domingo, 25 de noviembre de 2007

Desquite

El hombre, vestido de azul celeste, está herido y la sangre mana del vientre a borbotones. Es calvo de escándalo. Y también tiene heridas en una mano y un brazo, menos graves. Le han disparado y está en un arcén de la autovía circular, antes de la entrada al túnel, como si lo hubieran dejado caer en marcha. Los automóviles pasan a su lado como si no. Tal vez no lo vean. O sí y no quieren meterse en líos.
Una ambulancia lo vislumbra en la noche y se detiene junato al tiroteado. Intentan auxiliarlo. Pero ya no pueden. Se muere.
Otro tipo, también de azul celeste, también hortera, camina por la calle Salitre. Son más de las doce de la noche. En la confluencia con la calle de la Fe, un tipo que no parece venir de rezar el rosario, le clava concienzudo unas puñaladas en la espalda. El hombre grita y se vuelve, más asombrado que asustado, y cae al suelo sucio de salivazos. El asesino huye. El caído perece. Una ventana se abre y asoma un vejestorio del que no se puede determinar sexo, si aún tiene alguno. “¡Socorro, policía!” grita inútilmente, luego se desmaya.
Sobre el asfalto de la calle Segovia, un hombre con gorra, vestido de azul, agoniza en medio de un charco de sangre. No se aprecia que esté roto, pero está destrozado. Para desguace. Arriba en el viaducto, sobre la calle transversal, dos tipos se sacuden las manos, como quien acaba un esforzado trabajo bien hecho, y se van sin prisa. Uno guarda un preocupante parecido con el apuñalador de la calle Salitre.
Las pantallas de metacrilato, que flanquean el viaducto para disuadir suicidas, no han sido obstáculo.
Un jubilado del edificio próximo tiembla tras la persiana echada, recordando el aullido de horror que lo ha despertado. No le castañetean los dientes de puro pavor, porque los tiene en el interior de un vaso con agua. Como todas las noches.
Tres horteras, tres cadáveres, aunque no por cursis.
(The previous month, o sea, un mes antes)
Un guardia civil de la aduana del aeropuerto, con pinta de estudiante aprovechado de biológicas, mira sin compasión al viajero en silla de ruedas. El sujeto debe andar por los cuarenta. El guardia se fija en las piernas del impedido.
“Piernas raras ¿no?”.
El minusválido contiene la mala hostia evidente que pugna por emerger.
“No son piernas, son prótesis”.
El guardia enarca las cejas, tal vez queriendo saber.
“Amputadas tras un accidente”, explica el lisiado con ojos llameantes.
“Perdone”, replica el de verde sin el menor ánimo de disculpa. “¿Por qué la silla entonces?”. “Con las prótesis me canso”, explica el otro. "Y por estética. La gente se espanta de los muñones".
Unos metros atrás, tres tipos maduros tirando a pochos, vestidos de azul hortera, esperan turno para el trance aduanero.
“Somos el trío Caleuche”, explica el mayor, un tío sin un pelo de tonto ni de los otros, que muestra obsceno una calva brillante como si la hubiera encerado. “Conjunto musical chileno”, añade encantado. El guardia civil encoge los hombros, indiferente. Los mandos les tienen dicho que no confraternicen con el personal.
“De fastuosa gira musical”, continúa el plasta. “En la que ofreceremos al querido público español nuestras últimas creaciones” explica otro miembro del trío, almibarado hasta provocar diabetes .
“Ya”, acota el agente de verde sin importarle un huevo. Se pone severo. “Este pasaporte caduca en seis días. Van a tener que acabar la gira antes de empezar”, ironiza. Entrega el pasaporte del calvo enorme a un colega de verde como él y le murmura algo al oído. “Un momento” explica educado al musical trío, pero tiene expresión de querer trincar a alguien.
El de la silla de ruedas cree que ha acabado el trámite aduanero y se va. Se marcha con prisa. Otro guardia le dice: “Espere”. No lo dice con mala intención, pero le sale con cierta música amenazante, tal vez porque los horteras de azul la están liando con el pasaporte casi caducado y poniendo de los nervios a los guardias civiles, que son muy jóvenes. Voces elevadas, advertencias sordas, avisos educados de los de verde, usted no sabe con quien está hablando de los de azul… El inválido se enerva, arranca y acelera. Se equivoca y en vez de entrar por lo que creía cinta aeroportuaria deslizante, se precipita por una escalera mecánica.
El batacazo es para podio de juegos olímpicos. Al pie de la traicionera escalera, las descuajeringadas prótesis, cada una por su lado, descubren sendas nutridas bolsas de polvo blanco, que no parece azúcar ni harina.
Furgoneta verde cerrada desde el aeropuerto a la ciudad. Celda mal oliente, tipo con caspa abundante y halitosis que escribe a ordenador lo que declara y miente el de la silla de ruedas, y un tío serio con cara de juez de guardia (quien casualmente es un juez que le ha tocado guardia) que contempla indiferente al declarante.
El cuarentón de la silla de ruedas ha ido a parar con sus amputadas piernas (sin prótesis, enormes muñones) a un módulo de la prisión de preventivos. Delito contra la salud pública por intentar introducir diez kilogramos de cocaína de elevada pureza pone en algún lugar de los papeles escritos.
El tullido tiene ahora por delante nueve o diez años (incluso once según qué señoría le juzgue). Años para meditar. Aquel terceto musical más cursi que un repollo con lazos es responsable de este mal paso.
El lisiado ha situado la silla bajo una especie de porche alargado en el patio del módulo. Concentrado. Un anciano de cabello y barba largos y canosos, amarilleados hasta el asco, barre sin entusiasmo el suelo de cemento alisado y agrietado, ayudado de una escoba roñosa y un recogedor sucio. Le cogieron con dos maletas repletas de farlopa, el tío. Cuenta a quien quiera escucharlo, que no entiende cómo sospecharon de él, porque, en aquel entonces, tenía una venerable y respetable pinta de abuelo. El impedido lo mira indiferente en tanto crece en sus adentros una rabia sorda, sorda y profunda como una sima marina. Un preso con gafitas y pelo de rata, de unos cuarenta y muchos inviernos muy mal llevados, camina decidido a lo largo del patio hasta que un muro de quince metros le obliga a dar la vuelta, y vuelta a empezar. Otros tres internos andan en sentido transversal, como si fueran a algún sitio, pero a los treinta metros también han de girar. En la prisión no se va a ningún lado.
El minusválido contempla a otros dos encarcelados que fuman sentados en un banco de cemento con cara de aburrimiento universal. Un preso mulato asoma la jeta por la puerta de la reducida peluquería que da al patio. “¿Alguien para raparse?” pregunta sonriente a todos y a nadie.
¡Diez años con esa tediosa, plomiza y oscura porquería! El impedido está furioso, quiere estar furioso, necesita estar furioso. Para que la rabia le impulse, para que le alimente el odio y le mantenga intensa la voluntad de venganza. Aquellos tíos irrisorios…
Le quitaron el grueso de la coca, el que ocultaba en las prótesis, pero, para su sorpresa, no revisaron la silla de ruedas. Una codicia sin límite y una ambición sin freno le habían hecho rellenar algunos recovecos del artilugio rodante. Para gastos e imprevistos, pensó. Además habrá suficiente para algún encargo que otro.
En la cárcel de preventivos entra y sale la gente. No entran por una puerta y salen por otra, como la ignorancia popular denuncia. Salen por la misma puerta por la que entraron. Pero entran y salen, eso es una realidad. Y en la cárcel se hacen amigos. O socios. Y se hacen negocios, contratos. Tal vez.
Y, en el ínterin, la rabia fértil y, finalmente, el desquite.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Una indecencia

El hombre de azul oscuro con gorra de plato echó un chorro pulverizado del extintor sobre las últimas llamas. Eran las cuatro de la madrugada y la furgoneta calcinada, ahora humeante, había sido estacionada en medio de la nada. Era un descampado más allá de las últimas casas del último barrio de la zona más marginada de la ciudad.
“Trabajo de camarera en un bar de copas, pero me sentí fatal, ya sabe, la cosa de cada mes, y el jefe me dejó salir antes. No me suelo encontrar mal cuando me viene la cosa, pero…”
“Eso es irrelevante, señorita”, la interrumpió bruscamente el policía local, que abultaba como un armario ropero.
“Bueno, pues entonces, cuando estaba cerca del barrio –continuó mosqueada la moza- me pareció ver fuego, pero pensé, ¿cómo va a haber fuego en medio del campo? Fui y me acerqué, y sí, había fuego. No podía ser un accidente de coche, porque era el campo, entonces me dije, tengo que llamar a la policía y cogí el móvil…”
Otro policía de azul oscuro con chaleco amarillo chillón y fluorescente se acercaba tras inspeccionar los restos de la quemada furgoneta.
“Ahí dentro hay dos fiambres asados, bueno, muy chamuscados” explicó con cierta emoción.
“Vaya, no es que un cabrón le haya pegado fuego a su viejo vehículo para ahorrarse el papeleo de darlo de baja”, dijo el grandón.
El asunto se les iba de las manos, sólo eran guindillas municipales, y, con harto dolor de su corazón, tuvieron que dar parte a la Policía Nacional. Bueno, tuvieron que dar todo, olvidarse y continuar poniendo multas por estacionamiento indebido.
El forense determinó que los socarrados eran hombre y mujer. También aseguró que no se habían quedado por su voluntad en el interior de la furgoneta ardiente: ambos tizones humanos tenían las manos atadas con cable telefónico. A partir de ahí, se inició la investigación científica de todas las humanas guarrerías de dentaduras, adn y demás vainas, que les permitieron averiguar que los fiambres a la brasa y muy pasados eran Tiburcio, transportista de profesión, soltero, y María Asunción, peluquera a domicilio, casada con Heliodoro, funcionario municipal, de baja indefinida por depresión bipolar intermitente.
Los polis del grupo de homicidios fueron a ver a Heliodoro para comunicarle la triste y terrible noticia. Cuando los inspectores notificaron al reciente viudo que su esposa se había convertido en un tizón y había otro tizón de varón con ella, el sujeto hizo como que lloraba, se hundía y tal, pero lo cierto es que representó fatal el número del desespero conyugal.
Este cabrón sobreactúa que se sale, pensó uno de los inspectores, quien en su tiempo libre formaba parte de un grupo de teatro del barrio, al que se había apuntado por recomendación de su psicoterapeuta argentino para combatir la ansiedad que le producía en ocasiones el ejercicio de su profesión.
Los policías decidieron llevárselo a la comisaría para apretarle los tornillos, con la socorrida excusa de que necesitaban hacerle algunas preguntas. Pero nada. Tuvieron que soltarle y uno de los polis, el actor aficionado, decidió seguirle a ver qué pasaba.
El poli siguió con discreción al viudo durante unos días. El jefe del grupo de homicidios autorizó el seguimiento, porque no aparecen todos los días un par de fiambres a la parrilla. El inspector llegó a la conclusión de que la vida de Heliodoro era más anodina y aburrida que un conserje de museo instalado en un barrio de trapicheo de drogas al detall. Pero Juan Enrique, que así se llamaba el inspector, no quedó satisfecho por la ausencia de indicios de lo que fuera. ¡Aquella ausencia de dolor auténtico! ¡Aquella infame sobreactuación de película española de destape de los ochenta!
Entonces decidió girar la investigadora mirada hacia otro lado, el de las víctimas, y visitó el domicilio de Tiburcio. No se molestó en obtener permiso alguno y entró con la ayuda de un juego de ganzúas que había adquirido en el Rastro tiempo ha.
El evidente piso de solterón, desordenado y algo guarro, olía a cerrado. Juan Enrique registró el salón, el dormitorio, la cocina e incluso la minúscula terraza que daba a una calle estrecha atiborrada de automóviles de modelos pasados de moda, aparcados a ambos lados de la misma. Encontró algunas revistas puercas y restos casi fosilizados de alimentos en la nevera, pero nada que sugiriera que el muerto pudiera haber estado metido en algo sospechoso.
Antes de marchar desalentado, notó que le apretaba la vejiga con urgencia y entró en el reducido cuarto de baño para aligerarla. Encendió la luz mortecina de una polvorienta bombilla de cuarenta vatios y se dio un pequeño susto, porque creyó que había alguien. Comprobó aliviado que era él mismo, reflejado en el mugriento espejo sobre el estrecho lavabo. Echó una prolongada meada, salpicando alrededor del retrete como es habitual entre varones (policías o no), se sacudió la herramienta hasta que se desprendió la última gota (era muy cuidadoso con esos detalles) y se dispuso a salir. Pero entonces le pareció ver algo escrito en el sucio espejo. Abrió del todo la puerta del cuarto de baño y encendió la luz del recibidor, que era por lo menos de sesenta vatios.
Sobre el espejo alguien había escrito con pasta dentífrica: PARA QUE APRENDAS A NO FOYARTE A LAS MUJERES DE LOS DEMAS, CABRON.
Adulterio implícito, pensó, además de una evidente falta de ortografía, se dijo a sí mismo. Y se fue tan contento, porque había averiguado el posible motivo del doble asesinato con fogata incluida.

Volvieron a convocar a Heliodoro y está vez no sólo le apretaron los tornillos, también las tuercas, las arandelas y los remaches. Y Heliodoro, que era un varón asténico de escasa fuerza de voluntad con personalidad frágil y rudimentaria, cantó. Cantó con lujo de detalles la Traviata, Tosca, Carmen, L’ora e fuggita y los Nibelungos, y no cantó la Flauta Mágica de Mozart, porque se quedó sin aliento de tanto hablar (aparte de que estaba convencido de que Mozart era una marca carísima de perfume).
Sí, confesó, él había escrito la dentífrica pintada en el baño de Tiburcio. Había entrado en le piso con la llave del finado que tenía su no menos finada mujer. Sí, reconoció, estaba al tanto de que su mujer, Maria Asunción, se entendía, sexualmente hablando, con Tiburcio, con quien copulaba por lo menos dos veces por semana, según le había reconocido su extinta esposa. No, no le importaba la adultera coyunda, de hecho le iba bien, porque de ese modo su mujer no le daba la vara reclamándole el débito conyugal y él se podía deprimir a su aire tan ricamente. Él no estaba para trotes sexuales a causa de una impotencia coeunde (es decir, que no conseguía levantarla ni con grúa), causada por la bipolaridad depresiva y la consiguiente terapia farmacéutica. Es más, Tiburcio tenía el detalle de hacerle llegar de vez en cuando algún regalito que otro por los cornupéticos servicios prestados.“¿Entonces porque los mató?, preguntó completamente confundido el policía-actor. “¿Y porque dejó una pista tan clara en el espejo del muerto?”, metió baza el otro (el que no era actor aficionado), que por cierto tenía un nariz como un picaporte (lo que le había creado cierto complejo de marginado en el Cuerpo), pues percibía que quedaba fuera de juego.
“Lo escribí para despistar, pero calculé mal”, contestó a la segunda pregunta Heliodoro. “Pensé que averiguarían enseguida que yo era un consentido y creí que esa pintada les confundiría”.
“Alma de cántaro, intervino el otro poli, que no estaba dispuesto a quedar fuera del ceremonial indagatorio. ¿No ve que hemos ido a parar a usted en un santiamén? ¿Por qué le mató si no le importaba que se tirara a su señora e incluso le estaba agradecido?”
“Porque quiso hacerme chantaje”
Los polis se miraron con el compartido interrogante de no entender nada, habida cuenta de que sabían que no estaban beodos, pues hacía horas que no probaban ni una gota por estar de servicio.
“A ver, a ver, ¿de qué coño nos habla? Ah, y por cierto”, le aclaró el policía actor, “que se lo quería decir hace rato: ‘foyarte’ está mal escrito, es con elle, follarte. ¿Comprende?”
“Sí, pero ya sabe que en Madrid confundimos el sonido ye con la elle, mejor dicho, no sabemos pronunciarlo. En cuanto a lo del chantaje, les digo la verdad”
Heliodoro bebe un largo trago de agua del vaso que le han puesto hace un rato, cuando parecía que se quedaba sin habla de tanto que había cantado. Dejó el vaso medio vacío sobre la mesa metálica gris del cuarto de interrogatorios y se dirige ora a uno ora a otro policía, para que ninguno se moleste por ignorarlo.
“El tío no se conformó con lo que tenía, que era beneficiarse a mi María Asunción que, no es por presumir, pero estaba más buena que el pan. Hace unos días vino a decirme que le tenía que pagar bastante dinero en concepto de daños y perjuicios. Primero aluciné y luego lo eché a broma, porque Tiburcio era muy patoso gastando bromas, y finalmente como lo vi muy convencido, le pregunté que por qué regla de tres tenía que pagarle”.

“Porque tu querida mujercita me ha pegado un VPH de cojones”, me explicó. “Yo, claro, no tenía ni pajolera idea de qué me hablaba. Primero pensé que era el sida ese, pero me percaté de que las letras no eran las mismas, el otro es VIH. Pero como Tiburcio era bastante bruto creí que era un error propio de un medio analfabeto. Pues no. Las letras esas significan ‘virus de papiloma humano’. Y yo me quedé de piedra”
“Pero, ¿qué nos cuenta usted, coño?”, dijo cabreado el poli narizotas, sobre todo porque no entendía un carajo de qué leche les hablaba el sospechoso.
“Lo que yo les diga. El virus de papiloma humano se instala en cualquier lugar, pero en las señoras tiene tendencia a hacerlos en sus partes bajas y blandas. ¿No sé si me comprenden?”
“Claro que te entendemos, capullo”, abandonó la cortesía y los buenos modales el poli de la napia descomunal, “¿o crees que somos tontos?”.
“No, no”, aclaró algo acojonado Heliodoro. “El caso es que Tiburcio dijo que había contraído uno de esos VPH en la boca, ¿saben?”.
“¿Y que tenía que ver el papiloma de Tiburcio con tu mujer?”, interrogó el poli-actor. Heliodoro vaciló.
“Pues que una de las prestaciones sexuales que mi mujer le exigía era… el cunilinguo”, explicó atribulado el cornudo y presunto asesino.
“¿Qué?”, volvió a cabrearse el de la gran nariz que, por cierto, atendía por Torcuato José. Pero su compañero entró al quite, porque no tenía ganas de bronca y sí de acabar de una puta vez, que tenía ensayo a primera hora de la tarde.
“Lametones en los genitales exteriores, Torcuato. Cunilinguo es…”, quiso esclarecer el poli actor.
“… comerle la cosa a una mujer, ¿no?”, se dio por enterado Torcuato José. “Joder, que refinados con la palabrería”.
“Sí”, ratificó Heliodoro. “El caso es que Tiburcio le atribuía a mi mujer ese contagio y, al querer saber yo por que razón tenía que pagarle nada por un simple papiloma vírico, me insistió con cara de circunstancias que el riesgo de contraer cáncer de boca era más elevado si tenía un VPH, por lo tanto…”
“Complicado el asunto”, incidió Torcuato José, impresionado y calmado del todo.
“El caso es que Tiburcio estaba convencido de que era así, pero yo podré ser bipolar, pero tonto no, y también me documenté en Internet, leyendo artículos médicos y todo eso Y averigüé que lo dicho por el finado era cierto, pero no exactamente cómo me lo había contado
“Y ¿cómo era?” preguntó ya aburrido Juan Enrique
“Pues que para que mi mujer le hubiera contagiado el papiloma vírico humano en la boca, Tiburcio tenía que haber practicado el cunilinguo seis o siete veces por semana.
“¿Y?”, interpeló el policía Juan Enrique.
“Que eso ya me pareció un abuso, una indecencia en realidad. ¡Y encima quería cobrármelo! Entonces decidí matarlo”.
“¿Y por qué también a su mujer si había consentido su adulterio hasta entonces?
“Por viciosa”.
Heliodoro se pasará unos cuantos añitos en el talego hasta que le den el primer permiso penitenciario. Por moralista.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Avisad a mi madre

Las muñecas le sangran con abundancia, pero el majadero ríe. No lo hace con estruendo, como sería propio de un loco, sino con cierta suavidad, pero el muy cretino se ríe. Y está loco.
Esa es la razón por la que está internado en la planta de psiquiatría de la enfermería de la cárcel. Esa planta es la tercera del edificio de la enfermería; en las otras dos hay pacientes con otras dolencias y patologías, pero no están chalados. O no consta. A Antolín lo encerraron ahí en cuanto llegó.Le pegó una paliza a su madre, ya mayor, y los vecinos de al lado, hartos ya, vencieron el miedo miserable que induce a no meterse nunca en los problemas de los demás y llamaron al 091.
La madre quedó con el brazo izquierdo roto, la mandíbula desencajada, moretones por todo el cuerpo, el rostro sangrante, dos dientes rotos y, sobre todo, un dolor en el alma que nadie podría describir. Y Antolín fue a parar ante un juez que lo facturó de inmediato para la prisión.
Hace ya un mes y medio que está encerrado.
La tercera planta de la enfermería es la única que está completamente chapada, cerrada en la jerga carcelaria, y los pirados que en ella residen no pueden salir si no van acompañados de alguien del servicio médico, funcionario de prisiones o un interno de apoyo, un preso que ayuda a los locos que no está mal de la cabeza y que vive con ellos.
Antolín ríe, mientras la sangre que mana de sus muñecas, cortadas con una lata de coca cola despanzurrada, se mezcla con el agua de la bañera, formando un charco entre rojo oscuro y varías gamas de rosáceo, porque Antolín se ha metido en la tina, aunque parece improbable que lo haya hecho para no manchar.
“¡Antolín!” ¿Qué coño estás haciendo?
Quien vocifera sin disimular la preocupación angustiosa es Rafael, un interno de apoyo que descendió a lo más profundo de los infiernos y sale lentamente desde que está en la cárcel. Un funcionario y un enfermero se acercan con rapidez al estrépito de los golpes en la puerta y las risas que suben de volumen y se desquician.
“¿Qué pasa?” – interroga el funcionario.
“Antolín está ahí dentro y no quiere salir” explica el preso de apoyo.
“¡Antolín!, grita el funcionario, abre en seguida o de ésta te envío a Herrera de la Mancha”
Cesan las risas y a los pocos segundos se oye el roce de algo contra el metal y se abre la puerta.
“¿Cómo coño ha podido encerrarse?, pregunta el funcionario de prisiones a Rafael”. El preso se encoge de hombros. “Hay unos cuántos modos de hacerlo sin necesidad de ser ingeniero”.
“La próxima vez, estate al tanto o serás tú el que salga disparado a otro centro penitenciario”, gruñe el funcionario.
Rafael vuelve a encogerse de hombros.
Por la puerta abierta se ve a Antolín y al enfermero que ha entrado y le venda con precipitación una muñeca con un pañuelo.
“Ayúdame”, le pide el sanitario a Rafael. Éste le ofrece otro pañuelo sucio con el que el enfermero le hace apresuradamente un torniquete sobre la otra muñeca.
“Que alguien limpie todo este cristo” ordena el funcionario sin dirigirse a nadie en particular. El cuarto de baño está inundado de agua sucia rojiza y rosada.
Al llegar al cuarto de curas, Antolín se zafa del enfermero que le sujeta los brazos mal vendados con pañuelos y se da cabezazos contra un armario metálico hasta que le sangra la frente. El funcionario, que los ha acompañado hasta la puerta entra en tromba, coge a Antolín por el cuello, le da golpes detrás de las rodillas hasta que el preso cede y cae al suelo.
“¡Pedid ayuda!” exige al enfermero y al preso de apoyo.
Unos cuantos minutos después, Antolín está atado sobre una camilla en tanto que el enfermero le cura los cortes de las muñecas y otro le inyecta un sedante en el brazo.
“Avisad a mi madre de lo que ha pasado” dice poco antes de que el fármaco le sumerja en una estado de duermevela inconsciente.
“Pero ¿qué coño busca este tío?”, quiere saber el funcionario, que es banstante novato y se ha quedado junto la puerta todo el tiempo.
“Llamar la atención, por eso quiere que se lo digamos a su madre”. Le explica Rafael.
“¿Y eso?”, inquiere confuso el funcionario.
“La pobre mujer no tiene un duro y no le puede ingresar dinero en el peculio*, explica el interno de apoyo, pero a Antolín eso no le importa y la chantajea con estos numeritos para que la mujer se sienta culpable”.
“Además de loco este tío es un cabrón con pintas”, sentencia el funcionario.
Antolín duerme por fin, pero no es el sueño de los justos.

*La cuenta corriente que los presos tienen en la cárcel, donde se les guarda el dinero que posean