lunes, 17 de diciembre de 2007

El problema de Adelaida

El ciudadano Lin Piao, honrado comerciante al por mayor, apresuró el paso. Era de noche y eso siempre da jindama en según qué barrios. Al llegar al cruce con la calle del Amparo, emergieron tres tipos surgidos del aire enrarecido con olor a meados de la estrecha calleja. Chinos, como él. Mal presagio. Un chino gordo y bajito con perilla ridícula le apuntó a la cabeza con una pistola y accionó el gatillo sin decir nada.
Pasaron tres cosas: la pistola no funcionó, el chino gordo soltó un alarido mezclado con tremenda blasfemia y el ciudadano chino Lin Piao se desmayó del susto. Segundos después salieron los tres chinos de naja como alma que lleva el diablo, si es que hubiera almas y también diablos que se las llevaran, como si no tuvieran otra cosa que hacer.
Cuando llegaron a la calle del Calvario, redujeron la alocada marcha y otro chino, sin perilla, espetó “¿Por qué corremos, joder?”. A todo esto, el chino gordo no cesaba de relatar por lo bajo palabrotas muy malsonantes. “¡Mierda de percutor de los cojones! Me ha pillado el jodido pulgar y me lo ha dejado cabronamente como una puta berenjena”.
Todo esto, en cantonés, el dialecto chino más hablado, pero la estancia en España les había acostumbrado a salpicar sus conversaciones con contundentes palabrotas de importación, pues sabido es que en chino no se dicen tacos: no está nada bien visto en sociedad.
“Te dije que este negocio de matar por contrato no es para nosotros, Chang", dijo el chino sin perilla. “¿Había que matarlo? No sabía”, intervino el tercer chino, más corto que las mangas de un chaleco; formaba parte del trío porque era cuñado de Chang y también porque medía un dos metros, y para atemorizar al personal iba que ni pintado. Lo llevaban con ellos por si acaso. No tenía que hacer nada, sólo estar ahí con su cara de tonto del culo. Un rostro de tonto del culo chino es tan vacío de expresión como el de un tonto del culo nacional, es cierto, pero resulta mucho más inquietante. Sobre todo si mide dos metros de altura.
“¿Qué hacemos?”, quiso saber Deng, el segundo chino. “ La hemos cagado la primera vez. Si corre la voz, seremos el hazmerreír del hampa”.
“Vale, matar no, pero podemos dar palizas por encargo”, propuso Chang. “Hagamos correr la voz. Apalizamos a cualquiera por encargo de quien sea, siempre que pague” concretó la idea.
El de los asesinatos por encargo era el segundo fracaso del grupo. El primero fue querer cobrar una póliza de protección a los negritos top-manteros de los alrededores de la estación de Atocha. Mil euros para que no les pasara nada. Aunque rebajaron a trescientos después de inacacabables discusiones, los morenos se resistían. Con esos precios ni siquiera cubrían gastos. Finalmente les dijeron que nones, que por más vueltas que le dieran no les salían las cuentas y, como los chinos insistieran, les enviaron a Mahmud Ryzab, un negro como un tizón de Sierra Leona, para convencerles de que no había trato por más que se empeñaran.
“Mi no paga”, les dijo escuetamente el negrazo. Kio Guang Ping, fiado de su envergadura, le cogió por la pechera para intimidarlo, pero le cayó el cielo encima. En realidad lo que le cayó fue una hostia inmensa que le propinó Mahmud, una hostia de las que ya no se ven. Sin enfadarse, porque sólo eran negocios.
Mientras Kio recogía unos dientes de la acera, el ciudadano de Sierra Leona aclaró: “Mi no paga una mierda. Mi rompe cabeza si joder colegas del top manta”. Deng y Chang decidieron abandonar el negocio de protección.
Abandonada también la actividad homicida, hicieron correr la voz por los vericuetos del hampa con la oferta de su nueva actividad: Palizas garantizadas. Y a esperar.
Por aquel entonces, Adelaida tenía un grave problema. Adelaida era una señora mayor de sesenta y tantos años, una viuda de Lavapiés que sobrevivía con quinientos cuarenta y siete euros de pensión, y con mucha imaginación. El problema se llamaba Miguel Fernando, su único hijo de 36 años de edad. Barriga cervecera, uñas negras, menos gracia que una patada en las partes bajas, sin oficio ni beneficio, que arrojaba la ropa sucia en cualquier lugar de la casa, que no tiraba de la cadena después de orinar, que siempre dejaba la tapa del retrete levantada y que solía dejar la nevera temblando.
Aunque Adelaida se lo había pedido de todas las maneras posibles, Miguel Fernando se negaba en redondo a abandonar la casa materna. Como si fuera tonto, decía el capullo. Además de no dejarla vivir sola tan ricamente, el sinvergüenza la trataba como basura. Al mamón nunca le parecía bien la comida que le guisaba su madre y la humillaba con frecuencia. “¡Vaya mierda de macarrones, madre!” protestaba un día. "¡Los macarrones fláccidos de Adelaida garantizan el regüeldo y repiten toda la tarde!" “¿A esto le llamas cocido?, gritaba ante otra comida. "Los cerdos comen mejor, tía”. “No soy tu tía, soy tu madre, descastado y me debes respeto” protestaba entre lágrimas contenidas Adelaida. "¡Anda y ve a cagar!", rebuznaba el cabrón. Y la pobre Adelaida se encerraba en la habitación llorando a mares, pensando que qué había hecho ella para merecer esto.
Miguel Fernando hacía algún trabajo de mierda que otro, pero la pasta que conseguía la fundía en porros, cañas y whisky de garrafón. Adelaida estaba harta, muy harta. Y no sabía qué hacer. Un yonqui del barrio de toda la vida le propuso una solución. Un colgado al que ella había tratado bien, cuando el resto del barrio le escupía.
“Hay unos chinos que por una cantidad razonable convencen a cualquiera”, le dijo misterioso una tarde en la que Adelaida le invitó a merendar café con leche y magdalenas para desahogarse y le contó su problema.
Adelaida, desconocedora de los entresijos y del lenguaje del bajo mundo del delito, no se enteró de lo que le decía el tipo.
El narcoadicto se dejó de eufemismos y fue al grano.
“Mi camello me insultó, ¿sabe? Me faltó al respeto; no me fio unas papelinas, a mí, su cliente más antiguo. Me enteré de que había unos chinos que daban palos por encargo y los fui a buscar".
"¡Dios mío!" se horrorizó Adelaida cuando supo qué le proponía en realidad el heroinómano. "Me pidieron mil euros", añadió el otro. "Yo no puedo pagar eso" dijo despistada Adelaida sin ser consciente de que la protesta incluía la posiblidad de dar un escarmiento al cretino de su hijo. "Son buena gente, doña Adelaida , el dinero no será problema. Me rebajaron hasta quinientos, porque necesitan trabajar, como todo el mundo. Son tiempos duros para todos. Reventé unas cabinas de teléfono, pero sólo recogí cuatrocientos y pico en montones de monedas, pero los amarillos se portaron y me hicieron el trabajo sin pedirme el resto. No se cabrearon por tantas monedas, que se las tuve que llevar en una bolsa del Carrefour. Cumplieron y al camello le dieron de hostias hasta en el carné de identidad. A los dos días, cuando se recuperó y salió de nuevo a la calle, el tío me fió de nuevo.”
Pero Adelaida tenía reparos. “Es un vago y un sinvergüenza, pero es mi hijo”. “Señora Adelaida, esos chinos son muy profesionales. Si les pide que no le hagan daño serio, le dan de palos al cabrito de su niño, pero no le rompen nada”. "No sé, no sé", murmuraba la señora sumida en un mar de dudas.
Adelaida se decidió sólo a pedir información tras muchas vacilaciones y llamó al número de móvil que le dio el yonqui. Pero no pudo hablar con los chinos, porque se les había acabado el saldo. Mientras tanto, Miguel Fernando rebasó el colmo de la paciencia de su santa madre. Tras insultarla del modo más vulgar que nunca en plena borrachera de vino de Jumilla, la obsequió con una vomitona king size en medio del salón; un vino con muy mala resaca, como es sabido. La señora Adelaida expulsó los últimos remordimientos de su corazón y, cuando los chinos le devolvieron la llamada tras cargar la tarjeta con diez euros, les encargó que convencieran a su hijo de que debía marcharse de casa de una pajolera vez, pero que no le hicieran mucho daño. No haría falta mucho, les explicó, porque el cabroncete era un cobarde, y un comemierda, añadió.
Los chinos previamente localizaron a Miguel Fernando, le siguieron y tomaron nota de sus costumbres y de sus recorridos. Eran unos profesionales. Pero el trabajo no se llegó a hacer.
Un grupo de policías de seguridad ciudadana, que operaba de incógnito en Lavapiés, hacía tiempo que vigilaba a Chang, Deng y Kio. A los polis de la secreta les mosqueaban aquellos tres chinos de los que no se conocía ni tienda de todo a cien ni taller de confección clandestino ni restaurante de chop suey. La cosa se aceleró cuando el ciudadano inmigrante con papeles Lin Piao se recuperó del trauma de haber estado a punto de ser asesinado a tiros y se lo contó a su mujer, una recia gallega de Villagarcía de Arousa. “¡Chinitos a mí!” dijo encendida en santa cólera. “A mí, que me he toreado a los peores capos de las rías baixas”. El chino Lin, la convenció de que era mejor dejárselo a la policía y no encargarse ella misma del asunto. Hecha la denuncia, el citado grupo de maderos de incógnito se puso en marcha con celeridad. Siguieron y vigilaron a los tres chinos durante unos días. No hacían nada, cierto, pero podían pagarse tés y cañas en los baretos del barrio, comían en restaurantes, aunque de menú, iban al cine a ver películas de Jackie Chan e incluso fueron de putas un sábado por la noche. ¿De donde sacaban el dinero los jodíos si no trabajaban ni tenían negocios conocidos? Convencieron al juez de guardia, quien les autorizó a registrar el tugurio en el que vivían los tres hijos del Celeste Imperio. En el registro les ocuparon una pistola vieja que se encasquillaba, dos navajas de Albacete sin estrenar y una cámara infantil de vídeo, conseguida con una cartilla de cupones de El País. De la cámara rescataron imágenes de Miguel Fernando. Miguel Fernando en el bar, entrando en el portal de su casa, saliendo del portal de su casa, entrando en el bar, saliendo del bar, vomitando en la calle, cascándosela en un parque... Los chinos confesaron que tenían que darle de palos sin consecuencias posteriores ni efectos secundarios, pero que no habían pasado todavía a la fase ejecutiva. Convenientemente presionados, los chinos dijeron que el encargo lo había hecho una ancianita de cabellos blancos, pero los polis, tras alzar la mano sin intención real de darles (porque es anticonstitucional) al tiempo que les decían "te daba así, ¿te crees que somos tontos?", les aseguraron que, con trolas tan burdas como esa, lo tenían mal.
Su señoría consideró que las malas intenciones confesadas respecto a Miguel Fernando constituían un delito de conspiración. Como tampoco se tragó lo de la ancianita inductora, pensó que ahí había algo gordo y los envió a la prisión de Valdemoro, porque la de Soto del Real estaba hasta la bandera, que más adelante ya se vería que aportaba la investigación.
Adelaida se alegró, no de que hubieran trincado a los chinos, pobrecitos, sino de que no hubieran podido hacer el trabajo, porque al fin y al cabo era su hijo, parido con dolor. Pero ella ya estaba decidida y lanzada. Las cosas no iban a continuar como hasta entonces. Ignorante de que se había librado por pelos de ser detenida y procesada, cambió la cerradura vieja por otra de alta seguridad; se fue a la peluquería y se gastó una pasta en teñirse, hacerse mechas y un corte medio punky; se compró unas blusas y faldas en 'Desigual' para cambiar de imagen, y remató la operación con la compra de unas botas de motera con hebillas. Luego, con la moral mucho más alta y la autoestima más sólida, sacó las cosas de su hijo al rellano de la escalera, le dijo a la vecina de al lado que contara a su hijo lo que pasaba, y se largó unos días a Benidorm con los ahorros de la libreta de Cajamadrid, ahorros con los que hubiera pagado a los chinos de haberse cumplido el contrato. En Benidorm conoció a un viudo muy apañado con sólo sesenta y ocho años y un metro noventa, y se lió con él.
El viudo, perdidamente enamorado de Adelaida, la ayudó a convencer a Miguel Fernando, cuando lo encontraron lloroso ante el portal de la casa otrora familiar al regreso de Benidorm, de que tenía que irse de casa, porque ya tenía edad y era mejor para todos.
Sería por la considerable envergadura de su nuevo padrastro que inspiraba respeto, sería por la patada en los testículos que le propinó cuando Adelaida entró en el piso y no los veía, el caso es que Miguel Fernando se fue de la casa materna definitivamente.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Castigo y comunion

El guiso casi estaba. En el wok, dos alargados trozos de carne se cocinaban sumergidos en un caldo espeso. El presunto cocinero, varón de cuarenta y pocos años y aspecto elegante, llenó una cuchara y probó el guisó. “Ya casi está” se dijo a sí mismo. Entonces sonó el timbre de la puerta con insistencia.
Unos días antes, Aquilino Aquiles fue elegido presidente de la comunidad de vecinos por unanimidad. En realidad, fue elegido por narices y sin estar presente. Le tocaba. Nadie quería ser presidente, pero era obligatorio que hubiera uno y se decidió tiempo atrás en una agitada y alborotada reunión que todos fueran presidente por riguroso orden de viviendas. Y ahora le tocaba al ático B. “Qué raro que Aquilino no haya venido, con lo formal que es”, comentó un vecino.
Al acabar la reunión de la comunidad, casi tan breve como un coito de varón medio español, María Antonia del cuarto C se puso junto a Hortensia del segundo B para regresar a sus respectivos pisos y chismorrear un poco.
“Qué raro lo de Aquilino”, comentó Hortensia.
“Hace unos días oí una discusión muy fuerte en su piso”, dijo en tono inquietante la otra y el ‘muy fuerte’ sonó a algo terrible.
“¡No me digas! Cuenta, cuenta mujer”, exigió la otra, encantada por hozar en miseria ajena.
“Gritos con muy mala leche. Con mucha rabia”.
“¡Jesús, Jesús! ¿Pillaste algo?”
“Pues no, pero me pareció que alguien hablaba en portugués, pero… no sé, quizás con acento de la isla de Madeira”. La María Antonia es maruja vocacional, pero tiene el graduado escolar y viajó con su marido a Lisboa en un viaje organizado por el Centro Social del barrio que les salió muy apañado; allí se enteró de que Madeira era una isla que pertenecía a Portugal.
Pillaron al presidente saliente, el del primero D, para contarle que qué raro que Aquilino no hubiera ido, y los días que no le veían. Les dijo que él ya no era nadie y que esperaran a Aquilino que era ahora el presidente. Qué paradoja, ¿cómo esperar a Aquilino, cuando justamente ellas temían por Aquilino?
“Pues denunciad su desaparición a la policía”, zanjó con ganas de que le dejaran tranquilo, que iban a dar el partido del Real Madrid ya mismo.
En comisaría no tuvieron más remedio que aceptar la denuncia por desaparición, porque habían transcurrido tres días desde la audición de la bronca por María Antonia. Aquilino, cincuenta y seis años, anticuario… El inspector de guardia escribía la denuncia con dos dedos y mucha dedicación. Un colega, que por allí pasaba, husmeó por encima del hombro del escribiente.
“Ese Aquilino Aquiles ¿no lo interrogamos cuando el asunto del club ‘Antineo’ donde decían que había chaperos que eran menores?”
“No había ningún menor implicado y cerramos el caso” le contesta sin demasiado interés el poli que rellena el formulario.
“Pero mariconeo sí había, ¿no?”
“No es delito entre adultos. Cada uno hace con su culo lo que le apetece”, le dijo harto ya, porque sabía que el otro era un carca del copón.
Las que se bañaban en agua de rosas eran las dos vecinas. ¡Don Aquiles, gay! ¡Quién lo iba a decir!
Días después, la policía descubrió en el fondo de un contenedor un cadáver desfigurado con signos de violencia extrema, desnudo, maniatado con un cable de ratón de ordenador y un tanga de varón de piel de leopardo metido en la boca como mordaza. Las pruebas forenses determinaron que no era Aquilino Aquiles, como los polis creyeron al principio, sino Tiburcio Aznárez, y comprobaron que también era anticuario. ¡Ángela María! ¿Qué estaba pasando? Un anticuario desaparecido y otro asesinado.
Los polis son tozudos, porfiados, tenaces y empecinados, y se creen como la Biblia que por el hilo se saca el ovillo. E investigaron.
“Un asunto de celos mariconiles” quiso zanjar el asunto el pelota del grupo de homicidios, que era un majadero.
“No, ni tampoco pasión sexual desatada. No hay indicios de chaperismo ni de coyunda homosexual”, replicó aburrido el jefe del grupo que investigaba el marrón de los anticuarios. “Si no es sexo, entonces ¿qué?”, insistió el bobo, que tenía menos imaginación que un calamar.
El poli superior miró con fijeza a sus inspectores subordinados y sentenció: “Al Capone decía a sus esbirros, cuando le planteaban conflictos que parecían insolubles: sigue la pista del dinero. Y eso haremos”. Al poli tonto del haba le parecido mal que el jefe citara a Al Capone, pero no tuvo güitos para decírselo; a fin de cuentas, él sólo era un memo.
¿En que líos ilícitos podían estar dos anticuarios? Incalculables, pensó el jefe. Los de protección del patrimonio de la guardia civil les indicaron que los anticuarios de marras habían sido investigados respecto a estatuas, bustos, cerámicas y cabezas romanas de excavaciones arqueológicas de origen poco claro. Empezarían por ahí.
La suerte les echó un cable, porque días después trincaron a un tío que intentaba vender al Museo Arqueológico una estatua de sátiro desnudo que había desaparecido misteriosamente del mismo museo años antes. El sátiro estaba provisto de un falo enorme, así como de una lúbrica expresión que daba miedo, razón por la que el conservador del museo que recibió la oferta de venta supo sin necesidad de peritos que era el sátiro perdido y ahora hallado.
El pringado que intentó la venta era un correveidile del anticuario del tanga en la boca, pero también había trabajado para Aquilino y, convenientemente presionado, hizo aparecer un tercer anticuario relacionado con los otros dos. ¿Para que relacionarse esos tres? quisieron saber los polis. "Chanchullos", dijo confidencial el sujeto, pero no supo concretar.
“Orden judicial, registro y arresto” ordenó, todo energía, el jefe de grupo, de nombre Matías, aunque él se empeñaba en que le llamaran Mat, porque creía que hacía más poli.
Dos inspectores con tres agentes uniformados irrumpieron en el piso del tercer anticuario tras haber tocado el timbre con insistencia. Enrique Alberto, el tercer anticuario bajo sospecha, quedó patidifuso al ver la fuerza policial.
“¿Qué pasa? ¿Qué quieren?” dijo bastante jiñado. “Llamaré a mi abogado”, añadió en un vano intento de dignidad.
“Esto no es una peli americana, tronco”, le dijo uno de los inspectores, mientras le mostraba la orden firmada por su señoría que autorizaba a registrar hasta el último rincón de la vivienda.
“Huele raro, ¿no?”, dijo de inmediato uno de los agentes uniformados, con el escaso sentido de la oportunidad que caracteriza a algunos subordinados. No le hicieron ni caso, ellos iban a lo que iban.
Los polis se distribuyeron por el piso e iniciaron la sistemática tarea de rastrear, cachear y hurgar hasta el último rincón. El poli uniformado que había hablado y perdido una hermosa oportunidad de estar callado fue destinado a registrar la cocina, amplia y luminosa. Al escaso minuto de iniciar su tarea, un aullido estremecedor, un grito terrorífico convocó a la cocina al resto de maderos. El poli regurgitaba hasta la última papilla con grandes espasmos y ojos desorbitados, apoyándose con la mano izquierda en una mesa blanca de madera lacada, en tanto indicaba desmayadamente la cocina vitrocerámica sobre la que humeaba un wok.
Los inspectores se acercaron. En el interior del wok se cocinaban dos brazos humanos en medio de un caldo espeso de agradable aspecto. Rasurados los brazos y desprovistas de uñas las manos. Olía raro, como había dicho el poli pardillo, pero no olía mal.
Transcurrido el inevitable tiempo de vomitera colectiva, recuperación del ánimo y asentamiento del equilibrio gastrointestinal, los inspectores continuaron su registradora tarea con mayor ahínco si cabe, en tanto los uniformados trincaban y esposaban al anticuario Enrique Alberto.

Otro policía abrió el congelador junto al frigorífico y se asomó al interior humeante por el intenso frío. Junto a unas cajas de langostinos tigre y una bolsa de pulpo cocido congelado de excelente pinta, yacía cuidadosamente envuelto en plástico transparente el tronco de un varón maduro, alguien que en vida no era joven. En una caja de cartón hallaron huesos humanos: húmeros, cúbitos, radios y dos fémures. Y en dos bolsas de plástico aprovechadas de 'El Corté Inglés' encontraron unos pies también humanos y dos orejas de considerable tamaño.
Cuando le comunicaron los hallazgos por teléfono, el jefe de grupo recordó que las vecinas denunciantes habían dicho con regocijo que Aquilino Aquiles tenía grandes orejas, cuando se tomó nota en comisaría de las características personales del presunto desaparecido.
“No ha sido una venganza, más bien un castigo”, matizó Enrique Alberto antes de que nadie le hubiera peguntado nada.
“¿Castigo?”, dijeron a dúo sin proponérselo los dos inspectores, que habían registrado la vivienda.
“Castigo sí, por su inaceptable incompetencia, por su codicia sin freno, por su estupidez”, explicó Enrique Alberto.
El plan, que había trazado él, era sencillo y contundente. Por medio de una red de espías rústicos y rurales, localizaban restos arqueológicos que pudieran venderse a buen precio en el extranjero, expoliaban de noche y preparaban el papeleo de día para exportar en un futuro prudente.
“Castigo ¿a santo de qué?”, preguntó el inspector jefe en el interrogatorio oficial en comisaría.
“Se empeñaron en vender en seguida para sacar beneficios inmediatos, y el plan era esperar para exportar sin sobresaltos. Pero, sobre todo, no vender nunca aquí. Querer vender la estatua del sátiro al museo del que fue sustraída ha sido la gota que colmó la copa de mi paciencia”.
“¿Por qué el trato diferencial a Aquilino y Tiburcio?”
“Ambos eran diferentes, y eso exigía diferentes castigos. Tiburcio era soez y de una vulgaridad insultante. En cambio Aquilino era casi un señor y casi amigo mío.
“¿Y entonces?”, preguntó uno de los polis con una cefalea enorme, porque cada vez entendía menos qué coño pasaba allí.
“A Tiburcio, hortera, pedestre y chabacano, simplemente castigo. Pero lo de Aquilino ha sido una medida terapéutica”, explicó ensoñador. “Si no está entre nosotros, no puede perjudicar el negocio, por tanto, convenía que despareciera sin dejar rastro. Pero por otro lado, su desaparición hubiera sido una especie de homenaje, no sé si me entiende, de no haberlo impedido ustedes. Yo no me como a cualquiera, señor. ¿A usted le da igual un entrecot de ternera de Ávila que una chuleta de cerdo común? Soy un gastrónomo refinado, un avanzado, inspector. Lo de Aquilino ha sido una especie de comunión, no sé si me entiende.
“Y las piernas”, intervino otro de los inspectores. “No hemos encontrado las piernas del interfecto en su congelador”
“El domingo pasado invité a unos amigos a una barbacoa en mi terraza”, explicó Alberto Enrique. “Estuvo muy bien. Se fueron muy satisfechos, convencidos de que habían comido ñandú”.
Las mujeres de la limpieza reivindicaron al día siguiente más salario. Si tenían que limpiar vomitonas, exigían un plus o iba a limpiar la señora madre del comisario.