miércoles, 10 de octubre de 2007

El muerto no está


La fosa estaba vacía. Vacía de verdad. Donde antes se veía una carísima y hermosa losa de mármol rosaceo veteado de gris con gruesas letras doradas, ahora sólo había un hueco de dos metros diez de largo por metro sesenta de ancho y ochenta y cinco de profundidad.
Y, por supuesto, el ataúd no estaba.
Un ataúd que no debió costar sacar de la tumba, porque el enterrado fue bajito y enteco en vida, y al morir aún encogió más. El auxiliar de sepulturero salió veloz y escandalizado del lujoso panteón. “¡Han robado el cadáver del ilustre prócer! ¡Han robado un muerto!”
Al día siguiente, la viuda el prócer recibió una extraña llamada telefónica. Debía depositar medio millón de euros en el lugar que se le indicaría, si quería recuperar el cadáver de su esposo.
“Estos tíos están locos. ¿Qué coño se han creído, que he aguantado lo que no está escrito para darles las perras a cuatro muertos de hambre?”, proclamó ante la vieja mucama que le había visto nacer. (En realidad no, la criada era una ecuatoriana sin papeles que su marido contrató cuando enfermó, pero ella era una mujer fantasiosa muy dada a los desvaríos propios de las novelas románticas).
Por supuesto que no pensaba pagar ni un duro por el muerto. Tenía fotografías, tenía vídeos en los que aparecía el fallecido, ¿para que quería un cuerpo que no tardaría ni tanto así en pudrirse?
Las fuerzas policiales se pusieron en marcha para esclarecer los hechos y, en cuanto fuera posible, detener a los responsables de tan descastado delito, pero de pagar nada de nada; en eso estaban de acuerdo con la viuda, no por nada concreto, sino porque era la costumbre.
“Los secuestradores del fiambre del prócer son tontos del haba”, sentenció el inspector encargado de la investigación. “Aquí no cuenta el factor tiempo, clave en cualquier secuestro que se precie, porque el cadáver no va a crear problemas ni se les va a morir. Lo que si hará será deshacerse con una peste que ni te cuento”. “Son gilipollas”, remachó. “Sólo por eso deben ser detenidos y entrullados”.
En meses anteriores, habían entrado a saco en varias tumbas y las habían vaciado. Profanado, decían los periódicos. Misterio. ¿Por qué una guarrería así? Pero, por suerte para la policía, eran tumbas de gente sin posibles, gente normal, gente corriente, que, de no sonar como chiste de mal gusto, se hubiera dicho que no tenían donde caerse muertos. Luego, apareció disperso por diversos lugares de la ciudad el saqueado contenido de las fosas en diversos y variados grados de putrefacción. Dos cráneos aparecieron cerca del río; un tronco de varón de avanzada edad (aún con bastante carne) se encontró entre las ramas bajas de un roble; un par de piernas aún en buen estado, tiradas sobre un banco del parque… Aparte de la histérica difusión de rumores, fantasías y psicoparanoias varias por toda la ciudad, en realidad no se había movido un dedo para averiguar lo ocurrido, por qué había sucedido y, sobre todo, quien había sido el cabrón o enfermo mental responsable de tan macabras acciones. Pero, claro, pignorar el cadáver de un prócer... eso era harina de otro costal.









La policía de todo el mundo, cuando no sabe qué coño pasa, detiene a unos cuantos pringados para salvar la cara. El modelo a seguir lo marcó el jefe de policía de Casablanca, en la película del mismo nombre.
Cuando Rick le pega un tiro a un oficial de las SS y llegan unos policías al lugar de los hechos, el capitán Renaud (jefe de policía) explica y ordena a sus subordinados: “Han matado al mayor Strasser. Arresten a los sospechosos”. Bueno, pues los polis encargados de resolver el caso del secuestro del cadáver del ilustre prócer hicieron tal cual, y metieron entre rejas a unos cuantos chorizos y amigos de lo ajeno, porque en algún momento de su errática y jodida vida se habían dedicado a robar tumbas, panteones e incluso establecimientos de pompas fúnebres; que hay que tener cuajo para robar en una funeraria. No tenían demasiada fe en esas detenciones, pero hacían algo, y, mira, tú, igual sonaba la flauta por casualidad. Y la flauta sonó.
Sabido es que los delincuentes se caracterizan por un escaso sentido de la ética, así como por una reducidísima conciencia moral y, además, son unos chivatos del copón. Como esa vocación de acusicas parece pareja con la de quebrantar la ley, alguno de los arrestados señaló a Doroteo, un mangante de tres al cuarto que no estaba en sus cabales.
¡A bodas me convidas! La poli montó un operativo por todo lo alto, avisó a las teles (para que constara su veloz eficiencia en vivo y directo o diferido), se dirigió rauda y armada al barrio marginal de ‘Las Piltrafillas’ y rodeó la barraca del Doroteo.
Cogido por sorpresa, el chorizo no pudo huir. Los maderos encontraron en el interior de la choza inmunda un busto en bronce del prócer que había presidido el panteón, prueba circunstancial, pero irrefutable, del delito. También encontraron un diario personal en el que el desgraciado había descrito (con numerosas faltas de ortografía y aún mas de sintaxis) sus fúnebres latrocinios, así como un esqueleto completo (que resultó ser falso, de poliuretano) y un libro de Iker Jiménez (firmado por el autor) en el que el televisivo augur demostraba que los muertos nunca mueren del todo. Pero del occiso, nada de nada.
¿Y el cadáver del prócer? Le había salido mal la jugada, confesó asustado, porque la viuda no estaba dispuesta a soltar ni calderilla para conservar los mortales restos del que fuera su esposo. Y eso que él fue transigiendo en posteriores llamadas telefónicas -les explicó- hasta aceptar devolver el muerto por dos o tres mil euros que le servirían para salir del mal momento que estaba pasando y no hacer el ridículo ante sus compañeros del hampa. Pero ella, que era un mujer muy dura, que ni hablar. Entonces, por no saber qué hacer, tiró el cadáver al río, porque, además, atufaba hasta el desmayo.
En un descuido de los polis que registraban concienzudamente el inmundo tabuco, Doroteo, humillado por su fracaso, intentó quitarse la vida ingiriendo de golpe una botella de orujo gallego, pero la rápida intervención de un madero le salvó, porque apenas le dio tiempo de beber el equivalente a un par de chupitos. Después, y habiéndole permitido beber con moderación un par de chupitos más para ahuyentar el disgusto, confesó entre hipidos y sollozos etílicos que el prócer le había arruinado la vida cuando lo despidió tres años atrás de una de sus empresas, y con el secuestro sólo intentaba sacar algo de pasta por los escuálidos restos mortales de quien le había jodido vivo, que total ya estaba muerto. Un poco de dinero para ir tirando. Doroteo no explicó a los polis que él sólo fue uno más de los seiscientos ochenta y siete currantes que fueron a la puta calle cuando el prócer trasladó la fábrica a Laos, porque allí podía pagar unos sueldos aún más de risa.
¿Y la viuda? Tan ricamente, porque ya tenía el pretexto perfecto para no ir al cementerio: no estaba el muerto. Finalmente, agradecida, le metió a Doroteo en el peculio (la cuenta corriente de los presos de la cárcel) algo de dinero. Y es que a ella le daba un yuyu tremendo ir a los camposantos.