domingo, 29 de julio de 2007

Cutre ajuste de cuentas

El señor Paco, como le gustaba que le llamaran, se consideraba un hombre de negocios. Vendía heroína en cantidades que le permitían ganar un buen dinero, bastante más que cuando acarreaba ladrillos en la obra. Pero sólo era un traficante de medio pelo, aunque creyera ser gran mafioso. La droga no la vendía él mismo; tal como él veía las cosas, hubiera sido imprudente y poco digno. Utilizaba una redecilla de camellos propios, adictos de baja estofa que llevaban papelinas arriba y abajo para poder picarse gratis una vez al día.
Estaba convencido de que era un traficante importante y no se mezclaba con la chusma, que era su clientela. Soñaba con una organización poderosa que funcionara como un reloj suizo. Algún día, quizás. Había visto una docena de veces una película sobre la vida de Capone, una en blanco y negro, y había tomado buena nota, pero no era fácil. Aquello no era América, pero tenía una banda de matones de tres al cuarto como guardia pretoriana de la que estaba muy orgulloso. Le otorgaba pedigrí de jefe importante - eso creía - que le distinguía de otros chorizos, rateros, revientapisos, sirleros, peristas y otras gentes de mal vivir. Lo hacía por la cosa de la imagen pública, pero también para inspirar un sano temor a los yanquis que le distribuían papelinas, no fueran caer en la tentación. El señor Paco despreciaba a aquellos desgraciados que suspiraban un día sí y otro también por un pinchazo o dos, pero eran su negocio y uno no mezcla sentimientos con trabajo.
Jamás se le había ocurrido chutarse la mercancía que vendía y no por no ser de calidad -en eso era muy escrupuloso- sino porque sabía que era droga para gentuza. De vez en cuando aspiraba una rayita de cocaína, que era otra cosa, como los publicitarios, los políticos, los abogados de campanillas, los arquitectos, los artistas y otras gentes de postín.
El negocio nunca funcionaba con normalidad, siempre había historias que resolver. Unas veces se retrasaba el suministro y los consumidores se le amontonaban; otras, algún incompetente cortaba la heroína con lo que no debía y había algún muerto. No convenía, porque periódicos, la tele y la radio daban la vara con el asunto, la Policía se ponía nerviosa y se sentía obligada a actuar con mayor contundencia.
Una vez, la policía detuvo al primo que traía un kilo de heroína de Turquía y tuvo que comprar caballo a la competencia, porque la clientela se le alborotó y la pagó casi a precio de yonqui. Siempre problemas. Ahora, unos camellos se habían pasado de listos: un par de hermanos adictos habían vendido papelinas y no le habían liquidado esas ventas tras descontar su comisión. Le debían bastante dinero. Había tenido la debilidad de proporcionarles caballo a crédito y los tipos no pagaban, ni siquiera se excusaban y prometían pagar. Seguro que se habían inyectado ellos la heroína. Si no escarmentaba a los dos hermanitos, correría la voz y le perderían el respeto. Y eso sí que no. En cualquier negocio, el respeto es media inversión. Si le pierden el respeto a uno, se le desmonta el tinglado: la gente preferiría coger papelinas de fiado en lugar de arriesgarse a una sirla, un tirón, un supermercado o robarle los ahorros a la madre, para poder pagar lo que se inyectaban.
Paco levantó el auricular del teléfono modelo imperial que había comprado en una de las tiendas más caras de la ciudad y marcó un número. Le había dado vueltas a la cuestión después de cepillarse a una jovencita pelirroja a la que había prometido unas rayas de coca. Una voz escasamente modulada respondió.
- ¿Sí?
- Soy yo - dijo con la seguridad de quien espera ser reconocido, escuchado y obedecido -. Os tenéis que ocupar de ese par de hermanos, ya sabes.
Al otro lado se oyó un carraspeo para aclarar la voz.
- ¿Un aviso o algo definitivo? - imitó el fulano a algún personaje de telefilme.
- Un aviso bastará. Y que corra la voz. - y colgó el teléfono.
El hombre al otro lado de la línea colgó también, uno de esos aparatos vulgares de color marfil sucio, y se levantó de la cama en calzoncillos y camiseta como la que usan los peones de albañil. Era un hombre grueso de más de cuarenta años con cara de poquísimos amigos. Se fue hasta el cuarto de baño, echó una meada en la taza del retrete sin tirar de la cadena y se lavó la cara en el lavabo; luego se vistió unos tejanos negros ceñidos que le hacían desbordar la tripa por encima del cinturón y una camisa grisácea; se calzó unas zapatillas deportivas, parecidas a las que usan los jugadores de baloncesto, y se sentó en la cama. Marcó el teléfono.
- Tenemos trabajo - habló cuando le contestaron al otro lado -. Avisa a los otros.
Veinte minutos después, un Mercedes del setenta y tantos se detenía ante un portal de carpintería de aluminio en un barrio popular que jamás conoció tiempos mejores. Uno de los bergantes del coche -cuatro en total- bajó, llamó a uno de los timbres del interfono y regresó al automóvil. A los pocos minutos salió el señor Paco vestido con traje marrón oscuro de chaqueta cruzada y atufando a colonia de litro; se sentó en el asiento del copiloto y el coche arrancó
Durante una hora la cuadrilla recorrió las calles del barrio donde la ciudad perdía su buen nombre. El ritual era siempre el mismo; llegaban cerca de algún bar o cafetería, el automóvil se detenía a diez o quince metros, bajaban dos de los matones, echaban un vistazo al bar y volvían al coche cabeceando. Durante el trayecto de un punto a otro, los matasiete miraban a la gente que iba por las aceras. El invierno no estaba siendo duro, en fin, todo lo duro que puede serlo al lado del Mediterráneo que no es mucho, y la gente aún andaba a cuerpo gentil. Aquel era un trabajo fácil para el que sólo se requería paciencia y mala leche. Paco dijo algo al barrigón. El grupo de matones bajó del coche y se dividió en dos, unos iban en un sentido de la calle y otros en el contrario. Hacía rato que habían encendido el alumbrado público y la calle se entreveía fantasmal, porque por aquel barrio no se habían gastado demasiado dinero municipal en puntos de luz. Dos de los soplagaitas que iban hacia arriba entraron en un bar con puertas pintadas de verde; tenían alrededor de veinticinco años, mala jeta y cabellos pringados de brillantina. Uno, que tenía una cicatriz en la mejilla, se dirigió muy seguro de sí al cincuentón en mangas de camisa que había tras la barra.
- ¿Has visto al Fernandito o a su hermano? - el hombre de la barra se puso a secar vasos y denegó con la cabeza. Sus gestos, expresión y actitud le decían al chuleta que él no se metía en la vida de los demás. Y también que, si tenía ganas de jaleo, lo iba a encontrar y del bueno.
El otro pinchauvas se acercó y cogió a su colega por el codo.
-Oye, ¿no es aquel el Nandito? - y señalaba a un hombre no muy joven, delgado y con pinta de desnutrido. El de la cicatriz asintió y ambos, con los contoneos que creían propios de sicarios de altura, se dirigieron hacia el individuo que tomaba una copa de coñac sin adivinar la que se le venía encima.
- Hola, Nandito, cuanto tiempo sin verte - dijo el de la cicatriz que era el más gallito.
El hombre apuró el coñac, se levantó y se dirigió a la salida sin dignarse siquiera mirar a los dos bergantes, ignorándolos por completo. Los matones, tras la primera sorpresa, se apresuraron a seguir al tipo. Al salir a la calle aceleraron el paso y le alcanzaron; el de la cicatriz le cogió por el brazo y lo hizo girar en redondo.
- ¿Dónde está tu hermano Fede?
- No lo sé - contestó el hombre, sin mostrar el menor temor, tras mirar con fijeza unos segundos al hombre que lo sujetaba por el brazo.
- Eres un embustero - dijo el de la cicatriz con lo que creyó era sonrisa sardónica-. Esto es para que no abuséis de la buena fe del señor Paco.
Y el bárbaro le atizó un rodillazo de reglamento en salva sea la parte. Al ver la acción de su compañero el otro gamberro se lió a dar puñetazos donde alcanzaba al llamado Nandito que cayó lentamente al suelo por el intenso dolor del primer golpe en tan sensible y blanda zona orgánica. Cuando se cansaron de darle, los dos cretinos violentos se agarraron las correas del cinturón y se estiraron los pantalones.
- Es un aviso amistoso. Si no pagáis en veinticuatro horas, tu hermano y tú iréis a hacer compañía a tu madre que en paz descanse.
El llamado Fernando se desmayó con la cara sangrante y tumefacta y alguna costilla rota.
Paco no volvió a tener noticia de los hermanos deudores. A pesar de que había enviado de nuevo a sus matones a buscarlos, no hubo manera de saber nada de ellos; parecía que se los hubiera tragado la tierra. Levemente satisfecho su amor propio, por la huída de los hermanos, Paco decidió olvidarse de aquel par de desgraciados. Su imagen de hombre duro con el que no valían bromas había quedado intacta. No había cobrado, pero los que le debían dinero habían puesto pies en polvorosa.
Un par de semanas después, dos hombres rondaban por las calles del barrio, entrando en bares y garitos abiertos. Uno de aquellos hombres, el que parecía mayor, tenía la cara llena de marcas, como si le hubieran dado de mamporros. El otro, más bajo y joven, tenía un sorprendente parecido con el primero.
Con paciencia y sin llamar la atención, los dos hombres entraron y salieron de numerosos tugurios en los que nada bueno se cocía. Llegaban, echaban un vistazo al local, uno iba a los guarrísimos servicios mientras miraba distraídamente a todas partes, el otro se acercaba a la barra y pedía una copa que apuraba rápidamente.
Llevaban casi una hora de ronda cuando vieron al señor Paco. Estaba en una mesa de un rincón comiéndose un filete de ternera y a su lado había una rubita teñida a la que se tiraba desde hacía unos días, cuando conseguía una erección decente. El Paco sabía que un buen jefe de banda que se precie cena en un tugurio, en una mesa del rincón desde la que domina el local, acompañado por una zorrita aparente que le haga mimos de vez en cuando.
Enfrascado con la carne, la que masticaba y la que palpaba de vez en cuando, no se percató de la llegada de los dos hermanos. Levantó sorprendido la cabeza cuando oyó que le llamaban.
- Paco, hemos venido a pagar lo que te debemos.
El que había hablado era el mayor, el de la cara llena de ostias y, aunque no parecía compungido por haber tardado tanto en satisfacer sus deudas, tampoco se le veía en plan chulo ni enfurecido. Paco suspiró interiormente, pues se había llevado un susto mayúsculo, compuso el mejor gesto duro que pudo y cabeceó como diciendo que era comprensivo y perdonaba la tardanza.
- Me alegro de que seáis razonables - dijo el Paco, ahora más seguro de sí, incluso magnánimo -. Más vale tarde que nunca. No sé si os volveré a dar trabajo, pero olvidaré el incidente.
- ¿Te importa si salimos? - dijo el hombre de la cara marcada por golpes - No me gusta que vean lo que te he de pagar.
- Claro, hombre. Prudencia - apostilló Paco -. Ahora vuelvo, reina -dijo el traficante dirigiéndose a la rubita teñida, más para presumir ante los dos hombres que porque le importara un carajo dejar sola a la muchacha.
Salieron los tres hombres, mientras la putita seguía bebiendo lánguidamente una coca cola, dejando bien claro que nada de aquello iba con ella. En la calle Paco encendió un cigarrillo sin invitar a los hermanos deudores. No tuvo tiempo de hacer una segunda calada al pitillo. Fernando, llamado Fernandito o Nandito, el de las señales de ostias en la cara, sacó un revólver del bolsillo de la cazadora que vestía y le disparó tres tiros seguidos sobre el pecho.
- Esto es lo que te debíamos - dijo con voz tranquila el hombre cuando acabó de disparar. Limpió el revólver con un pañuelo mugriento y lo dejó caer al lado del traficante que se extinguía por momentos.
Sobre la acera sólo había un cuerpo sangrante ya sin vida y numerosos curiosos que se acercaban. Paco murió con la boca abierta, no se sabe si por la sorpresa o por haber intentado gritar algo en el último momento de su equívoca vida. Al día siguiente, los diarios dijeron que había habido un ajuste de cuentas. La noticia apareció en página par -ya se sabe, menos importante, según los periodistas- y no alcanzaba ni veinte líneas; además, iba sólo a una columna. La tele ni lo citó. Paco no era tan importante como se creía.

lunes, 23 de julio de 2007

Respeto


Catorce años que treinta, da igual, si uno se hace respetar. No entendía el por qué de tanto escándalo. Su padre estaba destrozado, incluso le parecía haberlo visto llorar. Él no lloraba. No tenía nada contra el viejo, pero tampoco nada a su favor. Sólo era el tipo mayor con el que vivía. De vez en cuando le decía algo que tenía qué hacer o dejar de hacer. Sólo eso. También era quién traía el dinero a casa para comer, pagar la hipoteca, la luz y lo demás. Dormía con su madre y veía en la tele partidos de fútbol.
Su madre era diferente. Le preparaba la comida, le lavaba y planchaba la ropa y parecía que se preocupaba por él. Sin embargo, era una histérica que gritaba que la iba a matar a disgustos. También lo defendía, si los profesores del colegio se metían con él. Y le daba algún dinero para gastar.
Aquel fulano con traje marrón lo había mareado con preguntas. ¿Por qué tanta curiosidad?
En cambio los policías de camisa blanca, pantalón azul y gorra de plato no habían dicho nada; ni una palabra. Le pareció que lo miraban con recelo. Ve a saber. Uno le había dicho, sin gritar ni nada, que los acompañara. El otro abrió la puerta de atrás del coche con luces azules para que entrara y se sentó a su lado. El que le había dicho que los acompañara conducía el automóvil. Le hubiera gustado que hiciera sonar la sirena, pero sólo condujo el coche, sin correr ni pasar ningún semáforo.
Habían llegado a la escuela dos hombres vestidos de calle, con ropa normal. Uno era el del traje marrón y el otro, más joven y con pelo largo, vestía cazadora y tejanos. El del traje llevaba bigote fino y le dijo que eran policías, pero no le enseñaron la placa ni le mostraron la pistola. Parecían hombres normales, como oficinistas Luego los policías de camisa blanca y pantalones azul oscuro le habían hecho subir al coche con luces.
El coche lo llevó a comisaría; lo leyó el cartel sobre la puerta con bandera española roja y amarilla. Los polis de uniforme lo entregaron al del traje y al de la cazadora, que iban en otro coche, y entraron todos. El joven le dio una coca cola, le hizo entrar en una salita pequeña y se sentó a su lado, pero no habló. La salita tenía una ventana que no daba a la calle sino a un pasillo con otra ventana desde la que se podía ver una sala más grande con mesas y más policías con camisa blanca y pantalón azul oscuro.
Se bebió la coca cola y pasó rato sin que ocurriera nada. Luego vio como su padre montaba el número en la sala mayor, lamentándose como una vieja; entonces el policía mayor que iba con traje y tenía bigote fino lo fue a buscar y lo llevó también a la sala grande. Le pareció que su padre había llorado. No dijo nada y a él se lo llevaron de nuevo a la salita más pequeña con el policía joven de tejanos y cazadora, pero entonces llevaba sólo una camisa negra. Pasó un rato y empezó a aburrirse. ¿Qué querían? Luego, entraron el policía más viejo y su padre, ya más tranquilo. El policía del traje y bigote se había quitado la chaqueta y le preguntó a su padre si tenía abogado o prefería uno de oficio pagado por el Estado.
El policía de los tejanos puso papel en una impresora y se sentó ante el teclado de un ordenador no demasiado antiguo. Escribió un buen rato, luego imprimió lo escrito y puso las hojas delante de su padre, mientras el policía mayor le decía que firmara y que quedaba enterado de los derechos de su hijo. Salieron todos y entró un policía con uniforme. Pasó más tiempo sin que ocurriera nada. Empezó a aburrirse y a tener miedo. No estaba seguro de qué le iba a pasar, pero no podía ser nada malo; sólo tenía catorce años.
Volvieron a entrar en la salita los policías de calle y otro con uniforme de camisa blanca y pantalón azul oscuro; también entró su padre con cara de viernes y un señor con chaqueta de cuadros, camisa rosa y corbata de colores. El hombre de la chaqueta de cuadros y su padre se sentaron detrás y los policías de calle, delante; el policía de uniforme se quedó junto a la puerta sin mirar a nadie, como si estuviera allí porque no tenía nada mejor que hacer. El policía de paisano más joven volvió a sentarse ante el teclado del ordenador.
Querían saber qué había pasado y cómo había empezado todo.
¡Qué pesados! La cosa ya duraba demasiado. Una broma está bien, pero tocar las narices cada día es otra cosa. No recordaba cómo empezó, pero sí que quién más se metía con él era el Edu. Edu era muy fanfarrón, un chulito. Le daba empujones por los pasillos, como si tropezara. No hizo caso porque, aunque no le hacía gracia, podía comprender que algunos hicieran gilipolleces, porque en el cole todo era un peñazo aburrido y había que pasar el rato. También estaban los que iban al servicio, se encerraban en un retrete y se la pelaban como monos. Él prefería pensar otras cosas, aventuras o luchas en las que siempre vencía.
Primero los empujones por los pasillos, pidiendo perdón con cara de palo, luego las risitas cada vez que un profesor lo nombraba o le preguntaba algo. Lo de las risitas le cabreó. Luego las risitas ya eran en el patio o en los pasillos. El mierda del Edu iba rodeado de sus lameculos. El Edu era alto y fuerte, pero él no le tenía miedo. Él no se metía con nadie y no le gustaba que se metieran con él. Las cosas ya fueron demasiado lejos una tarde en la que el grupito con Edu al frente le esperó a la salida del colegio y le llamaron enano y otras cosas. Él no era tan bajo, pero el Edu era más alto. Y le montaron el numerito cuando pasaban unas chicas del colegio de monjas de más arriba.
- ¡Enanito!, ¿vas a buscar a Blancanieves?
Conteniendo lágrimas de rabia y apretando los puños se fue corriendo, perseguido por los gritos del Edu y de sus lameculos.
-¡Llorica!
Los insultos y risas lo persiguieron hasta cuando ya no los oía. Llegó a casa y se encerró en el cuarto de baño donde lloró de rabia hasta congestionarse. Su madre se acercó a la puerta.
- ¿Te pasa algo, hijo? - preguntó solícita y preocupada.
Le contestó a gritos y la mujer regresó a la cocina. Cuando se calmó, se secó las lágrimas y, mirándose fijamente en el espejo que había sobre el lavabo, decidió que tenía que vengarse. No podía con todos, pero cogería por su cuenta al Edu, aunque fuera más alto. El colegio entero le respetaría.
Salió del cuarto de baño, cogió las rebanadas de pan bimbo con crema de chocolate que le había preparado su madre y encendió el televisor. Se sentó en el sofá y comió la merienda sin darse cuenta de lo que comía; tampoco prestaba atención a la serie de dibujos animados japoneses.
El Edu se iba a enterar. Nunca jamás nadie le llamaría enano.
Al día siguiente se levantó como todos los días. Desayunó sin hacer caso de la cháchara de su madre, cogió su mochila y salió hacia el colegio. Antes, mientras su madre le preparaba el tazón de leche con cacao soluble, había cogido cosas que necesitaba de los cajones de su padre, que había marchado un par de horas antes a trabajar.
Llegó al colegio justo para entrar en clase, porque así lo calculó.
Durante las clases, escuchó y no hizo ninguna de las cosas que solía hacer. No quería llamar la atención y que le castigaran obligándole a quedarse media hora más. No salió al patio durante el recreo y simuló que pasaba apuntes a limpio para que no le molestara ningún profe.
A la una sonó el timbre que señalaba la hora de salida, recogió sus cosas, las guardo en la mochila y salió al exterior con calma. En la calle, junto a la esquina, como otras veces, le esperaban el Edu y su grupo de pelotas. Simuló que no los veía y continuó andando hasta llegar a su altura.
El Edu le llamó enano de nuevo y fue coreado de inmediato por el resto de capullos, mientas el imbécil simulaba que dirigía una orquesta.
No se puso nervioso, porque lo que iba a hacer lo había decidido con calma y sabía que no tenía otra salida. Se detuvo ante el Edu y lo miró, mientras el otro continuaba llamándole enano.
Se metió la mano en el bolsillo del anorak y sacó la navaja de Albacete que había cogido del cajón de su padre. La abrió de un golpe y se lanzó sobre el Edu.
El muy imbécil no se lo esperaba. Puso enorme cara de sorpresa y miedo, y calló de repente; los otros gilipollas también dejaron de insultarle.
Le clavó la navaja varias veces en el pecho y en el vientre hasta que el Edu cayó sangrando como gorrino en el matadero. Los pelotas huyeron.
Limpió la navaja con un papel higiénico que había cogido en la escuela, la cerró, se la guardó en el bolsillo del anorak y se fue a casa sin mirar al Edu, que gorgoteaba en el suelo en medio de un charco de sangre.
Al cabo de un rato lo fueron a buscar los polis de paisano y los de camisa blanca y pantalón azul oscuro en un coche con luces azules. Entonces se enteró de que el Edu había muerto, pero no entendía por qué; no quería matarlo, sólo darle un escarmiento para que no se metiera más con él y lo respetara. Y ahora aquel hombre mayor de bigote fino lo mareaba con preguntas y más preguntas. Estaba harto.
En el depósit0, el Edu ya estaba rígido.

jueves, 19 de julio de 2007

Atracadora

Un agente de la Policía Nacional indica a la mujer el camino hacia la puerta. Juana sabe donde la llevan y cuanto tiempo tardará en salir.
Parece una eternidad, pero sólo unas horas antes, esa mujer corría como alma que lleva el diablo, perdiendo el aliento a cada paso. Los peatones se apartaban de su camino ante la negra pistola que esgrimía en su mano derecha y el gesto desesperado del rostro. En la otra mano, la izquierda, una bolsa de deportes se balanceaba al ritmo de la carrera.
Tras la mujer, gritos de alarma y miedo. Un hombre de mediana edad, bien vestido con un traje gris, con aspecto apoplético por el rostro enrojecido por el esfuerzo pulmonar, perseguía a la fémina armada, sin reducir la distancia que les separaba.
La mujer de la pistola se enfrentó a una calle con tráfico intenso; echó una rápida ojeada y se lanzó entre la barahúnda de coches. Frenazos bruscos, bocinazos y alguna que otra blasfemia la acompañaron en la frenética carrera hasta la otra acera.
La mujer se detuvo en seco. Un policía municipal tembloroso la apuntaba con su revólver. Otro policía local se acercaba corriendo, mientras se sacaba unas esposas del cinturón con la mano izquierda y con la derecha desenfundaba una pistola automática.
- ¡No te muevas!– grita nervioso el primer guardia sin dejar de apuntarle.
La mujer deja caer al suelo con suavidad bolsa y pistola, como si no quisiera dañarlas, y levanta los brazos. Se siente calmada, vacía. El segundo guardia la esposa con brusquedad. El primero aún la apunta, pero a las piernas. Acciona un transmisor.
Los minutos siguientes transcurren con la escena congelada. La mujer perseguida, erguida con ojos cerrados y manos adelantadas, como cuando las expuso al guardia para que la esposara. El primer policía todavía sujeta su arma, apuntando al suelo, y no sabe donde mirar; el segundo ha enfundado su automática y mira a la mujer detenida. Metros más allá, varias personas contemplan la inhabitual escena, temerosas y curiosas. Aparece un automóvil zeta de la Policía Nacional que se hace cargo de la detenida y la conduce a comisaría.
Juana tal y tal, veintiocho años, nacida en tal y tal, hija de Miguel y de Carmen, madre de…, residente en tal y tal. Antecedentes: detenida en… acusada de robo con intimidación. Se le han ocupado una pistola automática del calibre 6,35 y una bolsa de deportes que contiene tres mil cuatrocientos euros.
El teclado del ordenador suena rítmicamente mientras el inspector de guardia escribe el atestado de la detención. Juana, la mujer que corría pistola en la mano, sentada ante el policía con la espalda erguida, contesta como un autómata. Preguntas rutinarias, rituales. Y, casi sin darse cuenta, piensa. ¿Qué hará Ignacio, "el Gatillo", con el que había preparado el atraco? El Ignacio la ha dejado tirada al primer problema, cuando el director de la oficina bancaria ha empezado a gritar histérico. ¿En qué agujero se habrá escondido? Y Nico, que se supone es su compañero, ¿imaginará por lo que pasa ahora? Nico, que vuelve a estar encerrado tras fugarse de un furgón de la Guardia Civil en un traslado al juzgado para una rueda de reconocimiento, había vuelto a dejarla sola por meterse en fregados estúpidos. Si andas huido, ¿cómo trapicheas con tarjetas de crédito falsas? Lo trincaron enseguida con las manos en la masa. Entre el quebranto de condena, la pena anterior y la que le caerá, Nico se hará viejo en el “talego” y ella, viuda de hecho. Piensa en Enrique y Juanita, sus dos hijos pequeños. Ahora no está segura de si hubiese sido preferible fregar pisos y despachos, como tantas otras del barrio, aunque se gana bastante menos que atracando bancos, pero lo piensa ahora.
Siempre ha estado preparada para este momento; sabía a qué se exponía. La vida es una mierda, pero hay que vivir. No se queja, pero le jode. Hubiera querido tener otros padres, vivir en otro barrio, ir a la universidad… Y conocer a un tío que valiera la pena. Pero eso está difícil, más que lo de atravesar un camello el ojo de una aguja, que dijo no sé quien. Lo de los tíos está fatal.
El inspector escribe calmoso, mientras dos policías uniformados rondan por la estancia y los dos guardias urbanos que la han detenido esperan. El hombre bien vestido, con aspecto acoquinado, es el director de la agencia bancaria atracada. También espera sentado en un incómodo banco de madera sin saber qué hacer ni que postura adoptar.
Y Juana divaga, mientras contesta al policía con la frialdad y falta de interés de esas horribles muñecas con un disco con varias frases en su interior para simular que hablan.
Juana suspira. De ésta no se escapa. La primera vez, hace años, fue eso: la primera vez. Su abogada, Charo, una joven bondadosa y tenaz que le tocó de oficio, consiguió que el juez no la enviara a prisión preventiva y la pusiera en libertad sin fianza. Luego en el juicio, las cosas fueron mejor y Charo consiguió que le impusieran una pena reducida y no entró en la cárcel. Esta vez, no. Por suerte que tuviera pasaría encerrada unos años. Y su abogada -prefiere abogadas- no podrá argumentar que ha intentado robar un banco para comprar caballo, porque es una adicta enferma. Ella odia la maldita heroína y todas las putas drogas. No las ha tomado ni las piensa tomar. Atraca bancos para ganarse la vida, para sacar adelante a sus dos hijos, para vivir. Y, si es posible, mejor que hasta ahora; sin derroches ni caprichos irresponsables, pero mejor. No hay atenuantes, salvo que el juez acepte lo del estado de necesidad, pero más bien no. Los magistrados lo tienen en cuenta cuando uno no tiene donde caerse muerto y, aunque no es rica, lo suyo es un medio de salir adelante, una forma elegida de ganar el sustento. No tiene porque inclinarse ante nadie para ganar un sueldo de mierda. No ha hecho nunca daño a nadie ni piensa hacerlo. No le va. ¡Qué fácil hubiera sido pegarle un tiro al director del Banco –un blandengue- cuando se puso! Pero ni siquiera llevaba una bala en la recámara. Se lo tenía que decir a su abogada. Quizás el juez lo tuviera en cuenta.
Una furgoneta de la policía había recogido a Juana. El juez de guardia al que la llevaron los policías se limitó a decretar prisión incondicional. La furgoneta blanca y azul oscuro la llevó hasta la cárcel de mujeres.
Al día siguiente, cuando la celadora abre la puerta de la celda de ingresos por la mañana, Juana esta sobre la cama y en el suelo hay varias tiras alargadas, rasgadas, de tela negra.
-¿Qué haces con las piernas al aire? ¿Qué ha pasado aquí? –inquiere severa la funcionaria, señalando las bandas de paño negro.
- Un mal pensamiento – sonríe Juana -, pero ya pasó.
- No me vengas con bromas y cuéntame - amonesta la funcionaria.
- Esta noche me he desesperado. Desesperada de verdad. ¿Sabe lo que le digo? Yo no he estado antes en la cárcel.
- No te entiendo –le dice confundida la mujer uniformada.
- Pensé que podría colgarme y acabar de una puta vez –cuenta Juana relajada-. Me iba a fabricar una cuerda con la falda hecha tiras. Me he pasado la noche rasgándola a mano y no ha sido fácil, pero, cuando estaba a punto de trenzar la cuerda con los trozos y hacerlo, me he parado a pensar que tengo más ovarios que todo eso. Quizás al cortar la falda se me ha ido la depre.
- Vaya – dice la funcionaria sin saber cómo reaccionar.
- Pero ya me había quedado sin falda, y no tengo otra. No lo hago por exhibirme, señorita, aunque tengo buenas piernas. Ha sido un accidente, una estupidez. Lo siento.
- Ponte algo –replica la funcionaria con cara de póquer, y añade con voz más suave-. Vas a pasar revisión médica antes de ir al módulo y no irás con los muslos al aire. No sé nada ni he visto nada – y la funcionaria de prisiones cierra la celda con cuidado y se va cabeceando.
Juana sonríe y se cubre las piernas con una sábana corta, algo ajada y raída, que anuda alrededor de la cintura.

domingo, 15 de julio de 2007

Atracadores virtuales

Todo empezó en una localidad a cuarenta kilómetros de la ciudad. Unos delincuentes de tres al cuarto robaron un coche. No era un gran automóvil ni nuevo, pero era un coche. Los delincuentes se llamaban Genaro, Carlota y Andrés. Y robaban lo que podían. Sólo eran rateros de tres al cuarto, pero se creían los reyes del mambo.
Los chorizos, propiamente dichos, eran Genaro y Andrés. Carlota era ratera consorte; era la novia de Genaro, pero mandaba más que los otros dos juntos, porque tenía más bemoles, aunque no formara parte de la banda, estrictamente hablando. Los tres reventaban cajas de cabinas de teléfonos, cogían algún que otro bolso a viejas despistadas y robaban radiocasetes y otros objetos del interior de automóviles aparcados en zonas oscuras. El robo del automóvil le dio la idea a la Carlota.
- Hemos de dejar estos trabajos de mierda. No sacamos ni para pipas.
- ¿Y qué hacemos? - quiso saber Andrés. Genaro no preguntó nada porque le parecía que desmerecía si su chica era la que llevaba la voz cantante y pensó que si guardaba silencio, parecería que tenía una actitud inteligente.
- Ahora que tenemos el coche para ir donde queramos y escapar, demos un buen golpe - explicó excitada.
- Eso está muy bien - sentenció Genaro.
- Vale. Pero ¿cómo? Es más fácil decirlo que hacerlo - quiso saber Andrés.
- ¿Quieres ser un miserable toda tu vida? - inquirió belicosa la muchacha.
- No seas negativo, Andrés; procura ver las cosas con mejor ánimo – intervino Genaro, que vio la ocasión pintada para dejar sentada su autoridad como jefe.
- Vale, pero ¿qué hacemos? - insistió el otro sin siquiera intentar plantar cara a Carlota, porque significaría discutir o algo más con Genaro que bebía los vientos por ella. No era muy guapa, tenía los ojos demasiado juntos y la frente muy estrecha, pero tenía un par de buenas tetas y un culo prieto y alto que seducían al jefecillo.
- Atraquemos un banco - respondió Carlota sonriente.
- ¡Ostia! - exclamaron admirados los dos mangantes, pero al momento vieron alzarse un muro de dificultades, tal vez insuperables. No era nada fácil atracar un banco.
- Necesitamos un plan - sentenció Genaro, nada dispuesto a quedar disminuido por el empuje de su novia. Una cosa era que él la quisiera, que la quería de verdad, y otra que él no estuviera en su lugar de jefe de la cuadrilla.
- Lo que necesitamos es una pistola y no la porquería de destornilladores que utilizamos - contestó picada la muchacha -. ¿Nos van a dar el dinero por nuestra cara bonita?
- Claro que no. Tienes razón; necesitamos una pistola, pero también hay que planificar el golpe - dijo orgulloso porque la frase le salió redonda.
- Déjate de historias, Genaro, cariño - dijo la chica dulcificando la dureza de la respuesta -. Si conseguimos una pipa, entramos en un banco, apuntamos a la gente, les exigimos el dinero de las cajas y salimos zumbando en el coche en el que nos estará esperando Andrés con el motor en marcha.
- Es un buen plan - contestó Genaro aprobando lo dicho -. A eso me refería.
- ¿Y cómo conseguimos una pistola? - dijo Andrés, poniendo un toque de realismo en la conversación.
- La robamos, coño, que eres un agonías - contestó a gritos Carlota-. Ponéis pegas para todo.
Pero no era fácil. Estuvieron acechando de lejos a un policía nacional y luego a un policía local, que les parecía menos peligroso, pero no se atrevieron.
- Es muy difícil - dijo Genaro y esta vez su novia no le replicó -. Tendremos que ir a la ciudad y comprar una.
Fueron a la ciudad y Andrés habló con un amigacho que se dedicaba a pasar papelinas de heroína, quién les dijo que fueran a ver a un tipo que robaba en tiendas grandes y almacenes, quién, a su vez, les remitió a otro que compraba objetos robados.
- Vuestro hombre es Mario - les explicó cuando comprobó que eran de fiar.
Encontraron al Mario en un bar de putas del barrio antiguo.
- Tengo lo que necesitáis - dijo misterioso -. Pero os costará doscientos euros.
No protestaron; doscientos parecía un precio razonable por una buena pipa. Durante tres días se dedicaron a su actividad de siempre, pero con más intensidad y entusiasmo si cabe. Reventaron un par de docenas de cabinas de teléfonos. Les quitaron el bolso a tres viejas y le robaron la bicicleta a un niño que se había olvidado de sujetarla con cadena y candado. Cuando vendieron la bicicleta, con lo que les dieron por ella, habían conseguido ciento ochenta euros.
- Sólo tenemos ciento sesenta - le dijo Genaro al bribón que les vendía el arma, porque descontó veinte euros para pagar los tres menús de la comida de ese día en casa Manolo más un paquete de rubio -, pero vamos a dar un buen golpe y, con lo que saquemos, te acabamos de pagar la pipa.
- De acuerdo, pero entonces serán sesenta euros más cuando me paguéis.
- Son más de doscientos; es un abuso - saltó Carlota.
- No, son negocios. Os estoy fiando, fiar es un riesgo, y un riesgo vale dinero - dijo el desgraciado como si fuera Rotschild.
Aceptaron. Andrés le entregó los ciento sesenta euros de los que más de la mitad estaban en monedas pequeñas.
- ¡Joder cuánta moneda! ¿Os dedicáis a limpiar parabrisas de coches en los semáforos?
- No te pases de gracioso - le avisó Carlota.
El truhán les entregó un paquete envuelto en papeles de periódico y sujeto con gomitas finas de color verde y rosa. - ¿Y la munición? - preguntó Genaro.
- Está también dentro del paquete - contestó y se marchó rápidamente.
Los tres aprendices de atracadores de bancos se metieron en el coche que habían robado para estar al abrigo de miradas indiscretas, y desenvolvieron lo papeles de periódico. Un revólver algo oxidado del año de maricastaña y seis balas aparecieron ante sus sorprendidos ojos.
- ¡La madre que lo parió! - gritó Genaro.
- Ese mierda nos ha tomado el pelo - se cabreó Carlota.
- Comprobemos si funciona, igual no es tan malo como parece - intentó consolarlos Andrés.
- ¿Cómo quieres que funcione esta antigualla? - saltó Genaro - Este revólver lo llevaban los soldados del séptimo de caballería en el Oeste.
- Probémoslo - insistió Andrés -. De perdidos, al río.
Genaro cedió el arma a su compañero mientras rezongaba por lo bajo. Andrés cogió el revólver y lo abrió, le dio una vuelta al tambor, lo cerró y accionó el gatillo. El tambor corrió y el percutor se abatió con siniestro clic.
- Lo ves - dijo Andrés -, tiene mala pinta, pero funciona.
- Probemos las balas - dijo Genaro impaciente.
- ¿Estás loco? - intervino Carlota - ¿Quieres ponerte a disparar a las cinco de la madrugada?
- No, mujer - contestó Genaro paciente. Sólo quiero comprobar si las balas son del calibre adecuado para este revólver.
Lo eran. Genaro metió las seis balas en los seis agujeros del tambor, luego lo empuñó, deleitándose con su propia figura de peligroso atracador revólver en mano. Se sintió fuerte y poderoso y casi tuvo una erección.
- Estamos a punto - blandió el arma.
- No, todavía no - le enfrió Carlota -. ¿Dónde quieres ir a las cinco de la mañana? Los bancos abren a las ocho. Tenemos que esperar.
Estaban aparcados en una de las calles de la ciudad, apenas transitada a pesar de que a aquellas horas, obreros y empleados madrugadores ya andaban por ahí con cara de sueño. Andrés se puso a dormitar y Carlota cerró los ojos, aunque por su respiración ligera era evidente que no dormía. Genaro se puso a soñar despierto.
¿Cuánto podrían conseguir de un golpe? No estaba seguro; creía haber oído que fuera de la caja fuerte no solían tener demasiado dinero, pero seguro que habría ocho o diez mil euros para atender al personal que entraba y salía. Y con unos miles de euros se pueden hacer maravillas. Llevaría a Carlota a Canarias; siempre había querido ir a las islas donde siempre es verano. Y se compraría un equipo de música guapo y también ropa buena. Ropa de pijo.
Genaro se bañaba en agua de rosas pensando en lo bien que viviría a partir de ahora. No calculó que un robo en una oficina bancaria no da para mucho. No pensó que tras el primer golpe tendría que haber otros más y el riesgo aumentaría en progresión geométrica. Los hermosos sueños de futuro adormecieron por fin a Genaro. Carlota hacia rato que dormía el sueño de los justos o de los injustos sin el menor remordimiento de conciencia, que para el caso es lo mismo, y Andrés roncaba suavemente.
A un centenar de metros del lugar donde estaba estacionado el automóvil azul oscuro de los perdularios que esperaban la apertura de las oficinas bancarias, asomó por una esquina el morro de un coche zeta de la Policía Nacional de patrulla nocturna ordinaria. Algo les atrajo la atención del automóvil aparcado en la calle, el caso es que el zeta avanzó lentamente y estacionó a unos metros del coche robado de los futuros atracadores. El policía sentado al lado del conductor salió con la intención de pedir los documentos de identidad a quienes se adivinaba dentro del automóvil. En ese momento Carlota abrió los ojos, quizás avisada por un sexto sentido, acaso agitada por alguna pesadilla.
- ¡Mierda, la poli! - gritó cuando vio al agente uniformado dirigirse a ellos con calma.
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? - se despertó sobresaltado Genaro.
- ¡Joder! - gritó Andrés que, también despierto, se hizo cargo de la situación.
- Vamos, leche, arranca -, gritó histérica Carlota.
Y, mientras Genaro aterrizaba en la dura realidad, Andrés ponía el coche en marcha, metía la primera velocidad y salía a toda pastilla gastando con generosidad goma de las cubiertas.
El policía que se acercaba tranquilo al automóvil, quedó sorprendido por la reacción. Echo mano a su pistola automática PK 28, la sacó de la funda, le quitó el seguro y disparo dos tiros al aire.
- ¡Alto! ¡Alto!
Su compañero asomaba ya la cabeza por la ventanilla.
- ¡Sube, vamos tras ellos!
El coche azul de los aprendices de atracador ya giraba la esquina de la calle con una travesía más ancha y el zeta salió tras ellos. Durante unos tres largos, larguísimos minutos, el coche de la policía persiguió al automóvil azul. Los conductores de los escasos vehículos con los que se cruzaban o a los que sobrepasaban a toda velocidad miraban sorprendidos a todos los lados, esperando ver cámaras de cine o televisión. Al llegar a la gran avenida de la ciudad, insólitamente vacía de tráfico rodado, el automóvil azul de los revienta cabinas telefónicas enfiló hacia el norte a ciento veinte kilómetros por hora.
- Provocarán una desgracia - dijo el policía que no conducía.
Asomándose por la ventanilla y aprovechando el tramo rectilíneo de la avenida, apuntó con cuidado y disparó dos veces seguidas.
¡Bang! ¡Bang!
Una de las ruedas traseras del coche azul estalló y el automóvil empezó a hacer extraños culebreos. En el cruce con la calle transversal siguiente había una rotonda con la estatua de un presunto gran hombre. Contra ese pétreo monumento se estrelló el coche de los chorizos.
A las ocho de la mañana, cuando abrían sus puertas las oficinas bancarias, Genaro, Andrés y Carlota esperaban asustados en los calabozos de la Jefatura de Policía de la ciudad.
Hubieran tenido suerte. Al no cometer delito alguno, la posesión ilegal de una pistola casi de la guerra de independencia y la huída temeraria en automóvil no les hubiera reportado más que algunas molestias, quizás una ostia de reglamento y tal vez una multa. Pero el bravo Genaro se fue por la pata abajo y confesó lo que todavía no habían hecho. Y los entrullaron.
Además de ser unos pringados, habían visto demasiadas películas de serie B que los habían convertido en atracadores virtuales.

jueves, 12 de julio de 2007

La muerte no buscada

El edificio (gris, enorme y feo) ya no era un correccional; las monjitas lo habían transformado en residencia de señoritas: señoritas de provincias de quiero y no puedo. La mujer detuvo el utilitario y contempló la casona. Cerca había un instituto de bachillerato, al que llegaban apresurados alumnos tardones, y al otro lado de la calle, una de esas discotecas ruidosas, absurdamente iluminada por dentro, ahora silenciosa y cerrada.
La mujer vislumbró un hueco en la fila de vehículos alineados junto a la acera, puso en movimiento su pequeño automóvil, lo estacionó y salió del coche. Le dio como un vahído y tuvo que apoyarse en la puerta del coche.

Los recuerdos, intensos aunque confusos, se amontonaban en la mente, pugnando por llegar a la zona del cerebro en la que se afianza la conciencia nítida de las cosas. Muchos años atrás, en otro lugar de la ciudad, dos muchachas parloteaban excitadas mientras se dirigían hacia la estación del metro. Eran las cuatro de la madrugada y habían pasado una noche de fin de año estupenda con juergas y risas. Habían bailado sin descanso, se habían desgañitado, coreando los estribillos de las canciones que la orquestina acometía con más buena voluntad que arte, y habían reído hasta que les dolieron los costados. Y, además, les había tocado en suerte una gran botella de cava, de esas con las que los campeones de las carreras automovilísticas espurrean a admiradores y mirones cuando suben al podio.
Una chica era menudita y graciosa con un pecho espectacular, aunque tal vez no había cumplido los dieciséis; la otra, morena atractiva, lucía un tipo voluptuoso que acentuaba el vestido ceñido y corto que llevaba; debía sumar algo más de dieciocho, era una mujer. Ambas mozas caminaban ligeras y confiadas, a pesar de lo avanzado de la hora y la soledad de la calle. Quizás porque era la última noche del año y uno no imagina que le pueda ocurrir nada malo; también porque en muchas calles de la ciudad se veía mucha más gente de lo habitual. Parecía como si hombres y mujeres de toda edad y condición tuvieran necesidad de agotar la noche, esa última noche.

Las chicas andaban ligeras, charlando por los codos, comentando la fiesta, riendo escandalosas, ajenas a cualquier cosa que no fuera su propia felicidad.
- ¡Vaya tetas más divinas! - una voz ronca por el exceso de alcohol e inmadura por la adolescencia restalló como un látigo de carretero en los oídos de las muchachas.
Un grupo de cuatro gansos rondando la veintena, se había materializado como por ensalmo ocupando la acera e impidiéndoles el paso. Las muchachas descendieron bruscamente del pequeño paraíso de recuerdos inmediatos, con el que prolongaban la felicidad de la fiesta, y se detuvieron tensas.
Algunas botellas vacías por el suelo incrementaron la desazón de las chicas. Aquellos tipos estaban como cubas. El que había hablado era un gamberro de cabeza rapada con cazadora gruesa, jersey de cuello de cisne de color negro y pantalones caqui. Tenía la pinta de ser el jefe del grupito. Una cara llena de granos y unos dientes desiguales le proporcionaban un aspecto repulsivo.

- Dejadnos pasar, por favor- dijo serenamente la mayor de las dos muchachas, la del tipazo, tras respirar hondo para controlar la ira mezclada con temor que le ascendía por las entrañas.
- Estás muy buena, tía. Muy buena –. Gruñó el que parecía cabecilla de la panda- Anda, sé amable y ven conmigo un ratito a uno de estos portales; verás que bien nos lo pasamos.
La muchacha del minivestido lo miró con olímpico desprecio. La otra chica, la más menuda se apartó instintivamente, alejándose del grupo.
- Tú deliras, gilipollas - contestó desabrida y sin ninguna amabilidad la morena -. Dejadnos pasar de una vez.
El grupo se echó a reír como dementes, al tiempo que un par hacían gestos obscenos frotándose con fruición los genitales y relamiéndose los labios. La menudita empezó a sollozar.
- ¡Hostia, tú, qué tetazas tiene la pequeña! - gritó uno de los zangolotinos simulando el movimiento del coito. Y se lanzó con otro gamberro junto a la menuda, sujetándola entre ambos y sobándole el pecho.
La morena se revolvió como leona herida, dirigiéndose a los tipos que manoseaban a su amiga.

- ¡Dejadla, hijos de puta! ¡Dejadla u os rajo! - y blandía la enorme botella de cava con una expresión de furia tal que los violadores en potencia se apartaron.
La menudita se dejó caer suavemente al suelo llorando en silencio. La morena aún blandía la botella y el jefe de la pandilla de indeseables tomó cartas en el asunto.
- Esperad -detuvo a sus correligionarios. Luego se dirigió lentamente hacia la mayor de las muchachas con andares que posiblemente había copiado del protagonista de alguna infumable película americana de serie B-. La pequeña puede esperar. Primero me voy a follar a esta tía buena y luego nos follaremos a la bajita tetuda. No te resistas, nena, que me lo vas a agradecer. Será la mejor nochevieja de tu vida.
- Estás borracho, además de ser un imbécil de marca mayor - siseó la muchacha morena, conteniéndose a duras penas -. Dejemos las cosas como están y será mejor para todos. ¡Vamos, tú! - se dirigió enérgica a la menudita.
Pero la chica continuaba llorando en estado de choque mental, quizás, y el jefecillo de los gamberros estaba ya cerca de la morenaza, bajando y subiendo la cremallera de la bragueta de los pantalones, mientras sonreía mostrando los dientes desiguales.
- Vaya, la chica valiente se quiere ir. Ya es demasiado tarde, reina. Voy a follarte como nadie te ha follado jamás. ¡Ahora mismo! Y luego me follaré a esa amiga a quien tanto proteges. ¿O eres bollera y te la quieres follar tú? – y el inconsciente rió a carcajadas, como si hubiera dicho algo gracioso, coreado por sus pandilleros.

La morena esperaba tensa, sujetando la botella de cava por el cuello como si fuera una maza. El jefe de los gamberros se bajó definitivamente la cremallera de la bragueta de los pantalones.
- No des un paso más o me obligarás a hacer algo que no quiero - advirtió extrañamente serena la muchacha. Luego se dirigió a su amiga -. Levántate y ven a mi lado. Nos vamos.
-Si te enfadas, me excitas más, nena - soltó el ganso de la cabeza al rape, siguiendo un guión que solo él conocía y nada tenía que ver con lo que ocurría.
La muchacha morena retrocedió un paso enarbolando la botella da cava y el gamberro avanzó otro. Se detuvo y hurgó en el interior de la bragueta extrayendo el pene erecto.
- Todo para ti, mi vida - susurró el inconsciente. El resto de la pandilla hacia gestos guarros y animaba a su jefe, mientras la menudita volvía a llorar.
De repente, la morena se giró y, en la mejor tradición de las peleas cinematográficas, rompió la botella de cava contra un coche aparcado, quedándose en la mano con la mitad de la misma convertida en peligroso instrumento cortante, mientras el burbujeante líquido se desparramaba por la acera y salpicaba a la muchacha.
- Te he dicho que no des ni un paso más, imbécil. Habló en serio - dijo con voz concentrada la muchacha.
Toda la pandilla quedó impresionada por el gesto de la chica. Incluso el jefe, pero reaccionó enseguida y echó a broma la acción de la joven.
- Prepárate, cariño, porque te lo vas a pasar muy bien - le dijo mientras agitaba el pene tieso y se acercaba a la muchacha. Alargó un brazo y rozó un pecho de la joven.
Fue un grave error.
La morena de tipo voluptuoso con vestido corto y ceñido lanzó su mano derecha armada con parte de la botella de cava hacia la garganta del que quería violarla.
Los afilados bordes del vidrio desgarraron en un instante los músculos del cuello y seccionaron limpiamente la vena yugular provocando una fatal sangría. El frustrado violador se desplomó con una expresión de sorpresa inacabable. EI resto de gamberros quedaron petrificados unos segundos, para arrancar a toda velocidad, alejándose del lugar mientras gritaban "asesina".
La muchacha morena no se movió, sujetando aún el fragmento de botella convertido en arma mortal. La menudita se sentó en el suelo, llorando silenciosamente de nuevo, intuyendo lo que se les venía encima.
Pasaron unos minutos largos y la escena continuó sin alterar. La morena con la botella en la mano y la mirada fija no se sabe donde, el pretendido violador desangrándose en el suelo y la chica menuda llorando, sentada. Luego las cosas se precipitaron. Apareció un coche zeta de la Policía Nacional, un coche que acudía para evitar que unos gamberros les hicieran nada malo a un par de chicas, como había pedido por teléfono una anciana insomne, testigo lejano desde la oscuridad de la ventana del saloncito.La muchacha menuda no volvió a saber de su amiga morena, a la que la policía condujo por orden del juez de guardia a la prisión de mujeres. Tenía años suficientes para ser encarcelada. La pequeña fue llevada al correccional por no tener edad penal, le explicaron. El juicio se vio mucho tiempo después y, aunque ella nocompareció, porque los hechos ocurrieron cuando no tenía la edad para comparecer ante un tribunal ordinario, supo que su amiga morena había sido absuelta. El tribunal dijo que había actuado en legítima defensa y que la muerte no había sido un fin buscado sino la consecuencia de una acción desesperada ante la inminencia de la violación de las dos muchachas. Pero la muchacha supo que su amiga morena, la del tipo voluptuoso, estuvo casi tres años en prisión, porque el juez que instruyó su caso nunca accedió a las peticiones de libertad provisional de la abogada de la chica.
Como si hubieran apartado una nube densa y negra que ocultara el sol, la mujer se alejó del antiguo correccional, hoy residencia de señoritas, sin entrar como fue su primera intención. Era una mujer treintañera, agradable, menuda y con un pecho espectacular.

domingo, 8 de julio de 2007

El linchamiento

Pipo corría como alma que lleva el diablo; tan aterrado que temió irse por la pata abajo mientras corría. Treinta metros atrás, un centenar de airados hombres y mujeres lo perseguía enarbolando palos, bastones y un paraguas.
Vivía hace años en aquel barrio ‘tristemente conocido por la venta de droga’, como escribían los diarios cuando se referían al mismo. Él se presentaba a todo el mundo como Pipo. No se sabía a qué se dedicaba y siempre rondaba por el barrio. Se le veía ocioso, pero tenía dinero suficiente para invitar a una cerveza o jugar en las tragaperras. Era bajo, feo, fuerte y cuadrado. Como un dado. Solía vestir pantalón de pana negro y camiseta gris de cuello redondo; en invierno llevaba además cazadora tejana forrada con piel de oveja.

Pipo vivía en un bloque del barrio, en el sexto, y, aunque el piso no era grande, era su casa. Tenía cuarenta y cuatro metros cuadrados bien distribuidos. Lo más incómodo era que, cuando el ascensor se estropeaba, había que subir los seis pisos a patita. Cuando Pipo comprobaba que el ascensor no funcionaba, daba un profundo suspiro y subía los escalones, pero no se cagaba en nada; lo aceptaba con resignación. Era un modo de hacer ejercicio, porque había llegado a esa edad en la que no hacer ejercicio físico es un riesgo para el corazón. Se los habían dicho en Urgencias, cuando fue por una piedra en el riñón.
- Nada de tabaco, pocas grasas, menos alcohol y bastante ejercicio físico – le dijo la médico de Urgencias, una rubia seria teñida que no estaba nada mal -. Está usted en una edad crítica y no puede jugar con sus arterias.
Pipo supo entonces que tenía arterias, pero no le dio importancia. Pensó que aquella médico, si se arreglara y no le importaría darle un revolcón, pero sabía que era inalcanzable.
La vida resultaba casi plácida para Pipo, porque no aspiraba a mucho, hasta que empezó a ver cosas raras. Se mosqueó cuando un par de tíos de la asociación de vecinos lo miraron en el bar más de la cuenta y se pusieron a cuchichear. Les hubiera preguntado de qué iban, pero, como no le gustaban los líos, lo dejó. Él no iba por la asociación de vecinos, porque le parecía una pérdida de tiempo.
La siguiente señal de alarma la recibió al salir del bar: le seguía un jovencito con pinta achulada. Era del barrio, porque lo había visto antes. Como era de buen conformar, tampoco le dio importancia. Otra vez le pareció que le seguían, pero no se inquietó, porque la gente podía ir por donde quisiera. Se preocupó cuando Antonio, el del bar, le dijo que la asociación preparaba una asamblea movida. Y le guiñaba un ojo. Tampoco le hubiera importado lo de la asamblea ni el guiño del ojo.
- ¿Por qué me lo cuentas? – le dijo -. Yo no voy a las asambleas. Son un coñazo.
- Tu sabrás – sonrió Antonio.
Pero le aconsejó que se fuera del barrio una temporada.
- ¿Lo dices en serio? – preguntó confundido.
- Esta vez no harán campaña de prensa como otras veces – le explicó Antonio y bajó la voz con tono confidencial – Quieren pasar a la acción.
- ¿Qué acción?
Pipo no entendía nada, pero le olía mal.
- Creen que la policía les toma el pelo. Lo van a resolver ellos. Te lo digo – le susurró el del bar -, porque no me importa lo que hagas. Te considero un amigo.
Y Antonio se puso a secar vasos mientras de nuevo le guiñaba un ojo.
- Cada uno a lo suyo y Dios en casa de todos – le dijo sin venir a cuento, confundiendo el refrán.
Pipo abandonó el bar inquieto, sin saber qué le había querido decir Antonio. Se fue abatido a casa. Subió resoplando hasta el sexto piso, porque el ascensor volvía a estar estropeado, y se cerró en casa con doble vuelta de llave, aunque no sabía por qué. Pipo, como tantos vecinos de barrios de aluvión, se había gastado sus buenos dineros en una hermosa y sólida puerta blindada para proteger un piso de mierda.
Se sentó en el sofá de polipiel que imitaba bastante bien cuero de mediana calidad. Cogió el mando a distancia y puso en marcha la tele. Pasó de un canal a otro hasta que, aburrido y desasosegado, sin vencer la desazón, se levantó, se preparó una generosa ración de whisky a palo seco y la bebió en tres tragos. El efecto ansiolítico del alcohol le hizo sentirse mejor. Antonio el del bar se había vuelto loco. Entonces recordó los tipos aquellos de la asociación de vecinos y el joven chulito.
Algo se cocía, aunque no sabía qué. Los de la Asociación no debían tener nada mejor qué hacer. Intentó distraerse y se puso a leer un artículo en un diario deportivo afín al Real Madrid. Un periodista espabilado especulaba sobre el futuro de un jugador, aunque no había ocurrido nada para dar pie a la conjetura. Dejó irritado el diario.
Pipo decidió ir al videoclub a buscar unas películas para pasar la tarde: una de karatekas y otra de terror con mucha sangre y mondongos, los dos géneros que más le gustaban. Salió a la calle tras bajar deprisa los seis pisos mientras pensaba que luego tendría que subirlos. El aire era fresquito. Se fue a paso ligero hacia el video club, cinco calles más arriba. Estuvo en el video club un cuarto de hora hasta que se decidió por Kickboxer IX, una cinta de un grupo de justicieros que dominaban las artes marciales y corrían a golpes a docenas de delincuentes, y La matanza de Texas VIII, un filme sobre una carnicería en una granja abandonada en medio del campo donde habían ido a pasar el fin de semana un grupo de jóvenes de ambos sexos con intenciones lúbricas. Con los dos vídeos Pipo regresó distraído.
Casi tropieza con un nutrido grupo de personas que marchaban apiñadas por el medio de la calle. Una manifestación, pensó. A eso se refería Antonio al decir que los de la asociación preparaban algo. Como no quería líos, aceleró el paso y sobrepasó al centenar de vecinos. Avanzó deprisa y se colocó unos metros por delante.
- ¡Es él! – gritó una señora de pelo canoso recogido en un moño, calzada con zapatillas de fieltro y vestida con bata acolchada de color azul.
Y, como si fuera una contraseña, el grupo se puso a gritar.
- ¡Al paredón! ¡Al paredón!
Pipo se quedó de una pieza; le pasó como a la mujer de Lot, que se giró cuando huía de una Sodoma abrasada con fuego por cortesía de Yahvé, y el siempre cabreado Dios de los judíos la convirtió en estatua de sal por fisgona. Pipo quedó así: paralizado por el pánico. Con los adentros inmovilizados, como si su organismo se hubiera parado. Pero parte del cerebro de Pipo envió órdenes desesperadas para que despertara el instinto de supervivencia. La adrenalina se vertió en cantidades industriales e hizo reaccionar al cuerpo entontecido. Sus piernas salieron de la parálisis y corrió como un loco hacia su portal, al tiempo que los intestinos se soltaban y empezaban una agitada danza que le hicieron temer lo peor. La masa encolerizada salió disparada.
Pipo corrió y, por algún milagro, consiguió ponerse a salvo en el vestíbulo de su escalera. Cerró el cerrojo del portal con dos vueltas y miró alucinado a las docenas de vecinos que se lanzaban ciegamente contra el cristal del portal como mosquitos contra bombillas y faroles en noche de verano.
En algunos rincones del barrio se trapicheaba con heroína: algunos yonquis acudían al barrio para pillar sus papelinas del caballo de cada día. No se metían con nadie, pero la vida de las gentes decentes de un barrio es gris y monótona, y transformarse en cruzados contra el trapicheo (al que llamaban narcotráfico porque lo habían oído en la tele) daba dimensión épica a sus tediosas vidas. Periódicamente los vecinos más lanzados convocaban una asamblea de barrio donde se despotricaba contra los narcotraficantes y contra la ineficacia de la policía. Decidían escribir una carta al concejal del distrito y se le exigía dureza. El concejal no solía hacer caso en primera instancia, entonces los vecinos se reunían otra vez y llamaban a algunos periodistas. Si no había noticias más jugosas, las radios, alguna tele de medio pelo y un par de periódicos de tiraje discreto enviaban a becarios a hacer de redactores, que publicaban lo cabreados que estaban los vecinos con el concejal por las drogas. El concejal se enteraba y le decían que se habían metido con él en la tele. Temeroso de que la dirección del partido lo llamara al orden, visitaba al comisario de policía y le exigía severo hacer algo con las drogas. El comisario no se inmutaba, pero consultaba con Jefatura. Desde Jefatura le decían que hiciera algo, pero sin generar horas extras, porque no había presupuesto. Entonces el comisario lanzaba a sus policías a la calle a detener a una docena de camellos con despliegue de coches con luces azules y sirenas. Siempre detenían a los mismos y algún que otro nuevo. Los interrogaban y los llevaban ante el juez, que, tras escuchar aburrido a unos y otros, soltaba a la mayoría de los detenidos. Al resto lo enviaba a la cárcel, de donde, pagada la fianza, salían a los dos o tres meses a la espera del juicio que tardaba un par de años, cuando ya nadie se acordaba. Volvía la calma entre las gentes decentes y, al cabo de dos o tres meses, los camellos vendían de nuevo papelinas y la vida cutre del barrio recuperaba su pulso normal hasta el siguiente cabreo vecinal.
Pero esta vez se habían enfadado de verdad y querían disfrutar de su cuarto de hora de gloria, como Andy Warhol concedió a todo ser humano. Unos encolerizados vecinos se desgajaron del furioso magma justiciero que asediaba a Pipo para buscar un objeto contundente con qué forzar a golpes el portal. Alguien empezó a tocar todos los timbres con la pretensión de que algún vecino abriera, pero, como era habitual, el telefonillo no funcionaba y ningún habitante del bloque se atrevió a abrir sin saber a quién facilitaba la entrada. Pipo salió del marasmo cataléptico que lo había dejado clavado en el portal ante la ira vecinal y subió las escaleras de dos en dos hasta el sexto piso, al que llegó echando los pulmones por la boca. No conseguía meter la llave en el cerrojo de seguridad, pero al final entró en casa, cerró la puerta blindada y le dio todas las vueltas de llave que pudo. Ahora estaba en su castillo y nadie podría sacarlo. Fue hasta la cocina y comprobó las provisiones que tenía en la nevera para resistir un asedio prolongado: restos de espaguetis de hacía dos días, un yogur de fresa, otro de melocotón, una manzana pocha, una lata de sardinas abierta que olía mal y un par de huevos que no recordaba desde cuando estaban allí.
Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Achatados por la altura, más de un centenar de vecinos enfurecidos se agolpaban ante el portal, miraban hacia arriba y agitaban lo puños o los garrotes que esgrimían. Pipo se apartó de la ventana y se sentó en el suelo. ¿Qué pasaba? ¿Qué hacer? Creyó sufrir una pesadilla y se pellizco las mejillas con pasión. El súbito dolor le reveló que no se trataba de ningún desvarío onírico. Se enderezó y caminó atemorizado y sin sentido por el interior del salón.
¡El teléfono! Pipo se lanzó sobre el aparato góndola del año de Maricastaña. Levantó el auricular y comprobó con angustia que no daba tono. Entonces se acordó de que no había pagado el recibo de Telefónica que el banco había devuelto por error. Abajo, cuatro jóvenes sujetaban un tablón de madera, quizás cogido de alguna obra cercana, y lo utilizaban como ariete contra el portal. Pipo fue a la reducida habitación que utilizaba como dormitorio, que daba al exterior por la parte trasera del edificio, y comprobó con espanto que desde un sexto piso no había escape. Desesperado, buscó una cuerda con la desquiciada esperanza de poder deslizarse hasta el segundo piso, por lo menos, pero sólo tenía cordeles para tender la ropa.
Ocho minutos después -Pipo cronometró neuróticamente el tiempo- cuatro coches zeta de la policía estacionaban frente al edificio con escándalo de sirenas y centelleo de luces azules. Más de la mitad de potenciales linchadores huyeron que se las pelaban por calles adyacentes y el resto lo hizo cuando vieron salir de los coches a los agentes porra en ristre. Los guardias detuvieron a media docena de alborotadores a los que soltaron enseguida porque no tenían ganas de meterse enpapeleos.
Pipo nunca hubiera imaginado que se alegraría de ver llegar a la policía, como si fuera el Séptimo de Caballería en auxilio de los colonos, sitiados por los indios. Media hora después, en comisaría, Pipo se enteró.
Los que llevaban las riendas de la asociación vecinal habían decidido dar un escarmiento a los camellos del barrio y ahuyentarlos para siempre, pero nada duchos en información, planificación y represión, los traficantillos se habían enterado y marchado del barrio, a la espera de tiempos mejores. Frustrados, pero decididos a seguir, el vecindario beligerante contra las drogas, empecinado y puesto en pie de guerra, lo había escogido como camello, porque no trabajaba y tenía suficiente dinero para vivir. Juzgado y sentenciado: si no trabajaba ni cobraba el paro, era un camello.
- Tengo una pensión de invalidez –dijo Pipo con hilo de voz, temeroso de que también los polis creyeran que era un traficante – y otros ingresos modestos, pero legales.
- Lo sabemos – le aclaró un inspector de policía -. La invalidez es porque tienes un ojo de cristal, tan bueno que parece de verdad. Y los otros ingresos son de un puesto de cupones de lotería de minusválidos que te dieron también por lo del ojo; el puesto lo lleva un primo tuyo y os repartís los beneficios a partes iguales.
Pipo no denunció a nadie, pero desde entonces dejó de confiar en la humanidad.