; me dijeron que se había puesto unas tetas tan grandes que le reventaron yendo en avión; para qué se va a casar, si ya da igual; nada, que va para ocho meses que acabó la efepé y sigue sin encontrar trabajo; toda la vida en la cárcel es poco para esos sinvergüenzas, te lo digo yo; un par de kilos más si que he engordado, pero la talla es la misma; y salían los pobrecitos negritos tan delgaduchos que daban una pena, si es que no hay derecho, ¿porque no van ahí los de la onu y les dan de comer?; por cierto, voy a dejar de comer pan, a ver si así me quito ese par de kilos, chica; anda que no se le nota ni nada que no es suyo, todas esas se arreglan por lo menos una vez al año; ahora dice la chica que va a hacer de mensajera, pero a mí me da un poco de miedo, tantos años estudiando para eso; fíjate que ni sabe cantar ni nada, pero como ha salido en la tele varias veces, pues ahí está ganando dinero y sin saber hacer la o con un canuto; a mí me cae bien, aunque sea tan golfo, que quieres que te diga, pero se ve que es inteligente, no es como el resto de pringados del programa; a la pobre se le ha indigestado el éxito y ahí está sin voz y sin nada y con muchos kilos de sobra, si es que es buena chica y para estar ahí hay que tener mucha mala leche; quien tiene la culpa es el gobierno porque no hace nada por dar trabajo a los jóvenes y mira a qué precio están los pisos, así no hay chico que se case y organice una familia, por eso se lían a tomar pastillas; tenía trabajo en una cafetería de esas de una cadena, pero estaba harto de que le cambiaran el turno porque no podía ir a clase o sea que ahora no sé que va a hacer, pero algo tendrá que ser; a ése fresco poca vergüenza le da enseñar el culo en la tele, pero bien que cobra por ello, aunque reconozco que es listo; entonces fue a un programa de esos de tarde para buscar novio y la vergüenza que le dio a sus padres, con lo formales que son, cuando todo el mundo supo que era maricón; no sé a qué fin tiene que quiera ser concejala si su marido manda mucho, pero esta gente nunca tiene bastante...En la parte trasera del autobús rojo seguía el alboroto; en la delantera, el hombre y la mujer llegaron a la altura del conductor gordo y miraron hacia el exterior, como si quisieran saber en qué lugar estaban.
Se acercaban a una desolada parada en medio de una campa con naves medio desvencijadas y feos edificios industriales, ahora vacíos por el fin del turno laboral. Cerca de la marquesina llena de pintadas de grafiteros sin talento, un hombre anciano, tocado con una de esas gorras horteras de jugador de beisbol, agitaba la mano derecha con insistencia.
- Continúa como si nada y no detengas el autobús.
El que había hablado, suavemente sin dejar de mirar al frente, era el bergante con pinta de no tener ningún amigo. Una prolongada experiencia en el trato con todo tipo de personal permitió al grueso conductor oler enseguida que pintaban bastos y asintió cabeceando mientras miraba fijamente el asfalto que se metía incesante bajo las ruedas. El vehículo pasó raudo ante el viejo que se retiró rezongando bajo el escaso resguardo de la deteriorada marquesina. No era la primera vez, ni sería la última, que un conductor de autobús se hacía el loco y no paraba porque iba justo de tiempo.
Los otros hombres y mujeres se acercaron tranquilamente hasta las charlatanas, como si fueran cambiar de asiento, luego los machos sacaron de no se sabe donde unas descomunales navajas, de ésas en las que la hoja sale por un lado del mango de asta y se abren con un creeeec-creeec poco tranquilizador. Las amas de casa que iban al extrarradio no se dieron cuenta de la que estaba cayendo, pero no tuvieron la menor duda de que algo iba mal al oír la ronca voz de uno de los salteadores.
- Señoras, no hagáis el burro y no pasará nada. Dadnos todo lo que tengáis de valor: relojes, joyas y dinero.
Los hombres que habían subido en la última parada exhibían ahora sin ningún pudor grandes y amenazadoras navajas con brillantes hojas de acero que mantenían pegadas a los muslos para que no fueran visibles desde el exterior.
- ¡Deprisa! - amenazó uno de los navajeros.
Las mujeres de la trasera estaban pálidas, ahora completamente silenciosas. Casi desmayadas entregaron apresuradamente relojes baratos, pretendidas joyas de bisutería quizás con baño de oro y algunos billetes, muy pocos, de curso legal. Los forajidos cogieron también las bolsas de plástico con la marca de grandes almacenes llenas de prendas diversas. En la parte delantera del autobús, el conductor simulaba que no se enteraba y miraba fijamente a la carretera, las manos aferradas al volante, como si le fuera la vida. Qué quizás le iba o un buen tajo, cuanto menos.
- Esto no vale nada - voceó uno de los cacos- ¿Por qué salís de casa con tan poco dinero, joder? - se dirigió irritado el saqueador a las temblorosas mujeres.
- Lo hemos gastado en las rebajas - confesó una de las amas de casa con un hilo de voz rota por sollozos contenidos por cierta dignidad, pero sobre todo por miedo.
- Vamos - dijo una de las mujeres atracadoras -. Éstas son unas muertas de hambre.
Todo el grupo de mangantes se dirigió sin prisa hacia la puerta delantera. El conductor grueso y casi calvo, ahora completamente sudoroso, detuvo el vehículo y abrió la puerta sin dejar de mirar al frente y sin esperar a que se lo ordenaran. Los hombres y mujeres del alarmante grupo bajaron raudos.
- ¡Mierda de rebajas! - escupió uno de los truhanes.
- Primero las tarjetas de crédito y ahora esto - apostilló otro facineroso - Aquí no lleva dinero encima ni dios.
- La próxima vez, lo hacemos en el autobús de ida, coño - sentenció una de las mujeres.
- Antes de que las desplumen en las rebajas –remachó una segunda.
- ¡Jodida competencia! – concluyó la más vieja.
Y desaparecieron por una calle lateral mientras el autobús rojo se perdía calle abajo con su conmocionado pasaje. Por lo menos aquellas mujeres tendrían algo emocionante que explicar de por vida.
Amén.

sábado, 19 de mayo de 2007

Odio

El coche, un veterano cuatro latas de color amarillo, se estrelló contra un árbol. Una rama baja golpeó el cristal delantero y lo astilló sin llegar a romperlo. La parte delantera del vehículo se abolló por el impacto contra el árbol, una vieja encina centenaria, testigo de más de lo que hubiera querido recordar de haber podido. A su alrededor, numerosos árboles de su misma especie, pero también robles y castaños, aguantaban impávidos bajo el cielo que empezaba a tornarse azul oscuro, casi negro. Juan Tigre, un hombre joven de aspecto primitivo, descendió del automóvil por la puerta del copiloto y la cerró de golpe.
- ¿Ya está?
La que preguntaba era una mujer de treinta y tantos años que debió ser atractiva., probablemente antes de haber sufrido todo lo que había llovido. Llevaba un vestido rosa con pequeñas flores blancas, ajado por demasiadas lavadas.
- Sí - contestó escueto Juan. Se pasó la mano por los cabellos.
En el interior del estrellado coche, Andrés, cuarenta y pico años mal llevados, había quedado apoyado sobre el volante con los brazos colgando. Tenía la cabeza ensangrentada y los ojos cerrados. La mujer se acercó hasta la ventanilla del lado del conductor y miró al muerto. Un odio intenso emanó de sus ojos con la fuerza del agua que sale de la manguera del barrendero que riega de madrugada las calles desiertas de la ciudad. La mujer se acercó aún más y escupió.
- Ya está bien, Juana. Ha terminado - le dijo Juan Tigre nervioso -. Vamos. Hemos de denunciar el accidente.
Juana y Juan Tigre subieron a un viejo seiscientos de color blanco y arrancaron en dirección a la pequeña ciudad. Juana cerró los ojos y se reclinó sobre el asiento. Juan Tigre conducía con la vista fija en la carretera, mirando la estela delantera que los débiles faros del cochecito pintaban sobre el irregular asfalto.El caserío no daba para todos y Juan trabajó como peón de albañil para un vecino rico de un pueblo cercano. Suerte tuvo porque aquella obra (un chalet ostentoso) duró más de dos años y, al quedarse sin trabajo, tuvo derecho a cobrar subsidio de desempleo unos meses. Las largas y plácidas jornadas en la taberna, bebiendo potes y jugando al dominó, no contribuyeron a eliminar el resentimiento de Juan Tigre contra todo lo que se movía a su alrededor. Ser pobre no es una desgracia, pensaba, es una maldición. Cuando dejó de percibir el subsidio fue a ver a su primo Andrés, que tenía un caserío con bastante tierra, pero la trabajaba solo.
Andrés empleó a Juan en cuanto éste le contó en qué situación se encontraba. Juan Tigre nunca le perdonó esa generosidad. Luego siguieron las prolongadas jornadas de siembra, abono, aspersión contra insectos y plagas, cosecha y cuidado de los animales. Juan Tigre comía en el caserío, pero luego, al anochecer, Andrés lo llevaba hasta la casa de sus mayores, donde dormía, para ir a buscarlo a la mañana siguiente.
- Juan, es una tontería que te lleve cada noche a casa de tus padres para ir a buscarte a la mañana siguiente -dijo un buen día Andrés-. Podrías quedarte en la habitación de abajo.
A Juan Tigre le pareció bien, pero tampoco perdonó a su primo aquel nuevo gesto de largueza. Andrés y Juana, su mujer, prepararon un cuarto que utilizaban por desidia para guardar algunos trastos. Los sacaron y los llevaron al desván, que era su lugar, de donde rescataron una vieja cama donde dormía la abuela hasta que murió a los noventa y cinco años. Los primeros días de su nueva vida, Juan Tigre apenas vio a la mujer de su primo ni a los tres hijos de éstos, porque, en cuanto acababa el trabajo, cogía un trozo de pan y algo de queso o embutido y una cerveza, y se encerraba en su habitación. Ni siquiera veía la televisión. Más adelante, por insistencia de la mujer de su primo, empezó a convivir con ellos como uno más de la familia. Juan Tigre notó que el resentimiento contra su primo aumentaba y esta vez ya no porque hubiera sido generoso sino porque tenía lo que le faltaba: una buena propiedad y una mujer. Los hijos le daban igual, pero una mujer en la cama, y, más aún, una mujer todavía joven, voluptuosa, de grandes tetas y fuertes caderas, con gruesos labios, hubiera colmado bien sus apetitos. Juan no tenía novia ni hacía nada por tenerla. Solía ir de vez en cuando a visitar a las prostitutas de la ciudad, pero cada vez le daba más pereza, porque, aunque la capital estaba sólo a veinte kilómetros, no le gustaba nada la ciudad.
El rencor se acumulaba con lentitud en el corazón de Juan Tigre, como el poso en un depósito de vino viejo, con la sola razón de que su primo tenía aquello de lo que él carecía: tierras, una casa y una mujer. La situación fue más llevadera cuando Juan comprobó que su prima, la mujer de su primo, se insinuaba cuando coincidían solos. Le costó darse cuenta de lo que ocurría, porque era algo duro de mollera, pero, cuando estuvo seguro, una mañana en la que los niños estaban en la escuela y Andrés había ido a la ciudad para comprar repuestos para el tractor, Juan Tigre abandono sin dudar la tarea en el campo, se dirigió presuroso a la cocina donde se encontraba Juana y, sin mediar palabra, se abalanzó con furia sobre ella y le levantó nervioso y con prisa las faldas. Juana ni siquiera hizo como que resistía, dejó que desbordara la pasión anidada y abrazó furiosamente a Juan Tigre, al tiempo que le metía la lengua salvajemente en la boca. Juan le arrancó la blusa, mientras se abría la bragueta, y ella se quitó las bragas, se tiró sobre la mesa y se abrió de piernas. Juan Tigre penetró a su prima política con ferocidad y Juana arremetió con violentos empujones para sentir más intensamente el pene de su primo, hasta que ambos rugieron de placer al unísono.
Fue la primera vez, pero no la única. A partir de entonces, siempre que Andrés se ausentaba, los amantes clandestinos se veían para hacer el amor con frenesí. Apenas hablaban, no dejaban lugar a romanticismo alguno, a caricias ni suavidades. Follaban con furia.
Quizás el amo del caserío algo intuyó, el caso es que al mes o así, ya no volvió a ir a la ciudad ni al pueblo y organizaba el trabajo del campo de modo que su primo Juan Tigre siempre estuviera cerca de él. Entonces los amantes se atrevieron a encontrarse de noche. Juana esperaba con impaciencia hasta que Andrés estaba profundamente dormido y entonces bajaba a la habitación de Juan Tigre donde permanecía haciendo el amor violentamente hasta que casi apuntaba al alba. En silencio.
Las cosas continuaron así unas semanas, pero Juan aún odió más a su primo, pues Juana le explicó que, para que el marido no sospechara, cuando Andrés la solicitaba, ella siempre accedía. Juan Tigre no quería compartir la mujer con su primo.
Un mal día, Andrés se despertó antes de su hora habitual por una digestión pesada y se sorprendió al encontrar vacío el otro lado de la cama. Sin vestirse se dirigió a la planta baja donde encontró a Juana que se disponía a subir al dormitorio.
- ¿Dónde estabas? - preguntó amostazado.
- He bajado a beber agua. Tenía sed y no podía dormir - contestó la mujer.
Como la había sorprendido cerca de la puerta de la cocina, Andrés dio por buena la explicación. Subieron ambos y antes de llegar a la cama, sin cerrar la puerta, Andrés penetró a su mujer con grandes aspavientos y gritos de pasión y rabia. En la planta baja, Juan Tigre, relajado en su cama, se tapó la cabeza con la almohada para no tener que oír los gemidos de placer.
Al día siguiente, los tres se encontraron alrededor de la mesa para desayunar como si nada hubiera sucedido, aunque los tres sabían que sabían. La jornada transcurrió con normalidad, pero al finalizar Andrés se dirigió a su primo.
- Creo que es mejor que vuelvas a dormir a tu casa. Estarás más cómodo que en esa habitación pequeña. Además, ayer que me follé a mi mujer y me pareció que te desperté con mis gritos. Nosotros necesitamos un poco de intimidad y tu tranquilidad. ¿No?
Juan Tigre nada dijo. Recogió sus cosas y, como antaño, subió al viejo cuatro latas de su primo.
Al poco de iniciar el viaje hasta el caserío de los padres de su pariente, Andrés se puso a despotricar. Le echó en cara su poca hombría, su falta de gratitud, su sinvergonzonería. Juan no decía nada, no porque estuviera arrepentido ni avergonzado; prefirió dejar crecer el odio.
Cuando se acercaban al caserío de la familia Tigre, pero aún no se divisaba, Juan pidió a su primo que detuviera el vehículo, que iban a arreglar aquella situación como hombres. Andrés estacionó el coche a un lado de la carreterita nada transitada y se dispuso a dar una buena lección a base de puños a su primo traidor, pero no tuvo ocasión. Juan Tigre bajó rápidamente del vehículo, cogió una rama gruesa desgajada que había en el suelo y, antes de que su primo hubiera tenido tiempo de cerrar la puerta del coche, le asestó un golpe feroz en la cabeza. Andrés cayó inconsciente y sangrante al suelo. Juan se arrodilló a su lado inseguro de si vivía o no. Marchó corriendo hacia la vieja cabina telefónica sita a unos doscientos metros de la carretera, que tantas veces habían utilizado los del caserío, pues nunca quiso su padre instalar un teléfono. Le costó más de un cuarto de hora conseguir hablar con Juana y todas las monedas sueltas que llevaba, pues en el caserío de Andrés tampoco había teléfono y su amante había sido avisada por el vecino más cercano con teléfono.
- Juana, deja los niños con alguien, que ahora te vengo a buscar.
Fue un ir y venir. Juan Tigre metió a Andrés en el cuatro latas, para que no fuera visto por alguno de los raros conductores que circulaban por esa carretera, y se acercó corriendo hasta el caserío de sus padres. Sin dar explicaciones, cogió el viejo seiscientos de la familia y marchó hasta el caserío de Andrés para recoger a Juana. En el camino de regreso hasta el Renault “cuatro latas”, Juan le explicó el plan.
- Diremos que ha tenido un accidente, que nos preocupaba que no regresara a su hora, que hemos salido a buscarlo y lo hemos encontrado muerto en el coche - le explicó Juan Tigre.
Cuando llegaron al lugar en el que estaba el viejo automóvil amarillo ya era noche cerrada. Con la ayuda de los débiles faros del seiscientos, Juan y Juana sacaron a Andrés de la parte trasera del Renault cuatro latas para colocarlo en el asiento del conductor.
- Está vivo, todavía respira - dijo Juana más asustada que sorprendida.
Juan Tigre, que sujetaba lo que creía el cadáver de su primo por las axilas, dejó caer el cuerpo de Andrés. Con ira incontenible que le irradiaba del rostro, cogió de nuevo el tronco con el que lo había malherido y le asestó varios golpes en la cabeza.
- Ahora, no. Ahora ya no respira.
Se detuvo, se arrodilló a su lado y puso la oreja sobre el pecho del ensangrentado Andrés para comprobar si le latía el corazón.
- Está muerto.
El puesto de la Cruz Roja apareció de repente ante los ojos de Juan Tigre. Estacionó el seiscientos y bajaron para explicar, tal como habían urdido Juan y Juana, lo que pretendían que había ocurrido.
- Ha habido un accidente - explicó Juan Tigre, mientras Juana lloraba, no sabemos si porque actuaba o porque tenía tanto miedo que no podía evitarlo -. Creemos que mi primo está muerto
Casi una hora después los agentes de la Ertzaintza y voluntarios de la Cruz Roja se llevaron el cadáver de Andrés, previa autorización del juez. El médico comprobó con una mirada que la cabeza de Andrés había sido machacada a conciencia.
- ¿De verdad creíste, tarugo, que nos tragaríamos que había sufrido un accidente de carretera con la cabeza destrozada a golpes? – le preguntó un sargento de la Ertzaintza.
- Lo vi en una película en la tele y allí sí se lo creyeron - contestó Juan Tigre confundido y lleno de odio.
Cuando tiempo después, le comunicaron la sentencia de quince años de cárcel, aún creía que sólo había tenido mala suerte.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Beodo

Está parado ante una persiana metálica fijada con un candado a un gancho que emerge del suelo y mira con fijeza el rótulo: Restaurante El Cocido Madrileño. Cualquiera pensaría que está pensando si entrar o no a comer. Pero no. Con la mano derecha sujeta bajo la chaqueta sin forma una palanqueta y con la izquierda acaricia unas tenazas que lleva en el bolsillo del pantalón de pana con bolsas en las rodillas.
Además, es noche cerrada, casi de madrugada. Todo está oscuro, negro como boca de lobo, que se dice, aunque sería más aproximado, negro como culo de nigeriano, pongamos por caso, pero entonces te llamarían grosero o racista, aunque sólo se diga con intención metafórica. En fin, estaba todo muy oscuro, apenas iluminado por un farol lejano, porque el resto de presuntas luminarias públicas o tenían fundidas las bombillas o las habían escacharrado a pedradas. Quizás por cabreo impotente.
Por esa calle no pasa nadie, salvo Cornelio. Cornelio es un tipo normal, no demasiado boyante, dicho sea de paso, de unos treinta y cinco años, o menos, pero mal llevados. La mala vida.
Hace una temperatura agradable, aunque, a decir verdad, no son horas para pasear. Pero Cornelio tiene otras intenciones que las de disfrutar de una noche grata o combatir el insomnio con una saludable paseo. Tiene trabajo.

Mira a ambos lados de la calle y comprueba que no se ve ni un alma o, puestos ya, ni un cuerpo. Saca las tenazas del bolsillo del pantalón, se inclina sin prisa y coloca la palanqueta que mantiene en la mano derecha sobre el suelo. Entonces, y sólo entonces, tras un delicado trabajo manual con las tenazas, salta el candado que sujeta la persiana metálica al suelo. Cornelio coge la palanqueta del suelo, se endereza, guarda las tenazas de nuevo y se frota la mano con la que ha realizado la operación sobre la pernera del pantalón, y, con sumo cuidado, procurando hacer el menor ruido posible, levanta la persiana. Apenas un ssssssrrrroooofffffff poco audible acompaña al movimiento del cierre metálico hacia arriba; por fortuna el dueño del restaurante debe ser un tipo cuidadoso que mantiene la persiana perfectamente engrasada.
Tras la persiana hay una especie de pequeño vestíbulo, mero pretexto formal antes de entrar en el restaurante propiamente dicho. Cornelio se enfrenta ahora a una sólida puerta de madera de doble hoja, cuya parte superior son dos cristales biselados. Asoma la cabeza hacia la calle, comprueba que sigue sin pasar ni dios y cierra la persiana metálica con el mismo cuidado que la ha subido, ajustándola hasta el suelo, pero sin el candado que, por no dejar pistas en el exterior, ha dejado junto a la puerta de madera y cristal. El hombre saca una linterna pequeña y cilíndrica de otro bolsillo del pantalón, la enciende y la sujeta con la boca, iluminando la puerta que se opone a que acceda al interior del restaurante. Ayudado de la palanqueta, abre la de madera saltando la cerradura con un crrraacc seco y breve. Cornelio aguza el oído, pero nada parece turbar la paz de la calle. Transcurrido casi un minuto, tranquilizado en cuanto a que algún transeúnte despistado haya podido oír el ruido de la fractura de la puerta de madera, Cornelio la abre con parsimonia y entra en el restaurante, iluminando el camino con la pequeña linterna. La sala es bastante amplia y hay una docena de mesas de madera, cubiertas por manteles de tela a cuadros azules y blancos, con sus correspondientes sillas semiocultas bajo los faldones de los manteles. Cornelio, que no está para contemplaciones nostálgicas, se dirige decidido hacia un pequeño mostrador que vislumbra al fondo de la estancia, junto a la puerta que se adivina al lado más que verse y que, presumiblemente, conduce a la cocina. Sobre ese mostrador está la caja registradora. Con calma chicha, sin prisas, Cornelio inicia la cuidadosa tarea de abrir la caja registradora con el menor ruido. Sabe que ese restaurante cierra tarde y, en sus planes, ha deducido que, a esas horas de la noche, el dueño no se arriesgara a llevar consigo la recaudación del día por las inseguras calles de la ciudad. Tras unos minutos de tanteo y un leve forcejeo abre la caja.
- ¡Mierda!
El exabrupto, nada elegante, rompe el silencio, porque Cornelio comprueba decepcionado que la caja está vacía. Ni un sello de correos. Se desliza suavemente hasta el suelo y se sienta apoyando la espalda en el mostrador. Piensa.

¿Se han llevado la recaudación? Quizás el cuco del dueño la ha escondido, precaviendo que algún amigo de lo ajeno visitara el local en su ausencia. Cornelio sonríe. A él no se la pegan. Se levanta con energía y registra con orden y sistema todo el establecimiento.
Las mesas cubiertas por manteles de cuadros azules, las lámparas con pantalla china que penden del techo, la cocina, la despensa, el refrigerador adjunto, una pequeña habitación que debe ser utilizada para cambiarse de ropa los camareros y la gente de la cocina, los lavabos, todo lo registra con método. Nada. Ni una triste moneda de un euro que le hubiera caído a algún cliente del bolsillo. Cornelio se desespera. Vuelve a sentarse con la espalda apoyada en el mostrador.
- Esto sólo me pasa a mí - se dice a sí mismo. Y es que Cornelio, que disfruta de escasa vida interior, le ocurre como a tantas personas con ese problema: tiene necesidad de oír su propia voz en las ocasiones en las que considera que el Destino le juega una mala pasada.
- Hay que joderse - continúa con su soliloquio que algo le consuela, haciendo gala de su escasa educación -, con el trabajo que me ha costado llegar hasta aquí.
Esa reflexión en realidad es una auto justificación, fruto también de su limitada capacidad de comprensión de la realidad circundante, pareja a su pobre vida interior, porque lo cierto es que apenas le ha costado descerrajar el restaurante y entrar en él como quien pasea por la Rambla.
De pronto Cornelio se da cuenta de que tiene hambre y sed. Natural, son las cuatro de la madrugada pasadas y hace un montón de horas que ha bebido la última cerveza y no digamos que ha masticado el último bocado, allá por las ocho de la tarde. Y de repente se acuerda de la pequeña despensa así como del refrigerador adjunto, habitáculos ambos que ha registrado meticulosamente buscando el presunto escondite de la recaudación nocturna del restaurante, no teniendo ojos entonces más que para el posible botín en forma de billetes de banco, que acaso sólo existiera en su imaginación. Y con el recuerdo de la despensa y del refrigerador adjunto, le viene a la mente la imagen de las ricas viandas allí guardadas.
- ¡Pues yo no me voy de vacío! - dice Cornelio a nadie, insistiendo en su solitario a la par que estéril monólogo.
Y con una sonrisa de oreja a oreja por no haber perdido la noche, el allanador de restaurantes con alevosía, fractura y nocturnidad enciende la lamparita de la despensa para tener suficiente iluminación y no romperse la crisma, pero no tanta que alerte a nadie que pase por el exterior. A continuación, traslada hasta la mesa más próxima a la despensa todo lo que se le antoja de la pequeña despensa y refrigerador que no sea necesario calentar o guisar. No es cuestión de encender fogones a esas horas, aparte de que Cornelio tiene serias dudas sobre su capacidad culinaria.

Jamón, embutidos varios, diversos tipos de quesos, patés, un par de tartas, frutos en vino y varias exquisiteces más se acumulan en breve sobre la mesa con mantel a cuadros azules. Luego, Cornelio procede a coger un par de botellas de vino tinto que descorcha por el radical método de romperles el cuello de vidrio. Se apropia luego de tenedor, cuchara y cuchillo, e incluso se agencia un vaso grande de los de agua y una fuente de loza que utiliza como plato, y se dispone a satisfacer el hambre creciente en su rugiente estómago. Se sienta a la mesa y ataca con entusiasmo el improvisado banquete, regándolo profusamente con tragos de vino tinto.
A medida que las ricas viandas disminuyen sobre la mesa, así como también el contenido de la primera y luego segunda botella de vino, aumenta el buen humor de Cornelio.
¡Coño, no hay mal que por bien no venga! - dice el asaltante frustrado en voz algo más alta de lo que una elemental prudencia aconsejaría e insistiendo en su lenguaje malsonante.
Y es que, en los casos de seres humanos con tan escasa capacidad de introspección, cual sería el de Cornelio, siempre acaba lloviendo sobre mojado. El ahora convertido en ladrón de víveres al consumo continúa trasegando sabrosos entrantes y vino tinto hasta que, perdida toda precaución por la equívoca euforia que el alcohol proporciona, se pone a dar vueltas y más vueltas por el establecimiento en una especie de vals sin gracia ni pareja que es interrumpido constantemente por los encontronazos con las mesas y sillas del local, en la poco recomendable compañía de una botella de coñac, añejo de varios años, cuyo contenido desciende de forma evidente.
Casi una hora más tarde, Cornelio esta completamente borracho, sentado en medio del restaurante en compañía de la botella de coñac mediada, cantando canciones de Manolo Escobar a voz en grito, hecho con el que manifiesta además su escasa sensibilidad musical.

A pesar de que el local está cerrado, pues Cornelio había tenido la precaución de volver a bajar la persiana metálica exterior, algunos rayos de luz diurna se cuelan por diversos resquicios de aquí y allá y es que, a lo tonto, a lo tonto, ha amanecido y se ha hecho presente el nuevo día. Cornelio sigue dándole a la botella; bebe tragos cortitos sin prisa, pero sin pausa. Se encuentra en la gloria y no recuerda que está en casa ajena y, además, sin permiso del dueño. Tampoco oye el rugido de un motor de automóvil que se acerca y se detiene de repente muy cerca, ni mtampoco los golpes secos de puertas de coche al abrirse y cerrarse, como no oye la persiana al alzarse ni el leve quejido de la puerta de madera y cristales biselados al ser abierta con prudencia. Tal vez por eso se lleva una sorpresa enorme cuando comprueba que no está solo y a duras penas vislumbra a dos tipos vestidos de azul oscuro con gorra de plato, que parece le apuntan con algo que sujetan con ambas manos.
Unas horas después, Cornelio tiene un enorme dolor de cabeza y una desagradable sensación de nausea que un par de aspirinas efervescentes disueltas en agua no han conseguido eliminar. Ha recuperado el poco sentido común que suele tener y -pobre vida interior a fin de cuentas-, incapaz de hacer una autocrítica que merezca tal nombre, habla consigo de nuevo en voz alta.
- ¡Enchiquerado por borracho! ¡Hay que joderse!
Un guardia que pasa cerca del calabozo, asoma la cara por el ventanuco de la puerta de la celda:
- ¿Qué dices?
- Que soy gilipollas - contesta el confuso Cornelio.
- Tú sabrás.
Y Cornelio deja caer apesadumbrado la cabeza sobre el pecho.

martes, 15 de mayo de 2007

Zorra brava


La Eloisa hacía la calle, el oficio más antiguo del mundo, aunque eso no lo he entendido nunca. Uno tiene idea de que el oficio más antiguo del mundo debe ser el de cazador o campesino, pero parece que no, que antes de que hubiera cazadores y labradores, hubo putas. La Eloisa, por tanto, es una prostituta, que suena más fino que puta, pero los clientes no la conocen por ese nombre. Me parece que su ‘nombre de guerra’ es Vanesa, o alguna cursilería parecida. A mí me parece que eso de ‘nombre de guerra’ no es muy preciso; debería ser mejor ‘nombre de amor’, si es que lo de las putas es amor, aunque a veces seguro que hay amor, como me pasó a mí, pero acaso no era amor y sólo pasión. No sé, esas cosas de los sentimientos y las partes bajas son complicadas cuando se mezclan. Quizás lo más propio sería decir ‘nombre de folleteo’, pero no sonaría fino. ‘Nombre de guerra’ suena mejor.
La Eloisa, o la Vanesa como queráis, aún no había cumplido los treinta y era lo que se dice una tía buena. En realidad, una tía muy buena. Uno cree en su ingenuidad que si una mujer se dedica a ese oficio, tiene que estar buena. Pues no. He visto montones de putas ante las que uno se queda de piedra pensando que pueda haber tíos que paguen para ir a la cama con ellas, detrás de una tapia o en el asiento trasero de un coche, me da igual. O son unos cromos de tíos a los que las rameras normales rechazan o van tan quemados que se tirarían cualquier cosa. Mi abuelo, que era un hombre que había vivido mucho y era muy golfo, decía que hay tíos que les pones delante un olivo con faldas y se lo cepillan.
A mi me gustaba mucho la Vanesa. Y aún me gusta, a pesar de lo que pasó. Yo, como tantos, me solía mover por las calles a derecha e izquierda de la parte baja de la Rambla, la calle más concurrida de Barcelona. Solía estar por esa zona porque la pensiones son baratas, aunque estén llenas de mierda, pero también porque por esa parte casi todos somos desgraciados en el mismo grado y nadie nos mira por encima del hombro. Cuando llegué a Barcelona pasé unas semanas gastándome los pocos ahorros que había llevado cosidos en el interior del forro de la chaqueta hasta que encontré trabajo cuidándome de las tareas más guarras en uno de los restaurantes de la parte baja de la Rambla que, aunque sigue teniendo fama de barrio poco recomendable, lo frecuentan abogados, intelectuales y gentes de dinero. En ese restaurante, que tenía fama, por cierto, me pasaba todo el día quitando mierda, sacando las basuras y, cuando se había largado el último cliente, limpiando el comedor y la cocina hasta que quedarán brillantes.
Supongo que por eso me aficione a la vida nocturna, porque era el único momento del día en el que dejaba de ser un jodido moro, mientras frecuentaba uno y otros bares de esos que las gentes decentes dicen de mala nota. Porque yo soy moro, no sé si lo había dicho ya. Nací en un pueblecito cerca de Nador, en Marruecos, al otro lado del estrecho que cruzaban las pateras, y tampoco he cumplido los treinta, como la Vanesa. Me llamo Ibrahim ben Abdalla, pero por aquí todo el mundo me llama Mohamed y ya me he resignado a responder por ese nombre; lo prefiero a Mustafá, que parece de chiste.
Como iba diciendo a mí me gusta la Vanesa. Mucho. La conocí en un bar de la calle Escudellers, una calle muy curiosa en la que puedes ver en perfecta armonía parejas o grupos de hombres y mujeres jóvenes, bien vestidos y bien hablados, probablemente profesores o gente empleada en bancos o compañías de seguros, con putas, chulos, algún que otro camello y los inevitables policías de uniforme o de paisano.
Entré en el tugurio y la vi sentada en un taburete alto junto a la barra, con el bolso de larga correa sobre el mostrador. Es como una especie de marca, en los bares sólo ves así a las putas o a las separadas o divorciadas con muchas ganas de ligar e ir al grano sin perder el tiempo en chorradas románticas, con la diferencia de que esas mujeres no suelen llevar bolsos con correas largas para sujetarlos por el hombro en bandolera; esa parece ser la marca propia de las putas.
Decía que la Vanesa me gustó en cuanto la vi. Supe enseguida que era una puta, pero no me importó, al contrario; sabía que pagando conseguiría al momento lo que buscaba en ella. ¿Y qué buscaba yo? Muy sencillo, un buen polvo. Las cosas fueron bien al principio, quiero decir que no hubo problemas. Yo la reclamaba, nos íbamos a una de aquellas rancias habitaciones que había cerca de la iglesia de Santa Mónica, le pagaba y follábamos. Siempre se portó bien y jamás hizo ascos por el hecho de que yo fuera moro. También he de decir que soy un moro apañado y que me gusta ir bien vestido y muy limpio. En realidad no sé porque tenemos fama de sucios, cuando nosotros, los árabes, ya nos bañábamos varias veces al día cuando los cristianos se revolcaban en su propia mierda. Ya sé que ocurrió hace varios siglos, pero es igual, algo queda. El caso es que la Vanesa cumplía como buena trabajadora del sexo (se lo oí decir a una asistenta social hablando de una puta) e incluso me expresó alguna simpatía que iba más allá de la estricta relación profesional. Y ahí empezaron mis problemas, porque me enamoré perdidamente de la Vanesa. O por lo menos, eso me pareció. Empecé a sentir cosas que no había experimentado. Suspiraba a todas horas, me quedaba de un aire pensando en ella y, cada vez más, deseaba ardientemente estar con ella. Comprendí entonces que no me había enamorado de Vanesa, sino de Eloisa, la mujer que se camuflaba tras aquel nombre de guerra.
Tanto Vanesa como Eloisa estaban buenísimas, pero Eloisa era tierna, alegre, sensible, o así me lo parecía, frente a la dureza y la implacabilidad de Vanesa. Y no es que yo la criticara por eso, comprendo que una prostituta debe acorazarse si quiere sobrevivir en un mundillo peligroso, difícil, lleno de chulos, maniáticos y pervertidos. Pero Eloisa era otra cosa.
En alguno de los momentos en los que habíamos hablado tras echar un buen polvo (Vanesa no solía meterme prisa para que me fuera), me había dicho que ella era de un pueblecito de la provincia de Murcia. Yo me imaginaba a la jovencita Eloisa en el campo con unos padres que era unos honrados pero humildes labradores que no podían ofrecer a sus numerosos hijos el sustento y la educación necesarios, hasta que un día la muchacha me confesó que su padre había intentado violarla cuando ella tenía dieciséis años y por eso se había marchado del hogar familiar, dulce hogar. En Barcelona fue a parar a casa de una prima suya, viuda de un cobrador de tranvías, que le dijo que no podría estar mucho tiempo con ella porque a duras penas podía sobrevivir con la pensión de viudedad que le había quedado. Fue su prima la que le sugirió que podía ganarse la vida espléndidamente con aquel cuerpo y aquella cara, pero como fuera que Eloisa entendiera que su querida pariente se brindaba a administrarle sus ganancias, le dio con la puerta en las narices y se instaló en una pensión de la calle Nueva de San Francisco. Cómo estaba sin un duro y necesitaba dinero, cuanto menos para pagar la cutre habitación en la que dormía, la Eloisa se lanzó a la calle y el primer día ganó más de veinte mil pesetas. Llevaba once años en el negocio y nunca se había arrepentido de haberse dedicado al sexo.
Una de las cosas de las que más celosa era la Vanesa, o la Eloisa, era su independencia, su libertad. Decía siempre que si había enviado a freír monas a su padre, que era su padre, menos iba a aguantar a un chulo de mierda. A mí aquello me gustaba, que ella fuera tan independiente, pero el problema cada vez mayor era que yo estaba más y más enamorado, hasta que incluso le propuse que dejara ese oficio, el que dicen que es el más antiguo del mundo, y que se viniera a vivir conmigo, que yo correría con todos los gastos.
Estás loco, me contestó entre carcajadas. Se lo tomaba como una broma.
Continué frecuentando a Vanesa, y pagando cada encuentro religiosamente, claro, pero ya no era como antes. Yo, cada vez más apasionado, me encendía en cuanto la veía y ella hacía lo que todas las rameras del mundo: fingir que se lo pasan bien contigo. Eso está bien cuando no eres más que un cliente, aunque seas un cliente fijo, pero si estás enamorado, es amargo, deprimente. Cuando reclamas los servicios de una prostituta, porque estás más caliente que un gato en celo, te da igual que finja o que cante, bueno, quizás que cante, no. Incluso agradeces los falsos jadeos y los no menos falsos grititos de placer, porque ambientan, incluso te excitan más. Pero cuando estás enamorado, esos gritos y jadeos espurios son como dardos que se te clavan en el corazón. No sé exactamente qué significa eso, pero me lo dijo un español que hace poesías en sus ratos libres y que trabaja recogiendo mierda, como yo, en el mercado de la Boquería.
Tanto me dolían esos falsos gritos de placer que le rogué que prescindiera de ellos. Vanesa me miró como si me hubiera vuelto loco, pero me hizo caso, aunque entonces fue peor, porque ella, sin el auto estímulo profesional de sus gritos y jadeos, no hacía otra cosa que comportarse como una muñeca de goma. Y empezaron las discusiones. Yo le insultaba y le echaba en cara todo lo que se me ocurría y ella contestaba que me fuera a tomar viento, que yo sólo era un cliente, nada más que un cliente, y que ella tenía la culpa por haber confiado en mí y haberme dado un poco de cariño. Tanto y tanto discutimos una madrugada que me dijo que ni siquiera me quería como cliente, aunque reconocía que había sido de los buenos.
Así quedaron las cosas y durante bastante tiempo yo no volví a ver a la Vanesa, pero, contra lo que esperaba, no conseguí olvidarla, al contrario, cada vez era más fuerte y loco mi amor por ella. Por esa época me quedé sin trabajo. La Policía o los de la inspección de trabajo o quienes fueran, se estaban poniendo duros con los inmigrantes ilegales y, como mi jefe me tenía sin papeles ni nada, me echó a la calle para no tener problemas, con la promesa, eso sí, de que, en cuanto pasara aquella racha, me aceptaría de nuevo para quitar la mierda de su restaurante.
Las preocupaciones redujeron un tanto mi pasión por Vanesa. Era urgente que encontrara alguna manera de ganarme la vida sin arriesgarme a que la Policía me expulsara. Yo había llegado a conocer bien el ambiente de la parte baja de la Rambla y sabía que difícilmente encontraría un trabajo normal, incluso aquellos que sólo se atreven a desempeñar mis paisanos u otros inmigrantes ilegales aún más oscuros que llegan de más al sur de África. Y, por fin, se me ocurrió la idea. Ya he dicho que soy un moro limpio y con buen aspecto. Pensé que quizás podía proteger a alguna prostituta y compartir los beneficios de su trabajo, sin abusar. En un par de semanas conseguí dos prostitutas, que no estaban mal, a las que protegía y daba calor y afecto cuando lo necesitaban. A cambio, ellas me dejaban administrar lo que ganaban, lo que me permitía vivir con cierta dignidad; desde luego disponía de más dinero que el que ganaba quitando mierda en el restaurante típico en el que trabajaba antes.
Yo trataba bien a mis pupilas, pues no me parece decente pegar a una mujer, y ellas sabían que nadie se metería con ellas mientras estuvieran bajo mi protección. Me acostaba con ellas por rigurosos turno y procuraba darles el calor que no encontraban en los clientes habituales. Aunque las dos estaban bastante bien, desde luego no era igual que hacer el amor con la Vanesa, pero tampoco estaba mal.
En fin, podría decirse que había conseguido instalarme con cierta dignidad: tenía dinero suficiente para vivir bien y dos mujeres a las que tenía que cuidar y follar periódicamente. Además, la Policía no me molestaba y no corría el riesgo de ser expulsado, porque vestía con elegancia y era evidente que tenía algún tipo de negocio suficientemente rentable. Pero yo no conseguía quitarme a Vanesa de la cabeza. Un buen día, mejor dicho, una buena noche, la busqué por todos los bares y tugurios de la calle Escudellers hasta que la encontré. Se me había ocurrido una idea genial y parece mentira que hubiera tardado tanto en ocurrírseme. Cuando llegué al bar en el que estaba junto a la barra, sobre un taburete alto, como la primera vez, no sonrió, pero yo sabía que se alegraba de verme. Me senté a su lado y le expliqué casi telegráficamente lo que se me había ocurrido para armonizar mi amor por ella y el hecho de que ella no quisiera abandonar el más viejo oficio del mundo.
- Trabaja para mí y todo solucionado. Ya tengo dos mujeres, pero tú serás la favorita y tendrás un trato especial, te lo juro.
Lo que ocurrió después lo recuerdo confusamente, pero creo que la Vanesa mostró una expresión de mala leche de aúpa, bajó del taburete alto donde reposaba su muy bien formado culo, se levantó la corta falda mostrando un muslo aun más fascinante y extrajo de la liga, como corresponde a la mejor tradición... No eso no es verdad, me he dejado llevar por mi imaginación calenturienta. Lo que ocurrió es que Vanesa soltó unas cuantas palabrotas y maldiciones, llamándome de todo; lo más suave que recuerdo era "macarra de mierda" e "hijo de la gran puta", luego, abrió el bolso que siempre llevaba y sacó una navaja de buen tamaño que abrió con una pericia que no le hubiera atribuido y me cosió a puñaladas.
Afortunadamente sólo era experta en abrir la navaja con habilidad, porque no supo, o quizás no quiso, pinchar en puntos mortales. Se armó un buen revuelo y creo que me desmayé o quedé medio inconsciente. Ahora estoy en una habitación del Hospital Clínico con varios tubos conectados por todas partes. El médico me ha dicho que ninguna herida es mortal ni gravemente peligrosa, por lo tanto viviré; es cuestión de paciencia y cuidados, me ha dicho sonriente.
Me alegro, porque las cosas serán más fáciles para la Vanesa que si me hubiera matado. Que tampoco sé si es lo que buscaba. Yo creo que se cegó porque es una mujer de raza con mucho genio. Pero, a pesar de todo, yo no consigo olvidarla.


viernes, 11 de mayo de 2007

Desaparecido

- Quiero... quiero hacer una denuncia - dice entrecortado al policía tras una especie de mostrador, la respiración agitada por la carrera -. Mi padre no está… quiero decir... ha desaparecido.
- Por la puerta con el rótulo "Inspección de Guardia" - le corta el agente indicando con la mano la dirección que debe tomar.

García hijo, alto y con tendencia a la obesidad, poco más de treinta años se lanza por el pasillo, llega hasta la puerta indicada, da dos golpes seguidos y entra sin esperar a que le indiquen que puede pasar. Tres mesas metálicas grisáceas con sus correspondientes sillas, un archivador del mismo color y un banco de madera. Tras una de las mesas, un hombre joven, más o menos de la misma edad que García hijo. El inspector de guardia lee un diario deportivo. Levanta la vista y hace un gesto de interrogación.

- Quiero denunciar la desaparición de mi padre - dice García hijo nervioso.

- ¿Seguro? - pregunta el policía con voz teñida por una perceptible duda, cerrando el periódico y doblándolo en dos. Quizás sea pose, aún no tiene edad para mirar la vida tras la pantalla del escepticismo -. Desde cuándo no lo ha visto.

- Mi padre es un hombre de setenta años- explica García hijo -. Lleva una vida muy ordenada, nunca hace tonterías...

- De acuerdo - concede el joven inspector -. ¿Por qué cree que ha desaparecido?

- Ayer no vino a dormir a casa y esta mañana he pasado por el taller donde trabaja y está cerrado. No es normal. Le ha pasado algo.

Mientras García hijo se explica nervioso, el policía ha cogido varios folios en blanco y otras tantas hojas de papel carbón que ha colocado cuidadosamente entre folio y folio, metiendo el conjunto en el carro de la veterana máquina de escribir que hay sobre su mesa.

García hijo responde a las preguntas del inspector de guardia y éste escribe lentamente con cuatro dedos –dos por mano- mirando al teclado. Saca el papel del carro, deja caer los papeles carbón sobre la mesa, los agrupa ordenadamente y pasa los papeles escritos a García hijo.

- Firme. Vuelvo ahora mismo - dice y sale. Regresa un minuto después.

- Hay que esperar. El inspector que se encargará de su denuncia no ha llegado todavía. Empieza a las ocho. Espere fuera -. Coge el diario
deportivo y lo vuelve a desplegar.
García hijo sale al pasillo y pasea. Mira el reloj. Las ocho menos cuarto.

- Oiga - le dice el policía de la puerta -. Siéntese o vaya a tomar un café o una tila, pero no pasee arriba y abajo. Va contra las normas.

García hijo se sienta en un banco apoyado contra el muro y, de repente, se calma, se reclina contra la pared y apoya la cabeza.

A las ocho y cinco sale el inspector de guardia.

- Pase.

En el interior de la inspección de guardia hay otro policía diez años mayor.

- El inspector González. Es miembro del grupo operativo de esta comisaría.
El hará las primeras indagaciones para averiguar qué ha podido sucederle a su padre - le explica el policía joven.
El tal González, tipo robusto con poco pelo y expresión bondadosa en el rostro, coge una de las copias de la denuncia y la lee con parsimonia. García hijo está más tranquilo y mira al madero. Sin levantar la vista del papel, González interroga a García hijo.

- ¿No había ocurrido nunca algo parecido?

- Nunca, no señor.

- ¿Alguna amiguita? ¿Bebe? ¿Aficionado al juego?

- No, señor, pero fuma como un carretero - contesta mosqueado García hijo.

El inspector González levanta la mirada del formulario de denuncia y mira sorprendido al atribulado hijo.

- Oiga, yo me limito a hacer mi trabajo.

- Si, claro -dice algo achantado García hijo -, pero es que ya he dicho antes que es una persona de vida muy ordenada.

- Está bien. ¿Algún amigo, alguna afición? ¿Tiene mareos, pérdidas de memoria?

- No señor. Esta sano como una manzana. Siempre hacía la misma vida. De casa al taller y cuando regresaba por la tarde daba un paseo por el parque del barrio, luego a casa a cenar y a ver la tele. Al día siguiente, lo mismo.

- Dice usted que el taller donde trabaja estaba cerrado está mañana y asegura que no es normal.

- Sí, señor. El taller está abierto de lunes a sábado. Mi padre no trabaja el sábado, pero el dueño sí.

- ¿A que se dedican en ese negocio?

- Reparan persianas metálicas de comercios.

- ¿Y eso da dinero? - interviene el inspector de guardia.

- Por lo visto, sí - le responde García hijo.

El inspector González mira al joven policía con cierta irritación y luego se dirige a García hijo.

-
Siempre cabe la posibilidad de que su padre haya tenido un ataque de amnesia temporal o algo parecido y regrese.
- ¿No piensan hacer nada? - pregunta desesperanzado García hijo.

- Sí, hombre, sí. Usted vaya a su casa, que yo me daré una vuelta por el barrio y haré unas preguntas. ¿Tiene usted alguna fotografía reciente de su padre?

García hijo mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía que le entrega al policía. Un hombre mayor de pelo blanco y mirada severa aparece en ella junto a un García hijo sonriente. Al fondo se ve gente.

- Nos la hicimos el año pasado durante las fiestas del barrio.

González patea el barrio de los García durante toda la mañana sin conseguir otra cosa que unos pies doloridos y la convicción de que los García son buenas personas, pero aburridos. El padre había enviudado hacía muchos años y había criado a su hijo que, en pago a sus desvelos, no había querido casarse a pesar de haber tenido novia más de diez años. Vivían juntos y no se sabía otra cosa que no fuera que su existencia era tediosamente rutinaria. El viejo García era muy reservado y apenas se relacionaba con sus vecinos aunque era muy educado en el trato. El hijo vivía pendiente del padre. González cae de repente en la cuenta de algo que le había estado molestando durante todo el día. Telefonea a García hijo.
-Oiga, usted nos dijo que su padre trabaja en ese taller de la calle Campana.

- Sí, así es - le llega la voz metalizada del atribulado hijo.

- Pero tiene setenta años, ¿no? Debería estar jubilado.

Un carraspeo nervioso precede a la respuesta de García hijo.

- Mi padre está retirado, pero no le gusta estar sin hacer nada y llegó a un acuerdo con Arturo.

- ¿Quién es Arturo? - y el inspector González sonríe imaginando al muy serio García hijo respondiéndole con la broma tontorrona de cuando él era estudiante: "El que
fumaba un puro".
- El dueño del taller. Mi padre le ayudaba en las reparaciones y se quedaba en el local cuando Arturo tenía que ir a colocar las persianas. En realidad Arturo le pagaba para no tener que cerrar el taller cuando se desplazaba a colocar o reparar persianas, porque no quería arriesgarse a que en ese tiempo llegara otro cliente y, al no encontrarlo, perdiera un encargo.

- ¿Se llevan bien ese Arturo y su padre?

- Sí, que yo sepa no hay ningún problema.

González se acerca hasta el taller de marras y lo encuentra cerrado todavía.

Pregunta a unas vecinas que están pegando la hebra con los carritos de la compra en posición de descanso.

- Es muy raro - contesta una cincuentona jamona teñida de caoba, muy arreglada ella -. El señor Arturo siempre tiene abierto el taller, incluso algunos domingos. Es muy trabajador.

O muy pesetero, piensa González. Bueno, tendría que ir al juzgado, pedir una orden de allanamiento y registro y ver que encontraba en aquel puñetero taller. Luego, después de todo el follón, el viejo aparecería en cualquier momento y contaría que había perdido la memoria o que había decidido echar una cana al aire, que ya le tocaba, aprovechando la erección anual. González suspira y se dirige hacia la parada del autobús para acercarse hasta el edificio de los juzgados. Si coge un taxi luego
tendrá problemas con el comisario para que autorice pagar la carrera.
El cerrajero que acompaña a González y al funcionario judicial para proceder a la apertura del taller del tal Arturo tiene que bregar un buen rato hasta conseguir abrir el herrumbroso candado que fija la persiana metálica al suelo. González arruga la nariz al olfatear a húmedo y rancio en el interior del local. Muy fuerte tiene que ser el hedor, piensa, porque suelo oler menos que un gato de yeso. Pasea lentamente, mirando los cachivaches y maquinitas iluminados por la luz exterior. Al fondo del establecimiento rectangular unas mamparas de aluminio y cristal forman un pequeño despachito. Hacia allí se dirige el policía. Entra en su reducido interior y ve, desdibujados por las luces y sombras de la escasa iluminación que llega desde la calle, una mesa metálica gris barata (por cierto, muy parecida a las que hay en la comisaría), una silla tapizada con una estropeada imitación de piel y un archivador de madera carcomida, más viejo que Matusalén. En un rincón hay un montón de cajas de cartón apiladas de cualquier manera.

- Desde luego, aquí no se han gastado mucho en decoración - oye González a su lado la voz de uno de los policías uniformados que le acompañan.

El inspector no le hace el menor caso y se dirige al montón de cajas. No le cuadran en aquel lugar; en el local hay suficiente espacio para arrinconarlas o lo que se quiera. Empieza a retirar las cajas, que se elevan hasta la altura de un hombre, y de una de ellas, al moverla, cae una navaja, no muy grande, de esas que suelen utilizar algunos obreros para cortar embutido, queso o pan en sus copiosos almuerzos. La hoja de la navaja está manchada de una sustancia oscura, entre rojiza y marrón oscuro. González continúa sacando las cajas con mayor diligencia, ayudado ahora por un policía y el cerrajero.

Tras la pila de cajas, estirado junto a la pared y encogido, está el cadáver de un hombre de setenta años o más. Alguien ha fregado lo que debió ser una mancha de sangre, dejando varios churretones en el suelo alrededor del muerto. El finado muestra dos o tres manchones oscuros como costras en el cuello.

Una hora después, García hijo solloza contenido, tras haber reconocido el cadáver de su padre. Al día siguiente, la policía detiene a Arturo Martínez, cuarenta y pocos años, soltero, dueño del taller de reparación de persianas y residente en la ciudad. El sujeto se hizo el sorprendido y pretendió haber estado de viaje los últimos días. Pero no pudo explicar, por qué el taller estaba cerrado con un cadáver con heridas de cuchillo en el cuello dentro ni tampoco por qué una navaja ensangrentada hallada cerca del muerto llevaba grabadas las iniciales A y M que, curiosamente coincidían con su nombre de pila y primer apellido. Entonces reconoció que sí, que había ido al taller y lo había encontrado abierto, que en su interior se había encontrado con el pobre García padre muerto, que se había asustado, había cerrado el taller y se había ido. Un ataque de pánico, justificó. Luego, pensó que un drogadicto con el mono había atracado al viejo. Aquélla era su navaja, pero siempre estaba en el taller y la podía haber cogido cualquiera.

Los policías presionaron al Martínez. Cuando lo detuvieron, conducía una camioneta de su propiedad (matrícula facilitada por la Dirección General de Tráfico) y en la caja llevaba un bidón vacío, un bidón grande de esos que su utilizan para guardar aceites de lubricar y petróleos, que podía contener un cadáver de tamaño reducido como el de García padre. Finalmente Martínez se rindió.
Había llegado a un acuerdo con García padre hacía un par de años. El viejo le ayudaba en la reparación de persianas y, además, siempre había alguien en el taller cuando él tenía que salir. Habían acordado que le pagaría diez mil pesetas a la semana. García padre había protestado, pero Martínez le había argumentado que ya cobraba noventa mil pesetas de jubilación y, además, se comprometió a aumentarle un diez por ciento cada año. García padre aceptó. No hubo problema
alguno en tanto Martínez pagó escrupulosamente los dos mil duros semanales a los que se había comprometido, pero García padre no se mostró conforme cuando el patrón le dijo una semana atrás que no podría aumentarle e incluso debería rebajarle el jornal semanal, porque las cosas iban mal: él también notaba la crisis. García padre no dijo nada de momento, pero en el día de ayer volvió sobre la cuestión y le dijo que había hecho averiguaciones y que podía denunciarlo a la Seguridad Social y a la Inspección de Trabajo. Martínez se imaginó la multa que tendría que pagar. Discutieron con mucha vehemencia y finalmente lo despidió. Pero García padre no cejó y le dijo que ahora seguro que lo denunciaba.

Martínez lo vio todo de color rojo y clavó varias veces la navaja con que solía cortar tacos de jamón en el arrugado cuello de García padre. Luego se asustó y huyó tras fregar como pudo las manchas de sangre, apilar las cajas y cerrar el taller.
Estuvo dando vueltas sin saber qué hacer, sin acabar de creerse la enormidad que había cometido hasta que concluyó que era un hombre y no un ratón y decidió entregarse a la policía.

Los policías que le interrogan le dicen casi a coro que no le creen y entonces Martínez; dice que bueno, que sí, que no tenía pensado entregarse sino coger el cadáver y arrojarlo al mar en el rompeolas, pero que había sido un accidente, que él no tenía la menor intención de cargarse a García padre.

- Un homicidio, tal vez sin premeditación, pero sí con alevosía, pero nunca
un accidente -, dice con mucha chufla el inspector González.
- ¿Mande? - pregunta Martínez sin comprender.

- Otro día con más tiempo, se lo cuento -replica González-. ¿Y no se le ocurrió que el ahora difunto también estaba en falta con la Seguridad Social y no le convenía denunciarlo a usted, alma de cántaro?
- Pues ahora que lo dice... - responde confundido Martínez.
García hijo definitivamente es huérfano. Y la vida es gris.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Depresión



Ramón era un hombre normal. No era guapo, pero tampoco era feo, por lo menos de los que destacan por su fealdad. Le faltaba bastante pelo: era muy calvo, pero eso no es ninguna desgracia; hay un montón de hombres calvos y no pasa nada. Los hombres clavos, por otra parte, seducen tanto o tan poco como los hombres con todo el pelo en su cabeza. Ya se sabe que si se considera la cuestión de ser calvo o no es pensando en las mujeres, pensado en que un calvo no hace tantas conquistas como un tío con pelo, pero eso no es cierto; es más, se dice que los calvos suelen tener una potencia sexual envidiable, pero tampoco se sabe con seguridad. Para compensar la falta de pelo en el cráneo, el hombre al que nos referimos se había dejado crecer un grueso y negro bigote que le tapaba la boca; bueno, negro del todo no, porque unas cuantas canas lo engrisecían. Ramón era un hombre de cuarenta y tantos años, de estatura mediana, bastante tímido, que vivía solo. Aparentemente era un hombre tan feliz o poco feliz como el resto de sus vecinos de escalera o de barrio. Tenía un trabajo fijo por el que le pagaban un sueldo que no estaba mal, pero que tampoco estaba bien. Salía con unos amigos que en realidad no eran amigos sino compañeros de matar el ocio o cómplices del aburrimiento colectivo, y, de vez en cuando, bastante de vez en cuando, tenía una aventura con una mujer que no era fea, pero tampoco bonita. Ramón no era un hombre con aficiones destacables, no le gustaba mucho leer ni tampoco escuchar música, no era coleccionista ni hacía trabajos manuales o artesanales, veía bastante la televisión y pasaba algunos ratos en el bar ante una cerveza que se vaciaba lentamente. No era un tipo muy inquieto, pero tampoco era pedazo de carne con ojos. Leía diarios deportivos y los domingos compraba un diario normal. Le gustaba el fútbol y un poco el baloncesto, y si transmitían una carrera de fórmula 1, se la tragaba entera. Tenía un vídeo que había comprado a plazos y cada fin de semana alquilaba unas cuantas películas. La vida de Ramón no era emocionante, era tranquila. Aburrida en realidad. Ramón había nacido en un pueblo pequeño y, como tantos, había llegado a la ciudad muy jovencillo para conseguir un trabajo estable y un sueldo que le permitiera sobrevivir con alguna dignidad. No había tenido la suerte que había soñado, pero no se quejaba. Acaso el problema de Ramón era que había cumplido una edad crítica, que hace tambalear a hombres como castillos. Ya no era tan joven, aunque te sientes joven, sobre todo en verano o primavera cuando ves pasar a las jovencitas con las carnes tersas y prietas y la sonrisa sin mancillar en el rostro. Luego está lo que esa edad influye en el trabajo; si no lo tienes, ya puedes despedirte y si no has alcanzado un puesto decente antes de los cuarenta, despídete también, porque ya no lo obtendrás. Es el momento de reconocerse tranquilamente a uno mismo que se ha fracasado, que todos los sueños se han ido a la porra. Todos los sueños de juventud, todos los proyectos de comerse el mundo, e evaporan y disuelven en el espacio infinito.

Hay hombres que son conscientes de ese desbarajuste entre sus sueños y lo que han conseguido, pero son capaces de pactar con su propio fracaso y continuar viviendo como si tal cosa. Y otros, no. No se sabe a qué categoría pertenecía Ramón, pero, con el paso del tiempo y el avance de la cifra de unidades tras la decena cuarenta, empezó a sentirse deprimido. Así las cosas, Ramón decidió ir al psiquiatra. Alguien de la familia le dijo que lo que le pasaba lo curaban los psiquiatras. Primero fue al psiquiatra de la seguridad social. Tras tres o cuatro sesiones, decidió que aquel tío no le ayudaría porque sólo lo atiborraba de pastillas que le hacían sentirse como un zombi y, como no respetaba la indicación de que no tomara alcohol mientras estuviera en tratamiento, no coordinaba demasiado. Por fin se decidió a consultar a un psiquiatra de pago y cayó en manos de un freudiano elemental. Aquel payaso, seguidor de uno de los más imaginativos literatos de la medicina contemporánea, atribuía todo lo que le ocurría a Ramón al odio hacia su padre y porque inconscientemente quería acostarse con su madre. Ramón estuvo a punto de romperle la cara y pensó que aquel imbécil no le resolvería el problema, pero se cabreó tanto que por unos minutos no se sintió deprimido. Ignorante del peligro que había corrido, el freudiano también le dijo que lo que le pasaba era que había deseado a muchas mujeres inalcanzables y no las había poseído nunca, lo que le causaba una frustración muy honda. A Ramón le cabreó la simpleza del psiquiatra. Claro que hubiera pasado más de una noche loca con la Sharon Stone, la Kim Bassinger o la Selma Hayek, pero eso no era nada especial; había miles y miles de tíos, posiblemente millones, que se encontraban en el mismo caso. Ramón, nada introducido en los escabrosos terrenos del complejo de Edipo y del regreso al vientre materno, pensó que ya se le pasaría la depre. Finalmente decidió prescindir del psiquiatra, de aquél o de cualquier otro, porque sólo le sacarían los cuartos. El coñac podía ser un buen compañero en los momentos bajos, pensó vagamente, sin saber que el alcohol, en cuestiones depresivas es como un quintacolumnista o un agente enemigo camuflado; te da una de cal y dos de arena y al final se lleva los planos secretos de la fortaleza, porque en realidad trabaja desde el principio para el enemigo y te deja el hígado, los riñones, el corazón y la cabeza hechos unos zorros. Al menos eso le dijo el cura de la parroquia una vez que fue a visitarlo "para conocer a las ovejas de mi rebaño", le había dicho. Ramón no se sentía oveja ni nada parecido, pero no envío al cura ya mayor a hacer puñetas, porque le pareció que no era mala persona y que lo de las ovejas lo decía sin mala intención. Ramón no hizo nada para combatir los momentos bajos de su vida, cada vez más frecuentes e intensos. Fue bajando poco a poco el pozo sin fondo de la depresión, acercándose al momento en el que ya no viera ninguna luz allá en lo alto de lo hondo en que había caído. Sólo un inexplicable e instintivo sentido de la propia dignidad, cierta vergüenza torera, le impidió abandonarse. Iba a trabajar con cara de funeral, veía la teje sin enterarse mucho de lo que veía, pero las cosas cada vez tenían menos razón de ser, cada vez tenía menos ganas de hacer nada y la energía se le escapaba del cuerpo como la sangre se derrama por una herida. Y llegó a aquel punto sin retorno en el que, como un letrista de tangos, se preguntó qué pintaba en este mundo absurdo. Y se lo preguntó tantas veces, y tantas veces se respondió que no tenía ni pajolera idea, que decidió quitarse de en medio.

Tras tomar la decisión, se dio cuenta de que no sabía cómo llevarla la práctica. Durante algunos días imaginó como podía acabar con su insulsa vida, pero todo era melodramático o difícil, complicado o doloroso. Él no tenía pistola a mano para pegarse un tiro y no estaba dispuesto a clavarse un cuchillo en el pecho o en el vientre, porque intuía que debía ser muy doloroso y no estaba dispuesto a abandonar este valle de lágrimas sufriendo. Una cosa era que la vida le importara un pimiento y otra que estuviera dispuesto a aguantar dolor. Tampoco se decidía a lanzarse desde la ventana porque su piso era un segundo e imaginaba que se rompería algo o se convertirla en un lisiado, empeorando su situación, pero no resolvería el problema; discurrió además que, aparte de que pegarse un leñazo sobre el asfalto, una caída así tenía que ser muy dolorosa. El veneno le tentaba pero no tenía la menor noción de química y no estaba dispuesto a beberse una botella de lejía porque le parecía recordar un caso que le habían contado en el bar de alguien que lo había hecho y no sólo no se había muerto sino que lo había pasado fatal con el estómago quemado. Ahorcarse con una cuerda le daba no sé qué, entre otras razones porque le recordaba las películas del oeste, ese tipo de muerte siempre lo había asociado a los criminales empedernidos y él no era ningún delincuente.

Por fin encontró la solución: el gas. El gas era limpio y tenía entendido que la muerte por gas era dulce y no te enterabas; justo lo que le convenía. La otra cuestión a dilucidar era cuándo lo haría, pero decidió que en el momento que sintiera muy fuerte el deseo de largarse de aquí, abriría la espita de la cocina y se tumbaría en el suelo a esperar suavemente la llegada de la Parca.

Durante unos días no vio llegado el momento hasta que le pareció idónea esa mañana fresquita de primavera en la que las gentes hacían lo que cada día sin mayor problema ni angustia y los coches atascaban las calles y las entradas a la ciudad, y los vagones de tren iban abarrotados de gentes soñolientas.

Esa mañana Ramón dijo que era el día. Se quedó en pijama porque pensó que era una pérdida de tiempo vestirse; luego tapó concienzudamente con toallas todas las rendijas de las ventanas y de la puerta de la calle para que el gas no se escapara; después se cerró en la cocina, puso trapos en la rendija inferior de la puerta que comunicaba con el pasillo y abrió todas las llaves de la cocinilla de gas. Finalmente se sentó en el suelo apoyando la espalda contra la pared. A esperar.

El gas escapaba rápido y se extendía por la pequeña estancia colmándola de olor a podrido pasado por agua. El gas salía, salía, salía...

Ramón miró el reloj: ya hacía unos minutos que salía gas y aún no notaba nada; ni desmayo ni dulzura ni nada de nada. Empezaba a impacientarse. ¡A ver si tampoco se podía matar! Se levantó y cerró la espita, abrió la puerta de la cocina y salió al pasillo. Toda la casa apestaba a gas. Ramón empezaba a cabrearse y ya no estaba seguro de que quisiera matarse. Se dirigió hacia el saloncito y cogió el paquete de cigarrillos. Ya se mataría otro día y con otro sistema; el del gas tampoco era fácil. Cogió el mechero y se dispuso a encender aburrido un cigarrillo. Ni matarse podía, ¡coño!

La explosión se oyó en varios kilómetros a la redonda y se rompieron muchos cristales de ventanas de casas y de coches estacionados en la calle. Mucha gente creyó que era un coche bomba hecho estallar por terroristas. El pisito quedó totalmente destrozado y la explosión de gas incluso reventó parte de la vivienda de al lado. Milagrosamente Ramón aún estaba vivo cuando llegó la ambulancia y se lo llevaron casi a trozos, pero lleno de horribles quemaduras.
Por fin Ramón murió al poco de llegar al hospital donde los médicos, con buen sentido y mejor criterio, no hicieron nada por prolongar su vida.

Hay una canción muy poética de un artista muy famoso, cuyo estribillo dice.
"Vivir para vivir, sólo vale la pena vivir para vivir". Pero Ramón nunca la comprendió. Quizás porque estaba deprimido.

(La pintura es de Carlos Castillo, un buen amigo)