Una ambulancia lo vislumbra en la noche y se detiene junato al tiroteado. Intentan auxiliarlo. Pero ya no pueden. Se muere.
Otro tipo, también de azul celeste, también hortera, camina por la calle Salitre. Son más de las doce de la noche. En la confluencia con la calle de la Fe, un tipo que no parece venir de rezar el rosario, le clava concienzudo unas puñaladas en la espalda. El hombre grita y se vuelve, más asombrado que asustado, y cae al suelo sucio de salivazos. El asesino huye. El caído perece. Una ventana se abre y asoma un vejestorio del que no se puede determinar sexo, si aún tiene alguno. “¡Socorro, policía!” grita inútilmente, luego se desmaya.
Sobre el asfalto de la calle Segovia, un hombre con gorra, vestido de azul, agoniza en medio de un charco de sangre. No se aprecia que esté roto, pero está destrozado. Para desguace. Arriba en el viaducto, sobre la calle transversal, dos tipos se sacuden las manos, como quien acaba un esforzado trabajo bien hecho, y se van sin prisa. Uno guarda un preocupante parecido con el apuñalador de la calle Salitre.
Las pantallas de metacrilato, que flanquean el viaducto para disuadir suicidas, no han sido obstáculo.
Un jubilado del edificio próximo tiembla tras la persiana echada, recordando el aullido de horror que lo ha despertado. No le castañetean los dientes de puro pavor, porque los tiene en el interior de un vaso con agua. Como todas las noches.
Sobre el asfalto de la calle Segovia, un hombre con gorra, vestido de azul, agoniza en medio de un charco de sangre. No se aprecia que esté roto, pero está destrozado. Para desguace. Arriba en el viaducto, sobre la calle transversal, dos tipos se sacuden las manos, como quien acaba un esforzado trabajo bien hecho, y se van sin prisa. Uno guarda un preocupante parecido con el apuñalador de la calle Salitre.
Las pantallas de metacrilato, que flanquean el viaducto para disuadir suicidas, no han sido obstáculo.
Un jubilado del edificio próximo tiembla tras la persiana echada, recordando el aullido de horror que lo ha despertado. No le castañetean los dientes de puro pavor, porque los tiene en el interior de un vaso con agua. Como todas las noches.
Tres horteras, tres cadáveres, aunque no por cursis.
(The previous month, o sea, un mes antes)
Un guardia civil de la aduana del aeropuerto, con pinta de estudiante aprovechado de biológicas, mira sin compasión al viajero en silla de ruedas. El sujeto debe andar por los cuarenta. El guardia se fija en las piernas del impedido.
“Piernas raras ¿no?”.
El minusválido contiene la mala hostia evidente que pugna por emerger.
“No son piernas, son prótesis”.
El guardia enarca las cejas, tal vez queriendo saber.
“Amputadas tras un accidente”, explica el lisiado con ojos llameantes.
“Perdone”, replica el de verde sin el menor ánimo de disculpa. “¿Por qué la silla entonces?”. “Con las prótesis me canso”, explica el otro. "Y por estética. La gente se espanta de los muñones".
Unos metros atrás, tres tipos maduros tirando a pochos, vestidos de azul hortera, esperan turno para el trance aduanero.
“Somos el trío Caleuche”, explica el mayor, un tío sin un pelo de tonto ni de los otros, que muestra obsceno una calva brillante como si la hubiera encerado. “Conjunto musical chileno”, añade encantado. El guardia civil encoge los hombros, indiferente. Los mandos les tienen dicho que no confraternicen con el personal.
“De fastuosa gira musical”, continúa el plasta. “En la que ofreceremos al querido público español nuestras últimas creaciones” explica otro miembro del trío, almibarado hasta provocar diabetes .
“Ya”, acota el agente de verde sin importarle un huevo. Se pone severo. “Este pasaporte caduca en seis días. Van a tener que acabar la gira antes de empezar”, ironiza. Entrega el pasaporte del calvo enorme a un colega de verde como él y le murmura algo al oído. “Un momento” explica educado al musical trío, pero tiene expresión de querer trincar a alguien.
“Piernas raras ¿no?”.
El minusválido contiene la mala hostia evidente que pugna por emerger.
“No son piernas, son prótesis”.
El guardia enarca las cejas, tal vez queriendo saber.
“Amputadas tras un accidente”, explica el lisiado con ojos llameantes.
“Perdone”, replica el de verde sin el menor ánimo de disculpa. “¿Por qué la silla entonces?”. “Con las prótesis me canso”, explica el otro. "Y por estética. La gente se espanta de los muñones".
Unos metros atrás, tres tipos maduros tirando a pochos, vestidos de azul hortera, esperan turno para el trance aduanero.
“Somos el trío Caleuche”, explica el mayor, un tío sin un pelo de tonto ni de los otros, que muestra obsceno una calva brillante como si la hubiera encerado. “Conjunto musical chileno”, añade encantado. El guardia civil encoge los hombros, indiferente. Los mandos les tienen dicho que no confraternicen con el personal.
“De fastuosa gira musical”, continúa el plasta. “En la que ofreceremos al querido público español nuestras últimas creaciones” explica otro miembro del trío, almibarado hasta provocar diabetes .
“Ya”, acota el agente de verde sin importarle un huevo. Se pone severo. “Este pasaporte caduca en seis días. Van a tener que acabar la gira antes de empezar”, ironiza. Entrega el pasaporte del calvo enorme a un colega de verde como él y le murmura algo al oído. “Un momento” explica educado al musical trío, pero tiene expresión de querer trincar a alguien.
El de la silla de ruedas cree que ha acabado el trámite aduanero y se va. Se marcha con prisa. Otro guardia le dice: “Espere”. No lo dice con mala intención, pero le sale con cierta música amenazante, tal vez porque los horteras de azul la están liando con el pasaporte casi caducado y poniendo de los nervios a los guardias civiles, que son muy jóvenes. Voces elevadas, advertencias sordas, avisos educados de los de verde, usted no sabe con quien está hablando de los de azul… El inválido se enerva, arranca y acelera. Se equivoca y en vez de entrar por lo que creía cinta aeroportuaria deslizante, se precipita por una escalera mecánica.
El batacazo es para podio de juegos olímpicos. Al pie de la traicionera escalera, las descuajeringadas prótesis, cada una por su lado, descubren sendas nutridas bolsas de polvo blanco, que no parece azúcar ni harina.
Furgoneta verde cerrada desde el aeropuerto a la ciudad. Celda mal oliente, tipo con caspa abundante y halitosis que escribe a ordenador lo que declara y miente el de la silla de ruedas, y un tío serio con cara de juez de guardia (quien casualmente es un juez que le ha tocado guardia) que contempla indiferente al declarante.
El cuarentón de la silla de ruedas ha ido a parar con sus amputadas piernas (sin prótesis, enormes muñones) a un módulo de la prisión de preventivos. Delito contra la salud pública por intentar introducir diez kilogramos de cocaína de elevada pureza pone en algún lugar de los papeles escritos.
El tullido tiene ahora por delante nueve o diez años (incluso once según qué señoría le juzgue). Años para meditar. Aquel terceto musical más cursi que un repollo con lazos es responsable de este mal paso.
Furgoneta verde cerrada desde el aeropuerto a la ciudad. Celda mal oliente, tipo con caspa abundante y halitosis que escribe a ordenador lo que declara y miente el de la silla de ruedas, y un tío serio con cara de juez de guardia (quien casualmente es un juez que le ha tocado guardia) que contempla indiferente al declarante.
El cuarentón de la silla de ruedas ha ido a parar con sus amputadas piernas (sin prótesis, enormes muñones) a un módulo de la prisión de preventivos. Delito contra la salud pública por intentar introducir diez kilogramos de cocaína de elevada pureza pone en algún lugar de los papeles escritos.
El tullido tiene ahora por delante nueve o diez años (incluso once según qué señoría le juzgue). Años para meditar. Aquel terceto musical más cursi que un repollo con lazos es responsable de este mal paso.
El lisiado ha situado la silla bajo una especie de porche alargado en el patio del módulo. Concentrado. Un anciano de cabello y barba largos y canosos, amarilleados hasta el asco, barre sin entusiasmo el suelo de cemento alisado y agrietado, ayudado de una escoba roñosa y un recogedor sucio. Le cogieron con dos maletas repletas de farlopa, el tío. Cuenta a quien quiera escucharlo, que no entiende cómo sospecharon de él, porque, en aquel entonces, tenía una venerable y respetable pinta de abuelo. El impedido lo mira indiferente en tanto crece en sus adentros una rabia sorda, sorda y profunda como una sima marina. Un preso con gafitas y pelo de rata, de unos cuarenta y muchos inviernos muy mal llevados, camina decidido a lo largo del patio hasta que un muro de quince metros le obliga a dar la vuelta, y vuelta a empezar. Otros tres internos andan en sentido transversal, como si fueran a algún sitio, pero a los treinta metros también han de girar. En la prisión no se va a ningún lado.
El minusválido contempla a otros dos encarcelados que fuman sentados en un banco de cemento con cara de aburrimiento universal. Un preso mulato asoma la jeta por la puerta de la reducida peluquería que da al patio. “¿Alguien para raparse?” pregunta sonriente a todos y a nadie.
¡Diez años con esa tediosa, plomiza y oscura porquería! El impedido está furioso, quiere estar furioso, necesita estar furioso. Para que la rabia le impulse, para que le alimente el odio y le mantenga intensa la voluntad de venganza. Aquellos tíos irrisorios…
Le quitaron el grueso de la coca, el que ocultaba en las prótesis, pero, para su sorpresa, no revisaron la silla de ruedas. Una codicia sin límite y una ambición sin freno le habían hecho rellenar algunos recovecos del artilugio rodante. Para gastos e imprevistos, pensó. Además habrá suficiente para algún encargo que otro.
En la cárcel de preventivos entra y sale la gente. No entran por una puerta y salen por otra, como la ignorancia popular denuncia. Salen por la misma puerta por la que entraron. Pero entran y salen, eso es una realidad. Y en la cárcel se hacen amigos. O socios. Y se hacen negocios, contratos. Tal vez.
Y, en el ínterin, la rabia fértil y, finalmente, el desquite.
¡Diez años con esa tediosa, plomiza y oscura porquería! El impedido está furioso, quiere estar furioso, necesita estar furioso. Para que la rabia le impulse, para que le alimente el odio y le mantenga intensa la voluntad de venganza. Aquellos tíos irrisorios…
Le quitaron el grueso de la coca, el que ocultaba en las prótesis, pero, para su sorpresa, no revisaron la silla de ruedas. Una codicia sin límite y una ambición sin freno le habían hecho rellenar algunos recovecos del artilugio rodante. Para gastos e imprevistos, pensó. Además habrá suficiente para algún encargo que otro.
En la cárcel de preventivos entra y sale la gente. No entran por una puerta y salen por otra, como la ignorancia popular denuncia. Salen por la misma puerta por la que entraron. Pero entran y salen, eso es una realidad. Y en la cárcel se hacen amigos. O socios. Y se hacen negocios, contratos. Tal vez.
Y, en el ínterin, la rabia fértil y, finalmente, el desquite.