jueves, 28 de junio de 2007

Lo arreglamos ahora

El hombre mayor, setenta o algo más, se puso un abrigo que el tiempo y el uso habían tornado delgado. A finales de octubre, hacia el anochecer, ya hace frío. O a partir de ciertas edades se siente más. Salió a la calle decidido, como quién conoce muy bien a dónde va, pero antes de abandonar el poco confortable piso entró en la cocina y cogió algo después de mirar en los cajones de la alacena.

Con paso firme, el hombre mayor avanzó sin tener en cuenta a la gente que había a su alrededor. Las tiendas estaban cerradas desde hacía rato y sólo algunos bares y cafés reflejaban sus amarillentos interiores en los no demasiado bien iluminadas calles de aquel barrio extremo de la ciudad. El hombre mayor aún tenía tiempo, pero de hoy no pasaba. No le tomarían más el pelo. Era mejor hacer frente al problema de una vez para siempre y luego que fuera lo que Dios quisiera.

El hombre mayor andaba y andaba. No muy deprisa, pero tampoco como si fuera de paseo. Tenía tiempo suficiente para hacer lo que debía y que sólo él puede hacer.

Las calles del barrio extremo de la ciudad van quedando vacías, pero el hombre mayor de abrigo delgado no parece darse cuenta. Mira la placa con el nombre de una calle y se detiene. Ya esta cerca. Busca un lugar en el que su presencia sea discreta, se coloca en el quicio de un portal y espera.

Desde otro lugar del barrio, otro hombre mayor regresa a casa; es algo chaparro y se cubre con una racial boina negra. De dónde viene no tiene importancia ni tampoco qué ha estado haciendo. Ahora ya no. El hombre va abrigado con un chaquetón de piel vuelta, rematado con una pelliza de lana marrón porque el frío arrecia. El hombre mayor piensa, como ha hecho tantas veces en los últimos meses.

Piensa en que le queda muy poco tiempo para abandonar el trabajo, para jubilarse. En menos de quince días atravesará la sutil frontera de los sesenta y cinco años que separa a un hombre activo de otro en barbecho permanente. Todo continuará aparentemente igual, pero todo será diferente. Eso le desazona. Ahora las cosas tienen para él una importancia relativa y muchas quedan por el camino sin resolver. Qué más da.

El hombre mayor de boina negra apresura el paso porque nota que el frío se le mete en los huesos. Sube por la calle empinada y llega a la esquina de un pasaje estrecho. Ahí vive.

Se detiene algo sorprendido. En el quicio de la puerta de su casa hay una sombra, la sombra de alguien que está quieto, esperando.

- Buenas noches, hombre - dice el hombre mayor de unos setenta años y abrigo casi ralo que surge de la oscuridad -. No tengas tanta prisa.

El hombre mayor tirita porque también el siente la traidora humedad de la anochecida que se mete dentro de uno sin avisar, sobre todo a ciertas edades.

- Hola, hola - dice el otro aliviado al ver quién era el que le hablaba -, no te había conocido. Me has dado un buen susto. Ven, hombre, entra en casa que aquí hace un relente que te deja tieso.

Y el hombre saca la llave del bolsillo del chaquetón y se dispone a abrir el portal.

- No - le interrumpe el otro -. Hemos de hablar.

- De acuerdo - concede el segundo hombre mayor, pero no tanto -, pero hagámoslo dentro donde estaremos más calentitos.

- No - insiste el hombre que se ocultaba en el quicio del portal -, ha de ser ahora mismo y aquí. Yo no tengo frío y, si lo tengo, me aguanto, como te vas a aguantar tú. No puedo esperar más, no voy a ningún otro sitio a hablar. Hay que arreglarlo ahora.

El hombre mayor del chaquetón se queda mirando al que ha hablado con cierta sorpresa y una sombra de temor. ¿Qué puñeta le pasa? Siempre se habían llevado bien. ¿A qué vienen esas urgencias?

- Escucha - le responde un poco amostazado -, si te has vuelto loco, lo siento. Si quieres hablar y no quieres entrar en mi casa, vayamos a un bar, pero yo no me quedo en medio de la calle. ¡Hala, adiós!

Y, tal como lo dice, el hombre mayor que va abrigado con un chaquetón empieza a andar, queriendo dejar atrás al furibundo hombre del abrigo raído.

Durante un segundo el tiempo se detiene y luego se emborrona como si la escena se aguara y desfigurara. El hombre mayor del abrigo gastado ha sacado un cuchillo de cocina del bolsillo y ha apuñalado repetidamente la espalda del otro hombre de edad avanzada con un rictus de rabia que le desfigura el rostro.

- Te digo que esto lo arreglamos ahora - repite con voz ronca mientras clava el cuchillo una y otra vez en el cuerpo sorprendido del hombre del chaquetón que finalmente se derrumba lentamente sobre la acera ensangrentada.

El mundo vuelve a detenerse un instante y el agresor se queda quieto, encogido, con el cuchillo que sujeta con la mano derecha goteando rojo, mirando el cuerpo inerte del anciano del chaquetón. Una llamada histérica de teléfono alerta a la policía. "¡Han matado a un hombre!". Y una sirena suena a los pocos minutos y las luces parpadeantes tiñen de azul la escena del hombre con el cuchillo en la mano y el otro tendido a sus pies. Desde los portales y los establecimientos, y desde las ventanas de los pisos de cincuenta metros, acechan entre miedosos y fascinados los ojos curiosos de los vecinos. Como en un sueño, el hombre del abrigo raído es esposado, metido en un coche policial y conducido a la comisaría. Una ambulancia llega con estrépito inútil y parpadeos amarillentos para recoger el cuerpo del hombre del chaquetón.

En un cuartucho de comisaría, el hombre del cuchillo de cocina espera sin esperanza mientras se inician las idas y venidas, las preguntas, las miradas y el papeleo que le llevarán a un pasillo oscuro del que no puede ver el final. Uno de los guardias uniformados que le vigilan le ofrece un cigarrillo y, aunque hace tiempo que lo dejó, el hombre lo acepta, lo enciende, tose y aspira sin placer. Se acerca un hombre de paisano de unos cuarenta años y mirada cansada.

- El hombre que usted ha apuñalado no ha llegado vivo al hospital. ¿Me oye? Lo han ingresado ya muerto.

El hombre mayor que está fumando no dice nada ni mira al policía que le ha hablado. La salita se llena de un silencio agrio.

- ¿Por qué? - pregunta suavemente el policía de paisano.

- Me tomaba el pelo. Me quería engañar - responde con voz quebradiza.

- ¿Engañar? - insiste el poli.

- Le compré un piso hace un tiempo y nunca encontraba el momento para t escritura de compraventa ante el notario - explica con una sombra de ira.

- ¿Y eso es motivo para matar a un hombre? - pregunta sorprendido el policía.

El hombre mayor del abrigo raído le mira lleno de rabia.

- ¡Nadie me toma el pelo!

En el depósito de cadáveres el cuerpo del hombre que iba con chaquetón empezaba a ponerse rígido.

domingo, 24 de junio de 2007

Ensañamiento

-¿Ha forzado el brazo?
- No, creo que no. Nunca me había pasado algo así.
El hombre, treinta y pico años, cicatriz en mejilla izquierda, está sentado en una camilla del centro de urgencias del barrio; un centro de chicha y nabo.
- Pues no lo entiendo - dice la enfermera, una mujer madura que ha visto más de lo que hubiera deseado -. Sufres una dislocación del brazo de lo más curiosa.
- Pues será curiosa, pero me duele un montón- le replica el sujeto de la cicatriz.
- Ahora lo arreglamos. Tienes que haber forzado mucho este brazo.
La mujer indica a la auxiliar, una jovencita lánguida con pelo de rubio paja, que prepare todo. Un chaval de once años asoma por la puerta del consultorio.
- Mamá, me voy a jugar al parque.
La mujer madura se vuelve hacia el chico con expresión severa.
- ¿Qué haces aquí? Tendrías que estar en casa haciendo los deberes. ¿No te tengo dicho que no vengas a interrumpirme al trabajo?
Pero el chaval ya no la escucha y ha salido disparado hacia la calle. En la acera, dos colegas de su edad con las mismas caras de pillo.
- Vamos - dice el muchachuelo. Y salen los tres a la carrera al parque a cien metros.
El parque merecía tal nombre cuando fue inaugurado por el alcalde, años atrás. Entonces, además de los grupitos de árboles, había amplias extensiones de césped japonés, espesos matorrales que daban hermosas flores en primavera, bancos de madera y alguna que otra fuente. Hoy es un bosquecillo ralo con matorrales descontrolados, enormes calvas de tierra seca y no queda un banco entero ni por caridad. Pero los chavales disfrutan de lo lindo, porque el desangelado parque es un buen escenario de imaginadas aventuras.
Los tres pillastres llegan al parque a la carrera. Se dirigen a un árbol muerto y bien muerto, que conoció mejores tiempos y aún no se ha derrumbado, de cuyo hueco sacan unos trozos de madera que, con algo de imaginación, utilizan como si fueran fusiles o metralletas. Corriendo uno tras otro, los chicos se adentran en un grupito de chopos desmochados que hay en una pequeña hondonada.
- ¡Hostia! - el exabrupto ha surgido espontáneo de la boca del hijo de la madura enfermera del centro de urgencias.
- ¿Qué pasa Gabriel? - pregunta el más larguirucho de los tres.
- ¡Hostia, hostia! - responde el chaval con voz de espanto.
Los otros dos compinches se acercan y comprueban con pavor qué aterra a su compañero. En el fondo de la pequeña hondonada hay un hombre estirado con la cara, la cabeza y el pecho destrozados y ensangrentados. Los tres muchachuelos se acercan cautos y temblorosos, pero el hombre no se mueve.
- ¿Está muerto? - pregunta sin tenerlas todas consigo el tercero del grupo, un chico gordito con el pelo del color de las zanahorias.
Y, como obedeciendo a una consigna, los tres arrancan a correr gritando como locos.
- ¡Un muerto, un muerto!
El coche zeta de la Policía Nacional circula a treinta por hora por el barrio. Es lo reglamentario, cuando están de patrulla ordinaria. El conductor echa una ojeada que otra a su alrededor de vez en cuando, pero el que mira con atención a ambos lados de la calle es el agente que se sienta a su lado,
- Esos chicos... - cabecea el policía del asiento del copiloto.
- ¿Qué pasa? - pregunta el conductor.
- Tres chavales que van voceando como energúmenos. ¡Jodidos críos! Van a topar con alguien con mala leche y se van a ganar lo que no está escrito... Espera.
- ¿Qué?
- Que esos chicos no están jugando. Para.
El policía sale apresuradamente del automóvil antes de que su compañero lo haya detenido del todo y se dirige hacia los tres amigos que corren por la acera, pero, en cuanto ven al agente uniformado, frenan y se miran entre sí, sin saber qué hacer.
Un tiempo después, varios coches de policía, una ambulancia y un coche del juzgado han entrado en el desarbolado parque del barrio y se han estacionado cabe la pequeña hondonada. Unos funcionarios se mueven arriba y abajo, se supone que haciendo su trabajo. Un inspector contempla sorprendido el cadáver ensangrentado.
- En mi puta vida he visto cosa igual - dice en voz baja, como si estuviera en una iglesia llena de gente rezando -. Y eso que he visto... ¡Dios!, la de cosas que he llegado a ver.
- Como Falstaff de Shakespeare, supongo, pero nunca se acostará sin saber una cosa más - le dice el forense que, tras examinar el muerto, se ha puesto a su lado.
- ¿Qué? - pregunta confundido el inspector que no ha captado la culta e irónica insinuación del forense. Ese forense siempre lo lía todo -. ¿De que me habla?
- Falstaff, un personaje de Shakespeare, solía decir que había que ver cuanto había visto en su azarosa vida – le esclarece el forense.
- Y eso ¿qué tiene que ver con lo que tenemos aquí? – dice irritado el policía.
- No tiene nada que ver. Disculpe. Si quiere coger al autor de esta carnicería, sepa quién haya hecho el trabajito probablemente sufra unos severos problemas osteomusculares - afirma muy serio el forense.
- ¿Qué quiere decirme, coño? - inquiere algo mosca el inspector, al que no le gustan los tecnicismos de los médicos y no se acostumbra a ellos.
- Esa cara y ese cráneo machacados sólo han podido quedar así dándole a este tipo unos golpes de la rehostia - explicó el forense, bastante mal hablado para ser médico y funcionario judicial -. Golpes para los que ha tenido que echar el brazo hacia atrás de tal manera, con tanta brusquedad, que casi seguro se le ha resentido.
- ¿Habla en serio? - pregunta el inspector, que no sabe si el forense se cachondea.
- Muy en serio. Pero han tenido que ser dos necesariamente para conseguir ese resultado. Uno lo ha apuñalado a gusto unas diecisiete veces y el otro lo ha golpeado hasta que no ha podido más con un objeto contundente, pero muy irregular.
- ¿Irregular?
- Algo que tenía cantos, esquinas o salientes puntiagudos.
Inspector y forense han llegado hasta los coches estacionados. Junto a un coche zeta, hay dos policías nacionales uniformados, los que vieron correr y gritar como locos a los tres niños que descubrieron el fiambre, y, al lado, los chavales.
- Así que he de buscar a un tipo con el brazo dolorido - comenta irónico el inspector. El forense se encoge de hombros -. Bueno, eso es fácil, sólo tengo que preguntar a todos los médicos y enfermeras del barrio y avisar a las comisarías de la ciudad para que estén atentos a todos los tíos que vayan a los hospitales o ambulatorios con severos problemas musculares en los brazos.
El comisario interrumpe su sarcástico discurso. Gabriel, aunque el policía no sabe que se llama así, intenta atraer su atención tironeándole del extremo de la chaqueta.
- ¿Qué pasa, chico? Oíd - se dirige a la pareja uniformada - deberíais llevar a estos muchachos a la asistenta social, a ver si necesitan atención psicológica o lo que sea.
- Yo he visto un hombre al que le dolía mucho el brazo - dice Gabriel con voz tan clara que los cuatro adultos lo oyen a la perfección.
- ¿Qué dices, chaval? - pregunta de inmediato el forense.
- Hace un rato, en el centro de urgencias. Mi madre trabaja allí como enfermera - explica ufano el mocoso - Había un hombre que le dolía muchísimo el brazo. Lo tenía...
- Dislocado - completa el médico judicial.
- Eso. Se lo oí decir a mi madre. Y tenía una cicatriz en la cara.
Mala suerte. Mira por donde, por un chavalín se le cae a uno el pelo. Luís Antonio González González fue detenido muy pocas horas después de cometer su delito en compañía de su cómplice Ramón Gómez Gómez, que, naturalmente, fue trincado porque el primer apresado no estaba dispuesto a comerse el marrón el solito.
- ¿Han cantado? - pregunta al inspector el policía uniformado que vio a los chicos.
- Más que Pavarotti y Plácido Domingo juntos. Nada, una banda de mierdas que traficaba al por menor con caballo y el muerto quiso pasarse de listo, quedándose con una parte para venderla por su cuenta. Los otros le invitaron a unas copas y después de una tarde de juerga fraternal lo machacaron vivo. El Gómez lo apuñaló y el otro le trabajó la cara y el cráneo con una especie de bate de béisbol.
- ¡Qué bestias!
- Pues no lo sabes todo. Previamente al trabajito, habían clavado tachuelas en el extremo del bate de béisbol. Para joder más.
- ¡Rehostia!
- Y has de saber que el bate con tachuelas quedó astillado.
El policía uniformado sale precipitadamente hacia el lavabo sin ver la sonrisa sardónica del inspector. A los pocos minutos regresa con la tez pálida:
- ¿Cómo es posible? - pregunta con voz debilitada.
- La condición humana - sentencia el inspector.
- ¡Joder con la condición humana!





jueves, 21 de junio de 2007

Desnudo

Un trabajo basura como otro. Vigilante nocturno es vivir al revés del mundo. Los demás duermen y tú, despierto. Pero a los cuarenta y pico años, un empleo es un milagro. En la empresa de toda la vida, lo pusieron de patitas en la calle. Uno al que conocía de la taberna, le comentó que Automóviles Jogarpi (ingeniosa combinación de las silabas iniciales de José García Pino) buscaba un hombre maduro para vigilante. Le hicieron contrato de seis meses y se lo habían renovado un par de veces. No le pagaban mucho, sólo un día de fiesta semanal, sin pagas extraordinarias y no le habían hablado de vacaciones, pero cada mes entraba algún dinero.
El vigilante mataba el tiempo divagando. No había mucho que hacer. El dueño era un concesionario de automóviles de lujo, que vivía en el ático del mismo edificio. La cercana presencia del dueño convertía el trabajo en inquietante, porque el tal Jogarpi –un sesentón achulado que presumía de mucha pasta y de mujer de bandera- podía intentar sorprenderlo.
El vigilante se dispuso a hacer una ronda. Oyó un ruidito.
-¡Mierda! – susurró.
Se acuclilló, sintió un preocupante crujido en la espalda y avanzó a cuatro patas hacia el ruido, mientras se acordaba de la madre y demás familia del dueño quien había jurado que en su casa no habría armas. Si hubiera tenido una pistola… Un fulano intentaba abrir un automóvil.
Retrocedió a cuatro patas y se dirigió como un gato hacia donde estaba el teléfono. Muy despacito marcó el número de la policía.
- Policía, dígame - contestó una voz grave.
Le dio la impresión de que se oía por todo el establecimiento.
- Soy el vigilante nocturno de Jogarpi.
- ¿Qué dice? - preguntó el guardia mosqueado, temiendo ser víctima de un bromista nocturno.
El vigilante casi deletreó el mensaje: alguien intentaba robar un coche. Esta vez el policía lo entendió.
- Ahora se dirige hacia allí un coche patrulla - informó.
- No utilicen la sirena cuando lleguen, - susurró el vigilante.
- ¿Cree usted que somos tontos? - se cabreó el policía.
El vigilante colgó el teléfono y, de nuevo a gatas, se dirigió a la puerta de la calle y la abrió con cuidado, mirando hacia la avenida por donde llegaría el coche policial.
Tres minutos y medio después, que al atemorizado vigilante le parecieron una hora, un automóvil zeta de la policía apareció, muda la sirena.
El coche se detuvo en silencio ante la puerta del establecimiento. Dos policías bajaron también en silencio del vehículo con la mano sobre la funda de la pistola automática.
- ¿Dónde está el sospechoso? - preguntó el uniformado más joven.
- En el patio - explicó el vigilante.
- Vamos allá - dijo el otro poli.
Pistola en mano, se dirigieron cautelosos como gatos hacia el patio, seguidos por el vigilante.
- Ahí está - susurró el vigilante, al ver erguida la sombra que lo había atemorizado. Pero no era una sombra. Era una figura pálida, demasiado blanca en noche cerrada.
- ¡Leche – no pudo evitar el grito un policía! - ¡Está en pelotas!
Y, mientras aseveraba tal cosa, guardó la pistola, convencido de que el sospechoso no llevaba encima nada que supusiera amenaza.
Un hombre aún joven corría desnudo por el patio buscando la salida. Los dos polis fueron tras el nudista.Tras unas fintas, como si jugaran a rugby, los policías se lanzaron sobre el hombre que pretendía huir, pero con esa prudencia táctil propia de todo varón heterosexual obligado a entrar en contacto con el cuerpo desnudo de alguien del propio sexo.
- ¡Estate quieto, leche! - gritó el guardia de más edad, sujetándolo por los brazos con poca convicción, evitando tocar según qué partes del cuerpo del perseguido como si fueran material incandescente.
El hombre se revolvió y le dio al policía un mordisco de armas tomar.
- ¡Me ha mordido! - gritó el agente de la ley, como si no fuera evidente.
La feroz mordedura ahuyentó los últimos escrúpulos de los policías y el más joven agarró con fuerza al presunto ladrón por una zona corporal masculina especialmente dolorosa.
La resistencia acabó al instante.
Al policía mayor tuvieron que ponerle ocho puntos en el brazo y el fulano desnudo fue a parar a los calabozos de Jefatura, pero no dijo ni mu.
- A ése lo ha abducido un OVNI y luego lo ha soltado – comentó sarcástico el policía más joven.
Pero no. El despelotado fue a parar a preventiva prisión, hasta pagar la fianza de tres mil euros impuesta por el juez. Su señoría lo procesó por allanamiento y robo frustrado con agravante de nocturnidad, desestimando la de escándalo público.
En la relativa salvaguarda del patio del módulo cuatro, el misterioso nudista, decentemente vestido, confesó a un colega (encerrado por intentar pasar como equipaje de viaje por Barajas una maleta con quince kilos de cocaína), que no pretendía robar ningún automóvil, sino marchar a casa sin problemas. Y vengarse.
No era un muerto de hambre; tenía un digno empleo de representante de adornos y colgantes para automóvil. El despelotado había retozado con la señora de García Pino, a la que conoció y sedujo en el ejercicio de su comercial tarea y, habiendo sido descubierto por el ofendido concesionario, éste le sustrajo la ropa, que arrojó a la caldera de calefacción.
¿Cómo iba a ir desnudo hasta el otro extremo de la ciudad?

jueves, 14 de junio de 2007

Se llamaba Matildo

Se llamaba Matildo y pertenecía a una raza en extinción. Algo de lo que sin duda él no era consciente. Tal vez por eso no esperaba su muerte y la muerte le sobrevino sin aviso alguno. Como a tantos.
Un día apareció frío y yerto. Maritza, que lo quería más que a su vida, se desesperó. Maritza vivía con él y era una mujer entrada en carnes, pero aún de buen ver, que rondaba la frontera de la infertilidad; esa época femenina de sofocos y molestias con turbaciones varias. Quizás por eso, Maritza había puesto toda su ilusión en Matildo. Casi con exceso. La muerte del macho la sumió en la desesperación, en la pena más negra y honda, pero, tras casi ahogarse en llanto y estar en un tris de agotar el lagrimal, Maritza empezó a hacerse preguntas. Y a responderse.
La muerte de Matildo no había sido natural. Matildo estaba sano y fuerte. Matildo se alimentaba bien (ya se cuidaba ella de que así fuera), descansaba sus horas, se daba sus gustos y caprichos y no tenía más tareas ni trabajos que elegir lugares frescos donde dejarse adormecer por el sol tibio de las tardes primaverales. Era obvio que vivía como un rajá y gozaba de excelente salud.
Y Maritza llegó a la terrible conclusión: habían asesinado a Matildo. ¿Quién podía tener el malvado interés de acabar con la vida de un ser tan maravilloso?
Maritza no tuvo que recorrer muchos vericuetos mentales para sospechar quién había podido cometer tan horrible crimen. Sólo dos personas podían ser responsables de la muerte de Matildo. Sólo dos personas muy cercanas, brujas, torticeras y envidiosas podían haberse atrevido a atentar contra Matildo.
¿Qué ganaban con la muerte de Matildo? Era absurdo, pero claro, diáfano, pensó Maritza: no resistían que, pared por pared, alguien fuera feliz, en tanto ellas se hundían día tras día en la más zafia, vulgar y tediosa vida. Una vida sin amor, sin ternura, sin el menor aliciente.
Cuando estuvo convencida de que así había sido, Maritza enterró profundamente toda la tristeza que la invadía y una sola idea la penetró con ferocidad. Un solo motivo la mantendría viva. Uno solo: la venganza.
Se puso la faja que le reducía la figura (comprada en una teletienda), se vistió con su mejor vestido, se calzó sus zapatos más caros, se maquilló suavemente y se dirigió al juzgado.
- Quiero denunciar una muerte violenta – proclamó segura y serena al oficial que la recibió.
Ella era una señora y su venganza sería con todas las de la ley. Absolutamente legal. La ley daría su merecido a aquellos seres tan inicuos.
Un rato después, un juez venerable de blanca barba y ni un pelo de tonto ni tampoco de los otros en la monda cabeza, tras escucharla con atención, le aseguró que se haría justicia. La primera diligencia que ordenó su señoría fue realizar la autopsia del cadáver del fallecido Matildo.
A Maritza se le encogió el corazón, porque sabía que eso significaba despanzurrar a Matildo, pero también sabía que era el primero de los pasos dolorosos a dar para que quienes habían cometido tan horrible fechoría comparecieran ante la justicia y pagaran. Maritza ya le había dicho al juez que la mayor sospecha del delito recaía sobre sus vecinas de tantos años, Milagros y Milagritos, madre e hija, dos seres deleznables con los que no había tenido problemas porque ella había hecho caso omiso a vejaciones y provocaciones.
Maritza, corazón fuerte, quiso estar cerca de Matildo cuando lo redujeran a despojos y montó silenciosa y respetuosa guardia cerca del establecimiento en el que un profesional abría de arriba abajo y de un lado a otro al llorado Matildo. No transcurrió demasiado tiempo cuando salió del lugar un hombre alto con gafas de gruesos vidrios colocándose bien la chaqueta.
- ¿Qué…? – le preguntó Maritza, en tanto sofocaba un sollozo que pugnaba por romper y surgir.
- Sus sospechas de muerte provocada eran fundadas, señora. Envenenado con matarratas. Sin la menor duda; no soy experto en venenos, pero de éste tengo alguna experiencia, porque algunos de mis clientes han muerto por ingerirlo. Sobre todo perros falderos, que suelen ser muy glotones y han perdido buena parte del instinto de conservación.
Y don Herminio, el veterinario más antiguo del pueblo, se dirigió al juzgado a informar a su señoría de su hallazgo.
Maritza se sentó en un banco de la plaza próxima. Ahora la denuncia continuaría su curso y sus vecinas lo pagarían muy caro. Lo pagarían caro porque a ella Matildo (un excepcional gallo semental) le había costado sus buenos euros. Confiaba en que el juez fuera justo e implacable y condenara a madre hija a pagar una elevada indemnización, por el perjuicio que la habían causado a su negocio de cría de pollitos.
Tal vez así, pudiera consolarse de la pérdida.

(Nota del autor: No es ficción. Ocurrió en un pueblo del nordeste de España que un juez ordenó hacer la autopsia de un gallo, muerto en circunstancias raras)

miércoles, 6 de junio de 2007

Puñetera testosterona

Era una mujer joven, rubia teñida y casi desnuda. En realidad, sólo era el cuerpo exánime de una mujer joven, rubia teñida y casi desnuda. Había sido bonita y lo visible era un cuerpo voluptuoso. Quién fuera la había dejado de cualquier manera junto al interior del portal de entrada de un edificio de pisos de la calle N. Unos vecinos, que regresaban de juerga prolongada hasta las seis de la mañana, la descubrieron. En realidad la descubrió una pareja de Policía Municipal, porque los vecinos no podían entrar, pues el cadáver extendido impedía abrir el portal. Sin saber qué ocurría, reclamaron la ayuda de los guardias. Los policías locales avisaron a los de la secreta.
Los inspectores de Policía no sabían quien era. Además de estar medio desnuda, en la escasa ropa conservada no había nada que la identificara. Los policías se pusieron a trabajar, a buscar huellas, indicios, restos de sangre, algún cabello que otro; esas cosas. Escudriñaron el portal y subieron por la escalera, husmeando todos los rincones, para que no se les pasara nada por alto.
- El cuerpo ha sido arrastrado desde la primera puerta del tercer piso - habló el inspector más veterano -. El que haya hecho esta faena es bastante burro.
Llamaron con energía a la puerta sospechosa, poniéndose cada policía a un lado por si las sorpresas, pero no creyeron necesario sacar sus armas. Aporrearon la madera, pero no respondió nadie.
- Hay que entrar - dijo el más veterano y el otro se fue. Sacó un cigarrillo negro y lo encendió con parsimonia. Subió un tramo de escalera y se sentó en un escalón desde el que podía controlar la puerta de marras. Nueve cigarrillos después, el compañero regresó con una autorización judicial para allanar aquella vivienda.
- Lo siento, no he podido llegar antes - se excusó el policía al ver la cara de mala gaita del compañero -. Hay un tráfico del copón. Ahora vienen del juzgado.
Era un piso sencillo, tirando a cutre. Linóleo pringoso de un color dudoso en el suelo para que se disimularan las abundantes manchas, papel estampado agobiante en paredes y muebles de baratillo, incluido un sofá de algún material plástico de chillón color rojo que imitaba la piel muy mal.
En el salón había una chaqueta femenina, una blusa transparente desgarrada y un sujetador de mujer de color negro tirado de cualquier manera y con el cierre roto. En el suelo de linóleo, bajo un mueble ajado, había una fotografía medio rota, hecha en una sala de fiestas, en la que se veía a una mujer joven con cara de mala leche, muy parecida a la que ahora era sólo cadáver. El policía veterano cogió la fotografía y se la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
No hacía falta ser muy agudo para deducir que en aquel saloncito había pasado algo. Había algunas manchas de sangre, un par de sillas tumbadas en el suelo, el sofá de material plástico movido, un florero horrible roto, y un pie de lámpara de mesa con manchas de sangre y algunos cabellos; la pantalla de la lámpara estaba en un rincón. Los policías husmearon como podencos y recogieron cabellos, ropa, restos del jarrón y el pie de lámpara, por si las huellas. Lo metieron todo con orden en bolsas transparentes de plástico en las que escribieron números con lápiz graso rojo y sus firmas. El forense y el representante del juez de guardia llegaron después. El forense, con la imperturbable actitud de los de su ramo, y el representante del juez con cara de pocos amigos.
La muerta había estado en aquel piso, murmuró el del juzgado, aunque eso lo veía hasta el más lerdo, y el forense explicó, provisionalmente, claro, que la mujer había muerto a causa de varios golpes contundentes en la cabeza, algo también bastante evidente.
Los vecinos no sabían nada, no habían visto nada y no habían oído nada. Los inspectores patearon la calle para averiguar quién era el dueño o arrendatario del piso.
Supieron por el censo de viviendas arrendadas de la cámara urbana, que el piso de marras estaba alquilado por un ciudadano llamado Leandro con sus correspondientes apellidos. Los policías volvieron de nuevo al edificio de la calle N e interrogaron a los vecinos de la escalera donde había aparecido el cadáver. Esta vez las preguntas se formularon con mayor energía. Algunos vecinos explicaron que sí, que en aquel piso vivía un hombre de unos cuarenta y tantos años. Un hombre discreto, que no se metía con nadie. Ya, pero ¿cómo era? ¿A qué se dedicaba? Normal, un hombre normal, explico una vecina gruesa con pelo teñido de rubio ceniza y rizos de permanente. Normal. Pelo oscuro, no sé, normal. Sin bigote. ¡Ah!, cojea bastante. No era el mejor retrato robot del mundo, pero era algo. Sin embargo, los vecinos ignoraban todo sobre la víctima. Continuaba siendo el cadáver anónimo de una mujer semidesnuda. Durante todo el día, una emisora de radio difundió de vez en cuando una detallada descripción de la muerta a partir de la fotografía hallada bajo el mueble pringoso del salón, y de lo que se pudo adivinar del cadáver con algún que otro aderezo morboso. Dio resultado.
Se presentaron en comisaría unas que dijeron ser compañeras de trabajo de la difunta, dos mujeres de edad indefinida, que no habían llegado a los cuarenta o los habían sobrepasado, vestidas con faldas ceñidas y cortas y bustos abundantes, mostrados con generosidad, que blandían bolsos con asa larga para sujetarlos en bandolera.
La muerta ya tenía identidad. Y oficio.
Se llamaba María Begoña, de treinta y seis años, gallega de origen, soltera y camarera de discoteca. La policía rebuscó en su memoria colectiva, que es la memoria más fértil posible, sobre lo que sabía de aquel lugar. Era una discoteca en la zona donde la ciudad se convierte en barrio bajo. La policía había intervenido por causas diversas: denuncia vecinal por tráfico de heroína, alguna bronca con navajas, malos tratos de chulos a protegidas e incidencias similares.
- Un sitio entre puticlub y mercadillo de chorizos de poca monta - aseguró el veterano.
En el garito, los inspectores encontraron el bolso de la muerta con su documentación personal y todas las cosas que llevan las mujeres en un bolso. Lo tenía el encargado de la barra, un tipo anémico y de pelo ralo.
- Me dijo que lo guardara - contestó nervioso. Inquietarse ante la poli iba con el sueldo.
La fallecida se dedicaba a buscarse la vida, en frase del desvaído hombre de la barra, lo que significaba que podía estar en el local bebiendo té con agua que simulaba ser whisky (cobrando comisión por las copas de presunto whisky que consiguiera hacer beber a sus acompañantes) como prostituyéndose cuando le venía en gana.
De quien no se sabía el paradero era del presunto homicida cojo. La policía había montado una discreta vigilancia en torno al portal de aquel piso tercero, primera puerta, sin más resultado que ver entrar y salir a la mujer de los rizos rubio ceniza, a un matrimonio de jubilados que salía a pasear un perro de raza indefinida muy feo, a una familia con cuatro hijos -en la que el padre rondaba la cincuentena, estaba en paro y la mujer fregaba despachos- y a otras especies urbanas. Los policías habían comprobado que el tal Leandro carecía de antecedentes penales y tampoco figuraba en sus archivos.
Habría que continuar vigilando el piso de la calle N, unos días más. La Policía no suele estar tan sobrada de gente como para dedicar personal por tiempo indefinido a un delito que apenas ocupa diez líneas en los periódicos. El inspector veterano pidió a los vecinos que le avisaran si Leandro volvía y se comunicó a los guardias que patrullan por la ciudad a pie y en coche que se fijaran en los varones cojos con aspecto sospechoso. Varios cojos fueron molestados por la policía, pero ninguno era Leandro.
Una pareja que hacía su ronda por la Rambla vio a un hombre con barba de varios días, aspecto de haber dormido con la ropa puesta y que cojeaba. Lo arrestaron.
El interrogatorio del ciudadano Leandro no fue arduo ni difícil. Reconoció haber dado muerte a la muchacha, aunque añadió que había sido sin querer. No quería matarla, sólo follarla. Fue un accidente.
Hacía tiempo que rondaba a Begoña: le gustaba mucho, tanto que llegó a robarle una fotografía del bolso, una foto hecha con polaroid y con luz fatal, pero la muchacha no le hacía ni caso. El día de autos, Leandro la invitó a su piso.
- Beberemos unas cervezas y comeremos jamón que he comprado en la charcutería. Además, tengo un poco de caballo buenísimo - le doró la píldora Leandro.
Begoña mordió el anzuelo, porque hacía tiempo que le daba a la aguja, aunque aún con cierta mesura, y no estaban los tiempos como para rechazar un buen pico. Cuando llegaron al piso del hombre cojo, la muchacha comprobó que el caballo sólo existía en la imaginación del ardiente Leandro y se cabreó mucho. Ni siquiera vio las cervezas y el jamón, aunque quizás estuvieran en la cocina. Lo único real era un hombre salido que se moría de ganas de meterle mano a las tetas y alguna cosa más en otro lugar. Begoña dijo que ni hablar, mientras el hombre suplicaba y prometía el paraíso.
- Luego iremos a comprar caballo, te lo prometo. Conozco a un moro que lo tiene de primera - suplicaba el lujurioso Leandro con una dolorosa erección que no desmayaba.
Como las súplicas no surtieron efecto, Leandro pasó a los forcejeos, intentando tomar por fuerza bruta lo que se le negaba por las buenas. Pero Begoña resistió el envite con una fortaleza física que nadie hubiera imaginado en aquella joven voluptuosa. Entonces el hombre, irritado y henchido de deseo despechado, la golpeó en la cabeza una y otra vez con lo primero que pilló a mano -la lámpara- hasta que la mujer perdió la vida. Cuando Leandro recuperó la serenidad, pensó qué había hecho, Dios mío. La poderosa erección se mantenía inútil y doliente. Luego, como casi todos los homicidas que en el mundo han sido, pensó que tenía que deshacerse del cadáver. Eran más de las cuatro de la madrugada y por la calle no pasaba un alma. Leandro calculó dejar la muerta en un contenedor de basura lo más alejado de su casa, pero tardó en decidirse, porque le urgía hacer desaparecer la erección que le proporcionaba un notable dolor testicular. Se alivió con el viejo método de Onán y se dispuso a hacer desaparecer la prueba de su delito.
El cadáver empezaba a quedar rígido. Bajarlo por la escalera sin ascensor desde un tercer piso, siendo uno cojo, fue tarea más ardua y penosa de lo que había imaginado. Agotado cuando llegó al portal, Leandro renunció a alejar más el cuerpo de la mujer que tanto había deseado, y lo dejó apoyado contra la pared junto a la salida. Salió entonces a la calle con la intención de ir a beber lo más fuerte que encontrara, esperando que nadie relacionara a la muerta con él o que fuera lo que Dios quisiera. Al cerrar la puerta, el cadáver cayó hacia delante y se convirtió en obstáculo que impedía entrar en el portal.
Finalizada la declaración, Leandro, el hombre cojo muy salido, suspiró profunda e intensamente. No era un delincuente con la gramática parda de los que quebrantan la ley, pero sabía que pasaría unos diez años encerrado en la cárcel. Todo por un polvo que no llegó a echar. ¡Ni siquiera le metió la lengua en la boca! ¡Puñetera testosterona!

domingo, 3 de junio de 2007

Ya estaba muerto

Estaba sentada en un deslucido banco de madera, brillante por la cantidad de culos y espaldas que sobre él habían posado. La mujer, alrededor de setenta años, bajita, gruesa, pelo corto recio a lo chico, con gruesas gafas tras las que miraban dos ojillos miopes, pero astutos, suspiró dando lugar a que se agitara su enorme pecho firmemente sujeto por grandes sostenes reforzados con ballestas de plástico.
Baldomera, que así se llama la buena mujer, no escucha el sonsonete del caballero de negro, pero daba igual, porque, aunque lo hubiera hecho, no hubiera entendido nada. Suspiró de nuevo, movió con discreción el considerable trasero sobre la dura madera y se reclinó sobre el respaldo al tiempo que se cruzaba el chaquetón negro de imitación de algún animal con pelo. No tenía nada mejor qué hacer, hasta que aquellos señores acabaran sus discursos, y Baldomera se puso a pensar. Baldomera se puso a recordar.
También era invierno, aunque no podía decirse que hiciera frío de verdad, y ella, como siempre, dale que te dale, siempre hasta las narices de trabajo. Era una tarea ingrata, desagradable más bien, pero había qué hacerla. ¡No había más remedio! Los pobres tienen pocas ocasiones de elegir qué quieren o no quieren hacer. Señor, señor, que desgracia ser vieja y verse en estos tragos. Así pensaba Baldomera entonces, mientras continuaba troceando la carne sobre la mesa de mármol agrietado de la pequeña terraza, convenientemente protegida de miradas indiscretas de los vecinos fisgones por el extendido toldo verde, que no era verde ni nada parecido después de tantos años de aguantar rayos de sol.
La mujer gruesa utilizaba el hacha que había en casa para partir troncos y ocasionalmente huesos de jamón, aunque hacía bastantes años que no se cortaban troncos y qué te diré de los huesos de jamón, en la prehistoria de la memoria. Un par de chasquidos secos y seguidos anunciaron a Baldomera que daba en hueso. Levantó el hacha con fuerza y asestó un único golpe que partió un fémur, aunque la gorda señora no sabía que se llamara así ni que estuviera en aquel lugar; ella actuaba por intuición, no por ciencia u oficio, Siguió incansable con el ingrato trabajo hasta que la mesa de mármol amarillento estuvo ensangrentada y llena de trozos de carne perfectamente separados unos de otros.
Volvió a suspirar y a quejarse interiormente. Qué duro es ser pobre y desvalida anciana. Que cruz, perder la juventud. Y otros pensamientos quejosos de ese jaez. Baldomera se lavó un las manos y los antebrazos y cogió de debajo de la cocinilla un montón de periódicos viejos que solía guardar para colocar sobre el suelo después de fregar. Tras empaquetar toda la carne se iba a quedar sin papeles, tendría que pedirle a la vecina de enfrente cuando fregara el piso el sábado por la mañana.
Sin dejar de suspirar, la mujer gruesa volvió a la terracita y se dispuso a empaquetar los diversos trozos de carne, algunos huesos partidos y las vísceras que había sobre la mesa.
Dedicó casi media hora a hacer paquetes que colocaba en bolsas grandes de plástico de las de grandes almacenes. Sólo le quedaba la pieza más gorda y, cuando iba a envolverla, casi le da un vahído de lo cansada que estaba.
Reposó un momento y se sentó en una silla de plástico blanco de esas que los pobres ponen en sus minúsculas terracitas y se hacen la ilusión de que son de resina blanca como las de las gentes de posibles en los jardines de sus chalés adosados. Se quedó mirando la cabeza, que iba a envolver con las páginas de un periódico que contaban que la sequía aún duraría y que el sistema de pantanos no era suficiente para hacer frente a esa amenaza cíclica que se cernía sobre España cada vez más a menudo.
Las cabezas siempre le causaban cierto repeluzno y ésta también; bueno, ésta tal vez más. Cuando compraba conejo para guisar al ajillo o hacerlo con arroz lo troceaba ella, naturalmente, pero nunca sabía qué hacer con la cabeza y solía echársela a los gatos. Pero, claro, ésta no iba a dársela a los mininos, aparte de que era más grande que la de un conejo. Sin dejar de suspirar, Baldomera cogió las hojas de periódico y envolvió cuidadosamente la cabeza con doble hoja para ponerla luego en una de las grandes bolsas de plástico.
La mujer gruesa dio un respingo. Casi se había dormido pensando y recordando. El señor aquel tan pesado de negro había acabado de hablar, pero había otro, tan incomprensible como el primero, que explicaba no sé qué. Baldomera se volvió hacia el joven de camisa blanca y cazadora y pantalón de color azul oscuro que había a su lado.
- ¿Me permite? He de ir al baño, me estoy haciendo pis, susurró.
Pero el joven, que parecía muy agradable, se puso colorado, miró al frente y no se movió. ¡Qué juventud! Baldomera pensó que se había equivocado al juzgarlo; le había parecido un muchacho bien educado y mira lo descortés que era el tío. Sentado al otro lado de la mujer gruesa había un señor mayor, calvo y con bigote gris; también vestía de azul oscuro y tenía la mirada adusta y gesto avinagrado permanente propio de quienes sufren del estómago. Baldomera ni siquiera se atrevió a pedirle paso para ir al servicio. Tendría que esperar, menos mal que no le pasaba como a la Filomena que no se podía aguantar y tenía que ir todo el santo día con pañales absorbentes como los niños de teta. Se reclinó de nuevo sobre el respaldo de madera y cerró los ojos.
Se aburría con toda aquella pesadez y es que siempre iba de cándida por la vida. Tenía que haber sido más zorrona, más astuta, haber actuado de otro modo, pero estaba tan cansada... En fin, a lo hecho, pecho; ya no había remedio.
A fin de cuentas, ella no había hecho nada malo, absolutamente nada, por más que en el barrio la miraran como si fuera... qué sé yo, un monstruo. Menudas hipócritas las del barrio, tan modositas y persignándose cuando se cruzaban con ella y diciendo todas aquellas cosas. Si yo les contara qué clase de mujeres son, se iban a enterar. La Antonia, una arpía, y la Ramona, sin ir más lejos, que había engañado al tonto de su marido hasta que fue vieja. Eso es lo que le había dicho su cuñada Rosario, un día que se pasaron un poco bebiendo anís porque su Romualdo no estaba en casa y decidieron que podían alegrase un poco. Romualdo, otro que tal. Mira que era poco decidido el hombre. A fin de cuentas él tenía la culpa de todo lo que ocurría. En primer lugar, por no haberse cuidado un poco más, y mira que se lo tenía dicho. Romualdo ve al médico, que tú no estás bien. Y luego, cuando a fuerza de rogar y rogar consiguió que fuera al ambulatorio a regañadientes: haz caso a lo que te dice el doctor, hombre; deberías beber menos, que te estás matando. Y encima, los pulmones malos. Jesús, Jesús, qué hombre. Y luego, no había sido nada previsor. Sabiendo lo delicado que estaba de salud, tenía que haber hecho algo, no sé, un seguro, un testamento, lo que fuera. Pero no, él tenía qué hacer siempre su santa voluntad y si no quería hacerle ni puñetero caso al médico, pues no se lo hacía y luego pasó lo que pasó. Señor, Señor, qué disgustos. Y ahora toda esta gente que no sé qué quiere de mí. Pero ¿qué hecho yo, Dios mío? ¿No permitirán que pase los últimos años de mi vejez en paz?
Una reducida lágrima se deslizó por la mejilla de Baldomera. El hombre joven que había a su izquierda la miró de soslayo, incluso hizo un gesto como si quisiera decirle algo, quizás consolarla, pero desistió y continuó mirando al frente. La mujer gruesa se removió sobre el banco de madera y miró fijamente al señor de negro que hablaba. ¿Qué decía?
-... y aunque ha quedado probado que Romualdo Sánchez murió por causas naturales, tal hecho no elimina la responsabilidad de...
Vaya la que armaban por nada. A fin de cuentas ella había enterrado a Romualdo, que es lo cristiano. ¿No? Lo había enterrado detrás del antiguo lavadero, cerca de la casa. ¿Antes no enterraba la gente a sus seres queridos cerca de sus casas sin tanta monserga? Pues eso. Y le rezó un padrenuestro. Bien es cierto, que, como no podía pagar una lápida de mármol, ella misma había cubierto la tumba con una bonita capa de cemento; ella, una débil mujer. Desde luego, era lo menos que podía hacer por él después de tantos años juntos, aunque nunca le perdonaría que no se hubiera querido casar; claro que para eso se hubiera tenido que divorciarse de la bruja de su ex-mujer y él no había hecho el menor intento. Siempre le decía que las cosas estaban bien así, que era mejor no remover nada, pero la que pagaba el pato finalmente era ella, Baldomera. Él se había muerto por ser un irresponsable y ella se había quedado sin nada, peor, con deudas. Y ahora le echaban en cara que ella se hubiera preocupado un poco por su vejez. A fin de cuentas el préstamo lo había pedido Romualdo. Si no hubiera sido por sus parientes, a estas horas nadie le estaría complicando la vida, pero tenían que ir con la murga a la policía. Que si no es normal, que si nuestro tío o primo suele venir a vemos a menudo, que hace muchos días que no le vemos. Ella les había dicho que se había ido de viaje. ¿O no era verdad? A fin de cuentas lo que pasara entre Romualdo y ella era cosa de los dos, de nadie más. Y si Romualdo se había muerto por tener mal el hígado y los pulmones de tanto beber y fumar, tampoco era para armar ese escándalo. Y luego que ¿por qué no lo había enterrado como Dios manda? ¿Y cómo manda Dios? Mejor estaría en el viejo lavadero, que estaba tan cerca de casa, fresquito en verano, y podía ir cada día a su tumba. Que si era un monstruo por lo que había hecho. ¿Y cómo querían que lo llevara hasta el lavadero una pobre mujer como yo? ¿Un hombre tan grande como él? Pues de esa manera había sido más fácil, aunque buen trabajo le había dado. Además, ¿no se iba a pudrir como todos y convertirse en polvo? Entonces, qué más daba si lo enterraba entero o a trozos.
Otro señor de negro se había levantado y leía un papel con aire solemne. Baldomera se dispuso a escuchar, de puro aburrimiento.
- ...quedando probado que la encausada, Baldomera González Morales, no comunicó la muerte de su compañero sentimental, Romualdo Sánchez Sánchez, para poder continuar percibiendo la pensión de ochenta mil pesetas a la que éste tenía derecho por haber cotizado los años precisos a la seguridad social, pensión que era transferida por el organismo competente a la cuenta corriente conjunta que habían abierto en el banco Tal los citados Romualdo y Baldomera. Baldomera González no sólo no informó sobre la muerte de Romualdo sino que con notable sangre fría descuartizó su cadáver en la terraza del inmueble que compartían y lo enterró ilegalmente en un lugar próximo a su domicilio. Todo lo cual constituye los delitos de falsificación de documento oficial, estafa e inhumación ilegal.
Baldomera sacudió la cabeza. ¡Estaban haciendo una montaña de un grano de arena!