jueves, 27 de septiembre de 2007

Mamá no sufrió, a Dios gracias

“Ves mamá, tanto ahorrar para qué. El dinero es una enfermedad para ti. Puro vicio. O ansiedad, no sé. No lo necesitas, mamá. Tienes tres pisos y los alquileres te dan más de lo que necesitas, además de las letras del tesoro que compraste hace años. No dan mucho, es verdad, pero es algo seguro. Ya quisieran muchos. ¿Para que quieres más?”
La señora interpelada presume de madame, aunque en realidad es auxiliar en trabajos de puterío, pero empezó de puta, sin más. Entonces era joven y aparente, si bien, tal como son los tíos, no hay que ser la Venus de Milo para dedicarse al putiferio y sacarse unos cuartos.
Antolín, sentado en uno de los sillones de polipiel de la sala de estar, mira a su madre estirada en el sofá y cubierta hasta la barbilla con una manta de material sintético que imita piel de tigre. La madre no le mira ni le responde.
Antolín trabaja en un almacén de materiales de construcción y vive con su madre, aunque ya suma 43 primaveras. Mamá cumplirá lo setenta y hace años que alquila una habitación de la vivienda familiar a prostitutas jóvenes con clientes más o menos fijos. El servicio está muy solicitado y le da a la vieja sus buenos euros. Y Solbes sin enterarse. El alquiler por una hora (o más, si el varón es fogoso o se cree un garañón) incluye el uso del cuarto de baño, sábanas limpias y, si las rabizas son descuidadas y no disponen de protección, condones de varios formatos, colores, sabores y calibres.
Antolín miró a su madre y cabeceó. Olía muy fuerte a ambientador barato, dulzón, un olor desagradable.
Bien que había intentado desde hace años que mamá cambiara de trabajo, porque él no se sentía bien con aquel trajinar de coños y tíos calientes; le daba vergüenza. Un día, hace unos años, desesperado, consiguió una Biblia y pretendió leérsela para acojonar a la vieja con el infierno, pero, como no era ducho en la materia, ignoraba que la Biblia es en numerosas páginas un libro subido de tono.
Abrió el sagrado libro por donde no debía y le leyó a su madre, sin ser muy consciente, el pasaje en el que dos ancianos rijosos espiaban a la casta Susana desnuda y pretendían montárselo con ella. ¡Para que contar más! Su madre, no sólo se rió sino que quedó más convencida de que hacía lo que debía.
Antolín, un poco harto de los recuerdos que le aturden, se alejó de su madre y encendió el televisor. En pantalla, un grupo de hombreas y mujeres, sentados en círculo alrededor de nada, hablaban a gritos sin escucharse. Una mujer muy mayor que parecía un espantajo se levantó de la silla, echó mano al bolso y sacó de su interior un ladrillo de dimensiones respetables. Varios contertulios de aquel ceremonial desquiciado se echaron encima, la sujetaron e intentaron calmarla. Antolín apagó el televisor, sacó una botella de coñac del mueble del comedor y bebió un lingotazo sin usar ningún vaso, mientras miraba de soslayo a la madre, que no dijo nada, por supuesto.
Aquel día diferente, una pareja fue a casa. No era nada nuevo, pero aquellos dos eran especialmente desagradables. Ella era una rubia pajiza teñida, delgada, pero con caderas demasiado anchas; él era cabezón, con cara de bruto y abundante barriga cervecera, que vestía un traje azul claro con chaqueta cruzada que le sentaba como dos pistolas a un Cristo. Su madre, todo mieles, les hizo la pelota un par de minutos, como hacía siempre. La pareja se metió en la habitación y a los seis o siete minutos se oyeron, como solía ocurrir, los gemidos y ronquidos de costumbre; intensos y desbocados los del hombre, más falsos que un duro sevillano los de la mujer.
Antolín, con el paso de los años, para distraerse y olvidarse de la vergüenza que sentía, había hecho una tabla mental de los grados de habilidad en la simulación de gritos de placer de las putitas. La rubia desleída apenas sacaba un cuatro en el baremo de Antolín. O sea que suspendía.
Cuando la pareja se marchó, él satisfecho y con algo menos de dinero en la cartera, y ella con sesenta euros más, pero un tanto escocida, Antolín le pidió a su madre que lo acompañara al salón de estar. “Tengo que enseñarte una cosita”, le sonrío como un memo. “Ya estás otra vez con tus majaderías y simplezas. Madura, hijo, que tienes una edad”, se quejó la anciana, pero se dirigió con él a la sala.

“Siéntate en esta silla, madre. Quiero que estés cómoda. Verás que sorpresa”, le dijo Antolín cariñoso, mientras le sacaba una silla de las que flanqueaban la mesa del comedor. La mujer se sentó mascullando improperios. Sintió frío; había empezado el otoño y, como siempre, el frío había irrumpido sin avisar. “Date prisa, Antolín, que no tengo toda la noche para perder en tus gilipolleces”, soltó a vieja.
“Cierra los ojos, madre, cierra los ojos”, suplicó Antolín. Este chico es tonto y no tiene remedio, se auto compadeció in mente la incomprendida madre.
Una mano fuerte, la mano de alguien que trastea con bultos y paquetes pesados todos los días, le metió de golpe en la boca una toallita; una mordaza muy eficaz. Una de esas toallitas que usan las putas para limpiarse los bajos cuando no consiguen convencer al cliente de que es mejor hacerlo con preservativo. En la casa había muchas de ésas. La vieja intentó gritar, pero no logró exhalar ni un gruñido. Y no hubo más.
Un estrecho y agudo estilete (tal vez un hortera abrecartas), afilado para la ocasión, había penetrado veloz y silencioso en la nuca de la mujer. ¡Sssssssssssssssssmmmmmmmmmmmm! En menos de un segundo, la madame pasó de puta vieja retirada a cadáver. Se convirtió en nada.
Un delgado reguero de roja sangre, que se oscurecía por momentos al combinarse con el oxígeno del aire, se deslizó sin demasiadas prisas por la viejuna espalda, aprovechando el escote trasero. El cuerpo ya sin vida de la vieja, privado de toda energía, se escurrió por la silla de recto respaldo hacia el suelo como un fardo informe, siguiendo fielmente la ley de la gravedad. Antolín sujetó lo que quedaba de su madre y acompañó la suave caída del cadáver. Entonces lloró, lloró con un sentimiento herido y profundo. Lloró durante mucho rato hasta que casi se le secaron los lagrimales. Porqué él no quería matarla. ¿Cómo iba a querer si era su madre?
Pero su madre se portó mal con él, muy mal. Primero ese sucio negocio que se obstinaba en mantener, aunque no lo necesitaba para vivir. Y que le había destrozado la vida, dominándolo, decidiendo por él. Y para que perdiera la virginidad, organizó una orgía con tres putas con las que ella tenía más confianza. “Para que te espabiles de una vez, atontado, que estás atontado y te van a salir calostros ahí de no usarlo”.
Nunca había pasado tanta vergüenza, sobre todo cuando una de las chicas, una mulata de tetas enormes y culo en pompa, se rió de él, porque dijo que tenía el pene pequeño. ¿No decían que el tamaño no importa si mide más de siete centímetros? Él lo había oído en la tele y el suyo medía ocho y medio; lo había comprobado con un pie de rey de cuando estudiaba oficial tornero.
Sin embargo, aunque su madre se portó mal con él, él fue considerado, fue un buen hijo hasta el final. Sabía que una puñalada certera en la nuca era instantánea, fulminante. Él no quería que mamá sufriera y no había sufrido. Ya se había preocupado él de ensayar los días anteriores con una sandía pequeña.
Había pasado casi un año y aún no había conseguido eliminar el mal olor, a pesar de usar todo tipo de ambientadores, incluso cal viva, pero ni por esas. Claro que él hacía de tripas corazón y todas las tardes se sentaba a su lado y tenía su charla con mamá; total en la tele no daban nada que valiera la pena. Aunque él sabía que no servía de nada, porque siempre había sido muy tozuda. A las putas que llamaban para pedir la habitación les decía que mamá se había ido a Canarias, porque el clima allí siempre es verano.

sábado, 22 de septiembre de 2007

La tentación de la carne y la liberación

De nuevo las angustias le oprimen el pecho. Parece que se tambalea, se detiene asustado y apoya la mano en un castaño de los que flanquean la calle. Otra vez no, otra vez no. ¿Cuándo se acabará esta tortura? Respira muy hondo.
Cierra los ojos y parece recuperar el equilibrio. Con suma cautela, los abre de nuevo con lentitud, adelanta el pie derecho con prudencia, se separa del sostén del árbol y reanuda la andadura sin prisas. Parece que está bien. Suspira y mira al frente.
La mujer joven le ha sobrepasado con garbo. El tipo ha estado siguiéndola, pero yendo por delante, con disimulo, manteniendo la misma distancia desde que la ha descubierto, sin que ella se diera cuenta. Ella viste ceñida y escotada, y lleva una escueta minifalda que permite contemplar dos muslos tersos dorados por el sol.
El hombre la ha adelantado antes para enredarse los ojos en el pecho contundente. Al andar, las nalgas se le mueven a la hembra con brío y ritmo de bailongo latino. El hombre se pone en marcha acelerado y, cuando está cerca de nuevo, apenas dos metros tras ella, afloja prendado, agitado, excitado, vencido, la mirada atrapada en el sensual trajín de nalgas, en el taconeo alegre. Él nota una clara alteración, un movimiento que crece en el vértice donde se unen las piernas. Se irrita, se agita, cabecea con ira, ronca, se para. La mujer se aleja a su aire, despreocupada, ignorante de la tormenta que desata.El hombre, cuarenta y muchos otoños más o menos vividos, acelera el paso de nuevo, se siente ridículo y se arrepiente de ir tras la mujer como garañón tras la yegua, hasta sobrepasar con creces a la joven por segunda vez. Unos metros más allá, se vuelve, como si hubiera olvidado algo, se recuesta en un farol y la mira, perdido, vencido, entregado, salido, ardiente.
La moza, espléndida, tentadora, arrebatadora, busto erguido muy escotado, continúa su marcha sin parar mientes en la borrasca que desencadena. El hombre deja que lo rebase, babeante, fascinado por la salvaje belleza de la muchacha. Como si estuviera cataléptico, mete ambas manos en sendos bolsillos del pantalón y sujeta con rabia el ya erecto falo. Pero parece despertar y arranca a correr con mirada trastornada. Pierde el equilibrio y, como tiene ambas manos muy ocupadas, no puede aminorar el golpe y se da un leñazo de impresión. ¡Que ostión, Jesús! Deja un par de piños sobre la acera y se endereza sin darle importancia. Ignora la compasiva solicitud de los viandantes que pretenden socorrerlo y, sangrante y dolorido, continúa su desquiciada carrera.
Llega al portal de su casa, saca la llave y apenas consigue abrir. Sube como alma que lleva el diablo por las escaleras, sin sosiego para esperar el ascensor. Dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho pisos más arriba, el hombre, que por cierto se llama Mariano, desfallece, resopla como un cachalote en celo cuando tiene cerca la cachalote hembra, y se entrevé que los pulmones pugnan por huir por el morro boqueante. Derrengado, exhausto, derretido, consumido y deslomado, llama al timbre de la segunda puerta de la derecha, sin ganas, ánimo ni tiempo para seleccionar el llavín de casa del manojo de llaves que lleva. Una mujer bajita, redondeada, de cabeza cana y mirada despistada, abre la puerta. “Has vuelto a olvidarte la llave, hijo. ¿Qué te pasa?”, añade asombrada y asustada por el rostro sudoroso y perturbado del hombre. Éste no le hace caso y va como una exhalación, sacando fuerzas de flaqueza, hacia la puerta que resulta ser el cuarto de baño. Entra y se cierra por dentro.
“¡Señor! ¿Otra vez lo mismo? Hijo, que eres muy mayor para hacer según qué. Anda, déjalo ya”. “Nunca más, madre, nunca más” se oye entre sollozos agónicos y, a continuación un grito feroz de dolor, de sumo sufrimiento, de tortura, de compunción.
La madre empuja la puerta, a sabiendas de que es una débil mujer, pero como el cerrojo lleva ni se sabe cuanto tiempo estropeado, que tendría que haber avisado al cerrajero hace meses, a ver si mañana lo llama de una puñetera vez, la puerta cede.

Sentado en la bañera, roja de sangre, como rojo también el suelo, su hijo la mira hipnotizado. En la mano derecha, la sanguinolenta navaja de afeitar; en la izquierda, el pene de su vástago, limpiamente sajado; en la conjunción de ambas piernas un chorro de sangre ni demasiado intenso ni tampoco lento.
“Madre, avisa a un médico, no vaya a quedarme sin sangre”, solicita atontado y debilitado. “¿Qué locura has hecho, hijo?" dice horrorizada la anciana. “Ya no volveré a pecar. Nunca”, proclama triunfal, pero decaído, el ya eunuco que vive con su santa madre a sus casi cincuenta años.
“¡Hijo, eres imbécil! Y perdona que sea tan directa. ¿Qué pecado ni qué otra gilipollez? Sabía que no te convenía ir con esos tíos que salvan el mundo. A ver como te apañas sin eso. ¿Y a quién vas a salvar, alma de cántaro, por estar capado? Y con lo que debe doler”, finaliza compasiva.
Y la mujer se acerca suspirando, desconcertada, confundida, llorosa y sin prisas al teléfono y marca el teléfono de urgencias, mientras su hijo se desangra con lentitud y elegancia.
Mariano fue ingresado en el hospital a tiempo y salvó la vida, pero no el pene. Se quedó sin rabo delantero, un órgano que, como es sabido, si se pierde (sea cual fuere la causa), es irrecuperable.

martes, 18 de septiembre de 2007

Más natural

Vislav y Dromovic estaban en el bar de siempre. Dromovic, con un café ante sí, leía un grueso mamotreto de folios encuadernados con una espiral. Vislav bebía una jarra de cerveza.
“Fíjate, Vislav, en México se han encontrado y estudiado más de veinte mil huesos de hombres mujeres y niños”. “Qué interesante”, dijo Vislav sin el menor interés. “Oye esto: un nutrido equipo de antropólogos han estudiado extrañas marcas en esos huesos”. “Apasionante”, eructó el gas cervecero Vislav sin prestarle la menor atención”.
Dromovic lo miró con cierta desesperación y continuó leyendo sin hacer comentarios hasta que lanzó un sonoro ¡joder!
“¿Qué pasa ahora? ¿Te has pillado un huevo con la silla?”.
“Escucha” e iba a leer en voz alta, pero se interrumpió y miró a Vislav con fijeza. “¿Tú no ibas a estudiar Antropología? No entiendo por qué no te interesa esto.” “No exáctamente, listo. Voy a matricularme en Antropología, que no es lo mismo, para que mi padre deje de darme la brasa”
“¿Y eso?”
“Si no estoy matriculado en algo, el viejo me retira la pasta, y como esa carrera es la que hubiera estudiado de haber podido…!
“Eres un jeta.
“No más que otros, pero si te has de sentir mejor, cuéntame el rollo de los huesos. Igual aprendo algo”.
“Los antropólogos han llegado a una conclusión: las marcas en los huesos son de mordiscos”.
“De fieras, de leones y otros bichos, claro”, intentó Vislav simular que le interesaba el tema.
“No, tío. Marcas de bocados humanos”.
“¡Anda ya! Estás pedo, tío”
“No, el que pronto lo estará eres tú”, replicó el otro al observar la segunda jarra que un camarero ponía ante su amigo. “Se comían unos a otros. Eran caníbales.”
“Me estás vacilando, tío”.
“En absoluto, dijo muy serio Dromovic. Eran caníbales a tiempo completo, no sólo de vez en cuando”.
“Joder, joder” susurró Vislav ya sin tomárselo a chacota.
“Aseguran que el canibalismo era normal en América antes de la llegada de los españoles. Total, hace seiscientos años mal contados. En México, por ejemplo, se ofrecían los corazones de las víctimas a los dioses, pero el resto del cuerpo no. Lo cocían con maíz y el guiso se repartía entre los que participaban en el acto ritual. Incluso han encontrado recetas de cocina para carne humana. ¡Qué fuerte! Ah, y la carne humana no se comía asada; la ponían en una especie de cocido. Según un fraile de la época, la carne humana ‘sabía como la de cerdo’. Oye ¿como leches lo sabía ese fraile?”

Vislav fue veloz hacia la barra y regresó con otra jarra de cerveza, pero de litro. “Joder, me dan ganas de potar, tío. Cállate de una puta vez”. Pero Dromovic, que se lo estaba pasando de cine, continuó leyendo párrafos de lo que a su amigo le sonaba a vomitivo relato gore. “¡Ay va, la ostia! También han descubierto más de 2.000 herramientas hechas con huesos humanos. Punzones, arpones, instrumentos musicales…Toda una industria artesana." Y el muchacho reía con el mal rato de su compañero, quien siempre era el fuerte, el lanzado.
Varias jarras de birra después, Vislav regresaba a casa haciendo eses. Estaba muy borracho, pero un rastro de lucidez le indicaba que si llegaba a casa en ese estado, su padre lo pondría a caldo. Al caer en la cuenta de la frase hecha que le había venido a la mente, tuvo una intensa arcada y vomitó lo que no está en los escritos.
Caminaba vacilante junto a una valla enrejada de gruesos y artísticos barrotes, apoyándose en ella hasta que la mano con la que se guiaba encontró vacío y Vislav cayó cuan largo era. Se levantó blasfemando y continuó dando tumbos. “Buscaré un rincón para dormir un poco”, dijo a nadie, pues estaba solo en medio de alineados árboles y cuidados matorrales, que flanqueaban bien trazados caminos de tierra apretada.
Topó con otra reja, de barrotes más delgados y no tan artísticos como la primera, y subió con esfuerzo por unas rocas que había a un lado y formaban una especie de escalera natural. Arriba perdió pie y cayó al otro lado de la reja. Blasfemó, se enderezó y fue dando tumbos hacia un lugar que le pareció resguardado. Se desnudó, dobló la ropa, la colocó a un lado y se estiró. Le pareció oír una especie de gruñido en algún lugar, pero estaba tan trompa que se durmió de inmediato.
Tal vez por eso no se percató de que Antón y Antonia lo observaban.
No decían nada, ciertamente, sólo lo miraban. Tampoco hubieran podido decir un carajo, porque Antón y Antonia era una pareja de osos pardos, residentes en el zoológico de la ciudad, traídos de la Europa central.
Sin prisas, agarraron con sus garras al beodo y dormido Vislav de los pies y lo arrastraron hasta un rincón del enrejado lugar.
A la mañana siguiente, cuando Moreno y Morales, dos inmigrantes ecuatorianos con contratos temporables, fueron a la jaula de los osos pardos para echarles la comida, como hacían cada día, palidecieron. Palidecieron tanto que parecían personajes de cómic sin colorear. En el rincón donde solían comer Antón y Antonia, estaba la sanguinolenta cabeza de Vislav, varios enrojecidos huesos desperdigados con restos de carne y una desigual mancha de sangre que oscurecía. En otro punto de la jaula, había un montoncito de ropa doblada y un par de zapatos.
Cuando Moreno y Morales penetraron en la jaula para recuperar lo que restaba del cadáver de Vislav, adecuada y reglamentariamente protegidos y armados con sendos palos con un tridente en la punta, los osos se cabrearon mucho. Se cabrearon, porque quienes les daban la comida cada día pretendían interrumpir el desayuno con los restos de la cena de la noche anterior, una cena conseguida por ellos, como cuando estaban en las montañas.
Vislav estaría contento de haber podido saber cómo había acabado: se lo habían comido unos osos, que era algo más natural.

sábado, 15 de septiembre de 2007

En el nombre de Dios

Nabil se hace llamar de otro modo, pero eso da igual. Es irrelevante, porque no pretende pasar por otro ni tampoco camuflarse. No se sabe porque cambia de nombre, porque el suyo real no lo ha ocultado. Se ha hecho una fotografía. Posa ante la cámara con gesto risueño, nada chulesco ni amenazante. En realidad, tiene cara de buena persona. Esto parece banal, pero no lo es; el rostro de un ser humano es como una placa de nitrato de plata, de las usadas antes en fotografía, porque el rostro siempre está expuesto. El rostro humano no está expuesto a la luz un segundo o menos aún, como las placas de nitrato, sino a la vida. Y lo que pasa en esa vida deja marca. Dolor, angustia, miedos, golpes, decepciones, alegrías, esperanzas, humillaciones, necesidad, sufrimiento… ¿Qué significa que Nabil parezca buena persona en la fotografía? ¿Se siente feliz? ¿Se siente en paz? Eso hace todo más incomprensible.
En algún lugar modesto de Argelia, su madre, deshecha en un llanto inacabable, asegura que es un buen hijo. Le gustaba jugar al fútbol y era muy educado con todo el mundo. También solía ir a la mezquita muchos días, además de los viernes cuando iban todos, pero no era un intolerante. A veces bebía coca cola y no protestaba cuando en casa ponían en la televisión un programa francés, italiano o español, captado por satélite. Tampoco reñía a sus hermanas si salían a la calle sin velo o vestían falda corta. La madre dice que no era fanático, aunque sí, muy piadoso.
Nabil sonríe cuando se hace la foto y sujeta un kalashnikov, pero no parece amenazante; simplemente lo lleva, aunque da la impresión de que el fusil le hace sentirse mejor. Nabil se fue de casa hace unos meses. No discutía con sus padres ni su vida le parecía insoportable, como suspira tanto adolescente. No lo había dicho nunca. Él hacía lo que le mandaban y se llevaba bien con todos. Pero se fue. Una noche dijo que se quedaría a dormir en la mezquita y no regresó a casa. Al día siguiente, al atardecer, llamó por teléfono a su madre y le dijo que no se preocupara, que estaba bien, que volvería; luego no supieron más de él.
Nabil sube a la furgoneta. El tipo que se sienta en el asiento de al lado la ha cargado con paquetes hasta unos cientos kilos. Son paquetes raros. Nabil pone en marcha el vehículo. No es muy moderno, más bien es un trasto viejo, pero servirá. Nabil introduce la primera marcha con un gruñido de metales que se rozan y acelera con suavidad. La furgoneta sale del solar vallado donde estaba hasta llegar al asfalto. Sin prisas.
La furgoneta avanza a buen ritmo cerca del mar. Nabil mira durante unos segundos las azules aguas roturadas por grueso trazos de espuma blanca y luego se concentra en la conducción. Quizás ha sido una mirada melancólica, tal vez con miedo. Al final de la calle, un muro blanco rodea un par de edificios también blancos. Nabil se dirige a ese lugar y, a medida que se acerca, acelera poco a poco.
En el lado que da a la calle, el muro blanco se convierte en fachada con una puerta ancha abierta, ante la que hay un hombre uniformado de blanco. Nabil gira hacia esa puerta y dirige la furgoneta hacia el interior, hacia el espacio más allá del dintel. El joven uniformado de blanco, armado con una metralleta que sujeta con el brazo derecho al desgaire, levanta la mano izquierda, conminando al vehículo a detenerse, pero sin prisa ni preocupación. Nabil, cuando está en la trayectoria recta, acelera.
¡Ala akbar! ¡Dios es grande!, tal vez haya oído el centinela, que se aparta a un lado, porque la furgoneta no se ha detenido ni siquiera ha reducido la marcha.
Una atronadora explosión detiene el tiempo, y un estrellado globo de luz deslumbra a quienes están cerca, incluidos Nabil y su copiloto, antes de enviar a todos a las tinieblas, a la nada.
En el cuartel de la Marina argelina en Dellyl, una pequeña ciudad junto al Mediterráneo, quedan en el suelo treinta personas muertas o lo que resta de ellas. Cincuenta o sesenta más están seriamente heridas.
¡En el nombre de Dios!
Nabil sólo tenía 15 años. ¡Qué heroicos son ciertos profetas si quien pierde la vida siempre es otro!

lunes, 10 de septiembre de 2007

Por ser negro

Tuani hace días que no quiere comer, los ojos casi siempre cerrados, como si durmiera. Tuani nació en algún lugar del centro de África y tiene la piel negra casi azul, muy, muy oscura. Llegó hace años en avión y se quedó. Consiguió trabajo, consiguió papeles, trajo a la mujer y a los hijos. Había vivido mal que bien, había prosperado. Ahora su vida no es vida. Desde aquel día. No come, no quiere abrir los ojos. ¿Para qué?
Debes hacer un esfuerzo; hazlo por los niños, por mí, le suplica Mirena, su esposa, no tan negra, pero del mismo trozo africano. Llora la mujer un llanto silencioso que no cesa hasta que no quedan lágrimas en el lagrimal. Resiste con ansiolíticos, pero no consigue dormir, tampoco puede comer. Sólo solloza y se conduele, pero sin ruido, para que su marido, que no quiere abrir los ojos, no se entere de su dolor, de su tristeza.
Tuani vive en un centro de parapléjicos, las personas que no controlan sus piernas o todo su cuerpo, en el peor caso. Como Tuani. Los que están peor no son vegetales, como se dice. Está como un vegetal. No es verdad, no son vegetales, ya quisieran. Una planta crece, reverdece, saca flores, luego se seca y vuelta a empezar. Ellos sólo respiran, los alimentan, orinan, defecan. Nada más. No se mueven si no los mueven. Sólo están. Y muchos, muchas veces, sufren por no morir.
Mirena empuja el sillón especial con ruedas hacia el jardín. Hace bueno, el sol animará a Tuani, espera la mujer contra esperanza. El sol me da en los ojos, Mirena. Porque Tuani sí puede hablar. Para pedir, para exhalar su aflicción. Y la mujer, solícita, le gira el cuello con suavidad, como el de un muñeco, para que el sol no le deslumbre.
Tuani vio hace tiempo aquella película, ‘Mar adentro’. Le emocionó, pero no entendió el afán de Ramón por morir. La que organizó aquel hombre que se rompió el cuello en la playa y todo el trabajo que se dio. La lealtad de los amigos, la tenacidad del paralizado para irse. Ahora sí lo entiende en su carne y una pregunta le martillea: ¿Por qué? ¿Por qué él?
Unos policías lo encontraron sanguinolento, estirado en aquella senda, avanzada la noche. Era lugar poco transitado a las horas del retorno del trabajo, especie de parquecillo sin pretensiones. Él solía hacer camino por el medio, porque ahorraba minutos y llegaba antes a casa. Su casa era su hogar, con Mirena, con los chicos.
Nunca había ocurrido nada, nunca había escuchado que ocurriera nada. Aquel era un pueblo tranquilo. Hasta aquel anochecer de marzo.
Hacía frío, el sol se había puesto hacía un par de horas. Tuani se subió el cuello de la chaqueta para evitar el zurriagazo frío en la nuca. En casa tomaría un te caliente. Encogió el cuello para ofrecer menos espacio al viento helado, y aceleró el paso.
¿Dónde vas negro? ¿Dónde vas, orangután?
Dos hombres jóvenes, blancos, pelo rapado, cazadoras de cuero y botas negras claveteadas de media caña aparecieron en su trayecto. Tuani no quería problemas. Se desvió hacia la derecha, dejando el camino y entrando en el césped y los matorrales.
Mono, ¿no sabes que no se puede pisar el césped? En tu país salvaje sois todos unos chimpancés que no sabéis de normas. No quiero problemas, señor, quiso ser conciliador Tuani, sólo regreso a casa después del trabajo.
¿Cómo va a trabajar un orangután como tú? Vuelve a tu país, mono de mierda, no te queremos.
Y empezaron los golpes. Continuos, crueles, contundentes, incesantes, dolorosos.
Tuani cayó derribado al suelo y los bárbaros le dieron puñetazos y le patearon. En medio de un intenso dolor, intentó defenderse, alzó ambos brazos para evitar los golpes, hizo un esfuerzo y se enderezó para huir.
El bestia que más le había apaleado le dio un tremendo golpe en la base de la nuca. Tuani cayó al suelo como un fardo, pero su agresor lo pateó más y más en la espalda, la cabeza y el cuello. Tuani se desmayó.
Vámonos, dijo la otra bestia, la que no había hablado, la que apenas había pateado a Tuani. Me he de cargar a esta basura, le replicó el verdugo, y continuó pateando el cuerpo inanimado del hombre tendido e inconsciente.
¿Qué ocurre aquí? Dos policías de ronda ordinaria aparecieron en un extremo del camino. Los dos salvajes huyeron veloces y se perdieron en la negrura nocturna.
En el centro de urgencias reanimaron a Tuani, le pusieron suero con sedantes y analgésicos y lo enviaron en ambulancia al hospital.
El diagnóstico de Tuani especificó que había recibido muchos golpes y que, a causa de los mismos, se habían fracturado varias cervicales y la médula espinal estaba gravemente lesionada.
Aún no hay sentencia. El racista con alma de asesino dijo al juez que es inocente, que estuvo cerca del parque, pero él no vio nada. Alguien sí lo vio a él. Habrá que esperar a que la justicia haga justicia. Tal vez.
Desde entonces, Tuani vive en un centro de parapléjicos, pero no es un hogar. En silla de ruedas de por vida. Ni siquiera podría pulsar un botón para ponerla en marcha, si la silla fuera de motor. Nada puede mover por debajo del cuello. Tuani nunca olvidará el rostro del matón cobarde que lo redujo a tronco inerte.
Por ser negro.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

El giro postal

El Tumbao está encerrado en el tigre, los retretes, en la jerga carcelaria. El Tumbao es un puto preso y está agitado. Oye pasos al otro lado. No quería haber llegado a esto.
Él no se mete con nadie en la cárcel. Fuera… es otra cosa. Pero nunca hizo daño a nadie; daño como pegar o herir. No recuerda como empezó, pero un día hace mucho tiempo se pinchó un pico de jaco. ¡Joder que buena la heroína! ¡Qué paz tú! Y, desde entonces, para pagarse las papelinas de caballo, robó a viejas con el bolso diciendo cógeme, a tenderos acojonados, a jovencitos con ropa de marca que se iban por la pata abajo cuanto les sacaba la jeringuilla. Pero en la jeringa no había nada. Un truco que le contó un colega. “Se cagan si ven una aguja. Piensan que les pegarás un sidazo”. Le cogieron porque le quitó el bolso a una tía que era poli. ¡Qué cosas!
En prisión no vivía mal del todo. Tres comidas al día, el educador lo colocó en el programa de metadona y no tenía que preocuparse por conseguir un pico. No vivió mal hasta que el Guapo le dio una paliza en el gimnasio del módulo. Porque sí. El Guapo es mala gente. Abusa de otros presos, pero nadie le planta cara. Fuera se dedicaba al trapicheo, pero no está por eso; lo encerraron porque mató a una mujer, el muy cabrón. Él no le ha hecho nada, pero el Guapo es un hijo de puta que disfruta jodiendo.
El Tumbao deambulaba por el patio con un papel encerrado en el puño derecho. Va a la peluquería. Un hombre bajito de cara pálida corta el pelo con afición y escasa habilidad a un joven negro que es puro charol. “¿Tienes algo?”, le susurra el Tumbao a la oreja del esquilador y el otro asiente. El Tumbao se sienta en una silla de tijera y espera. Cuando el descolorido peluquero acaba, el negro prieto da las gracias, se levanta y sale al patio. El Tumbao se acerca al rapabarbas, abre el puño derecho y le muestra el resguardo de un giro postal de 40 euros que le ha enviado su madre. “¿Cuántas papelinas puedes fiarme? Te pago con el giro. “¿Quieres hacerme la competencia?” le dice el macilento entre bromas y veras. No, no, le dice el Tumbao, es para mí. Quiero tener reservas, porque estoy hasta los huevos de la metadona. “La metadona es una mierda”, sentencia el otro y le vende cuatro papelinas de caballo.
El Tumbao repite la operación a lo largo de la mañana. Sabe a quién dirigirse. Les muestra el resguardo del giro materno como garantía. A la hora de comer, ha conseguido siete papelinas.
Se dirige al comedor y espera. Los presos hacen cola pertrechados de bandejas. Llega el Guapo, adelanta a todo el mundo y se planta ante el mostrador con su bandeja; los presos que atienden el office le sirven. No quieren líos. El Guapo se sienta en su mesa y se dispone a comer patatas guisadas con costilla de cerdo y pescado frito. “Vaya mierda de comida”, dice, pero se dispone a devorarla.
El Tumbao se acerca con sigilo y saca de la camisa un pincho agudo que se ha fabricado con paciencia y odio del asa metálica de un cubo de fregar. Sentado, con una cuchara en la mano derecha y un trozo de pan en la izquierda, el Guapo encaja 23 puñaladas del Tumbao antes de saber qué está pasando.
Luego el Tumbao huye veloz al tigre y se chapa. Y ahí está, recordando.
Saca las siete papelinas de heroína de un bolsillo del chandal, las rasga con cuidado una tras otra y vierte en la boca abierta el polvillo blanco que contienen. Traga. Se amorra al grifo de un lavabo y bebe con el ansia de quien ha atravesado un desierto. Luego se sienta en el suelo con la espalda apoyada en la pared.
Cuando los funcionarios de azul logran abrir la puerta de los retretes, el Tumbao agoniza, se le va la vida a ojos vista, pero sonríe. En la enfermería, donde han llevado al agredido, el Guapo ha muerto hace rato.
El peluquero se queja para dentro “¿Quién me paga a mí el caballo fiado?