martes, 7 de agosto de 2007

Por narices

Frito. Quién en vida atendía por Mariano, ahora estaba frito. Muerto, mayormente. Quién había sido varón de estatura mediana y fuerte complexión se había convertido en una momia ennegrecida con los brazos extendidos, cuál pontífice saludando a fieles enfervorizados en la plaza de San Pedro, con los carbonizados brazos y manos uniendo aún sendos cables pelados del tendido eléctrico del convento de Santa María Auxiliadora. Fue sor María de la Alegría quien encontró el cuerpo crepitante de Mariano y avisó al servicio de urgencias, pero no había urgencia que atender, solo orar por su alma. Mariano estaba muerto y muy muerto. Achicharrado. Tanto que, con un par de meneos, el quemado se convertiría en ceniza y la familia se ahorraría la incineración.
Mariano era el administrador -y hábil chapucero para reparaciones domésticas- del convento de las hermanas de no recuerdo qué sagrado corazón de qué santo, en el que acogían niñas huerfanitas y abandonadas por sus descastados o menesterosos progenitores, que de todo hay en la viña del Señor.
Tras el levantamiento del cadáver por la autoridad judicial, la Guardia Civil determinó que el deceso y tránsito de Mariano se debió a un lamentable accidente cuando reparaba un enchufe en el refectorio de las monjitas; el enchufe que recibía el cable de la lámpara de flexo que iluminaba el libro ejemplarizante que, colocado sobre un atril, leía una sor para amenizar el obligatorio y devoto silencio de los refrigerios de la comunidad. Las monjitas aceptaron resignadas la desaparición de quién les resolvía los entuertos caseros y rumiaron a quién contratarían para sustituir a Mariano. Todas, menos sor Piedad, la monjita que cumplía las funciones de mayordoma o hermana cillerera. Sor Piedad se quedó con la mosca tras la oreja, pues había solicitado a Mariano que reparara el enchufe de la lámpara del refectorio, porque la conexión flojeaba y la luz iba y venía dificultando la lectura, y así lo había hecho sin problemas el plural y eficaz administrador, pero días antes del electrizante deceso. ¿Por qué razón Mariano reparó lo reparado?
Con el ánimo lleno de oscuros e inquietantes presagios, sor Piedad decidió hurgar en los efectos personales del fallecido antes de entregarlos a posibles parientes o a los pobres, en caso de no haberlos. No supo muy bien por qué, aparte de una irresistible y tal vez pecaminosa curiosidad, pero se dijo que acaso entre las cosas del finado encontraría alguna señal que aliviara la desazón que tan terrible e inexplicable muerte le causaba.
Con leve malestar por la conciencia de pecado venial que cometía, sor Piedad registró la maleta del finado, que prudentemente había sacado de la casita exterior al convento propiamente dicho, donde residía Mariano en vida, y trasladado a su celda después de que las monjitas se hubieron recogido en sus austeros aposentos tras el rezo de completas.
Iniciado el cacheo de las pertenencias de Mariano, Sor Piedad reprimió un grito escandalizado. Tras calzoncillos limpios (usados y deshilachados), calcetines y camisas, encontró oculta una cajita de impuros condones así como dos revistas con exuberantes mujeres desnudas en obscenas posturas. Ella nunca había tenido una caja de preservativos en las manos, pero había visto un anuncio en la televisión. Sor Piedad murmuró una jaculatoria pero, pensándolo mejor, musitó una breve oración por el alma del obsceno y finado Mariano, y continuó su labor registradora, no sin antes haber echado una atenta mirada a las revistas. Para combatir el pecado, hay que conocerlo, pensó.
Resistió la tentación de abrir uno de los sobrecitos contenedores de condones y se centró en la tapa superior de la modesta maleta, en cuyo bolsillo interior, la monjita encontró una libreta escolar nueva, un cuaderno rayado para facilitar la escritura con una fecha en la cubierta. ¡La fecha del letal accidente de Mariano!
Sor Piedad se persignó, colocó una toalla frente a la rendija del suelo de la puerta de la monjil celda, para que no se viera luz desde el exterior, y se dispuso a leer el cuaderno, escrito con letra insegura, pero legible:
“Me pongo a escribir sin ser muy consciente de por qué tengo necesidad de contar lo terrible que me ha ocurrido en los últimos tiempos. Tal vez porque la escritura expresa nuestra necesidad de inmortalidad, como dicen cursis y pedantes. Aunque, bien mirado, sí lo sé. Necesito que quién yo sé es el responsable real de mi muerte -aunque ningún fiscal ni tribunal pueda relacionarlo directamente- pagué por ello de una forma u otra. Doctores tiene la iglesia y jueces los tribunales. Tengo muy presente el momento en el que subí a mi Seat Ibiza y me dirigí hacia la autopista, de regreso hacia el pueblo. ¡Ojala nunca hubiera salido! Estaba nervioso, pero, al mismo tiempo, frío por dentro, no sé si me explico. Cómo no iba a estar nervioso si acababa de matar a un hombre, aunque ese hombre me hubiera causado una desdicha imposible de soportar. Eso creía en ese momento. Pero lo que me puso nervioso de verdad, histérico, fue que, circulando a buena marcha por la autovía, me sobrepasara un automóvil de la Guardia Civil y se colocara ante mi coche. ¿Por qué un vehículo de la Benemérita me adelanta para continuar a la misma velocidad que yo? No sé qué pasó por mi cabeza, pero se me nubló la razón y salí zumbando por la siguiente salida. Recuerdo que lo hice a toda velocidad, mirando por el espejo retrovisor para ver si el coche de los civiles me seguía, y, cuando menos lo esperaba, me encontré frente a un sólido muro de piedras de color rojizo, a todas luces la alta tapia de un chalet.
Lo siguiente que recuerdo como en sueños fue una luz intensa sobre mi cabeza y alguien, hombre o mujer, con media cara tapada y el cabello cubierto por un gorro de tela verde, que parecía prestarme mucha atención. Luego, mucho más tarde, cuando recobré algo la conciencia, supe que me habían llevado con urgencia a un Hospital cercano al lugar del accidente.
Estuve sumergido en el territorio indefinido de la inconsciencia que linda con la muerte durante días y días. Cuando desperté, aún estuve postrado varias semanas más, pero de lo que fui consciente de inmediato fue que tenía la cara vendada por completo, salvo los ojos y los agujeros de la nariz. Nadie me dijo que ocurría, nadie me explicó nada, salvo que vivía de milagro.
Me sorprendió que ningún policía ni guardia civil custodiara la habitación y me extrañó aún más que nadie viniera a interrogarme, hasta que concluí que, incomprensiblemente, no se me relacionaba con el tiroteo en una clínica de postín. ¿Cómo era posible? En aquel hospital, yo sólo era una víctima más de la plaga de accidentes de tráfico. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando, tras darme el alta por superar con éxito la convalecencia después de las complejas operaciones que me salvaron la vida, me informaron que sería trasladado a la clínica “Los Eucaliptos”, donde sería operado de nuevo. ¿Por qué?, pregunté temiendo lo peor. Un interno confesó vacilante que era la mejor clínica de cirugía plástica y allí repararían sin duda las terribles cicatrices que las graves heridas causadas en el accidente me habían convertido en un ecce homo. Vivía, pero era un monstruo. Lo leí en la mirada asustada del joven médico.
¡Qué paradoja de vida! ¡Que absurda! ¡Qué porquería! El accidente de tráfico había sido el terrible colofón que cerró un trágico recorrido iniciado con una operación de cirugía plástica. El contrasentido devino broma feroz cuando, ya en “Los Eucaliptos”, entró en mi habitación de candidato al quirófano de reparación plástica el elegante doctor Orestes. El hombre que yo había matado.
Orestes era el encargado de operarme para devolverme un rostro humano, visible, que no provocara horror. ¿Cómo sobrevivió a seis disparos?Me vino como un rayo el momento en que entré en esta misma clínica meses antes. Recuerdo que lo hice decidido y lleno de ira. Allí había sido operado de la nariz dos semanas antes y lo más caritativo que se podía decir fue que el resultado había sido muy poco satisfactorio. Lo cierto es que, tras la operación plástica, que me practicó el eminente doctor Orestes, en lugar de una cara presidida por una enorme nariz, ahora tenía un rostro de cerdito. Mi vida empezó a ser molesto purgatorio. ¡Qué miraditas! ¡Que guasas! ¡Qué bromitas! Salvo las monjitas, claro, obligadas por el mandato de practicar la caridad. Quedé mucho peor que cuando la gente del pueblo se me reía en las narices (nunca mejor dicho) y me felicitaba por tan magnífico picaporte. A fin de cuentas, una narizota parece algo más aceptable, aunque sea objeto de chanzas, que lo era, pero tener cara de cerdo…
Al reducir el tamaño de la nariz, el cirujano calculó mal, porque me había dejado los orificios nasales en posición frontal, con todo el aspecto de un verdadero morro de gorrino. Desesperado, telefoneé al cirujano plástico, suplicándole que me operara de nuevo, que arreglara el entuerto, que, si no podía mejorarme, me dejara como antes, pero el muy miserable me respondió que no me quejara, que había quedado muy bien, que no me comportara como un histérico. Y añadió con pitorreo que antes de la intervención plástica yo era tan feo que incluso con pinta de cerdo (que no negaba) estaba mucho mejor. Se habrá dado cuenta, añadió, de que muchas mujeres operadas de la nariz tienen un gracioso aspecto de cerditas. A fin de cuentas, los cerdos, además de aprovechar de ellos hasta los andares, como dice el refrán, son bichos que caen bien; incluso son utilizados en otros países como mascotas de compañía.
Me tragué la respuesta, pero no la rabia. Y decidí matarlo.
No lo pensé mucho y al día siguiente me puse en camino hacia la clínica. Las decisiones graves, cuantos antes se cumplan, mejor. Pasé por delante del mostrador de recepción sin que se fijaran en mí, llegué hasta la consulta del cirujano felón, entré y, sin decir palabra, saqué el revólver que me había agenciado y le vacié todo el tambor en el cuerpo. Cayó como un fardo y me fui con la misma calma con la que había entrado. Recuerdo que memoricé en mi tranquila huida hacia mi coche que el doctor Orestes, al caer, sangraba con abundancia, incluso por la cara. También me percaté de que nadie intentó detenerme y de que la gente de la clínica iba a sus cosas, como si nada hubiera pasado. La angustiosa sensación de irrealidad que sufrí entonces, resurgió de nuevo con fuerza ante un sonriente Orestes que entraba en mi habitación de “Los Eucaliptos”. Debería estar muerto, pero no lo estaba.
- Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? - me dijo el cirujano plástico mientras agitaba suavemente la carpeta de color azul con la ficha del paciente.- Naturalmente, no te he reconocido porque haya visto tu fea cara, afortunadamente cubierta por una venda en beneficio de la estética y la armonía, sino por tu ficha. Ahora tu faz está hecha unos zorros, en realidad peor que nunca lo ha estado, que ya es decir. Tampoco puedo comprobar tu expresión de asombro, con tanta venda, pero estoy seguro de que estás tan sorprendido, fascinado diría yo, como si se te hubiera aparecido tu putísima madre que, creo recordar, me dijiste había muerto. Como puedes ver, no estoy muerto ni soy un fantasma, aunque algunos digan a mi espalda que sí lo soy. Envidias, como puedes imaginar. ¿Cómo sigo vivo, te preguntarás, después de seis tiros? – Se me acercó y susurró hacia donde debió ubicar mi fajada oreja izquierda -. Me siento generoso y te lo voy a contar, pues estás en mis manos sin remedio. ¿Comprendes? Estás en mis expertas manos y no tienes escapatoria. He tomado las medidas pertinentes. Quedé helado cuando entraste aquel día en la consulta y sacaste un revólver del bolsillo. Casi me jiño del susto, lo reconozco, pero eres tan inútil que fallaste el primer tiro. ¿Casualidad? No, patética impericia, porque el segundo disparo sólo me hizo la raya en medio, si me permites la chanza. Se supone que ese tiro debía horadarme la frente, pero no. ¿Ves esta calva longitudinal que tapo con mi sedoso cabello? Único vestigio de un disparo que se desvió hacia arriba y sólo me afeitó una reducida área de cuero cabelludo. ¡Qué mala suerte la tuya! Los tiros tres y cuatro fueron mejor dirigidos, pero desafortunados, pues sólo me atravesaron limpiamente el brazo izquierdo y el muslo derecho. Para tu desgracia, no interesaron parte vital alguna y las heridas cicatrizaron sin problemas poco tiempo después. El quinto disparo podría haberme causado algún perjuicio, lo reconozco, pero sólo perforó el hombro sin tocar hueso, igual que les ocurre a los protagonistas de las películas bélicas, y curé la herida sin problemas. Y el sexto -¡ah, el sexto tiro!- podría haberte hecho feliz, porque fue directo al corazón, pero -dislates de la fortuna- se detuvo en el acero de la bruñida petaca metálica que llevó en el bolsillo interior izquierdo de mi chaqueta para echar un traguito de ron jamaicano cuando las tensiones profesionales se hacen poco llevaderas. ¿Comprendes el sentido de todo esto? Soy un protegido de los dioses. O, si lo prefieres, tengo baraka, suerte a prueba de bomba, como dicen los árabes. Y ahora te tengo a mi merced. Puedo hacer contigo lo que me plazca y puedes estar seguro de que lo haré. Podría dejar que murieras en el quirófano. Sabido y aceptado es que, a pesar de los increíbles avances de la medicina, ocurren accidentes e imponderables que causan lamentables e inevitables muertes en el curso de las intervenciones quirúrgicas. Pero no temas, no morirás, aunque me siento legitimado para acabar con tu vida. Ley del Talión. Sin embargo, una muerte rápida sería un dulce regalo. Si hiciera que murieras en el quirófano, sólo obtendría una fugaz y pasajera satisfacción cuando la línea ondulada del monitor conectado a tu corazón se convirtiera en recta, señal inequívoca de óbito. Pero no sufrirías. Sencillamente, dejarías de existir y es poco para mí. Quiero que sufras, porque te odio. Necesito que vivas para que desees morir. Si te mueres, no puedo odiar un recuerdo. No se odia una sombra. Necesito que vivas para odiarte. Con odio inmisericorde y destructor. Y no intentes escapar a tu suerte, porque todo está previsto. Mañana es día de venganza.
Lo recuerdo como si lo oyera ahora. También recuerdo que un atroz escalofrío me recorrió las venas y arterias. Tal vez fue la conciencia de que el odio destruye a quién odia. Como ahora me destruirá a mí. El final fue trágico, o tragicómico, pero feroz. Cruel. Orestes había conseguido que padeciera una prolongada afonía aguda, que me impidió comunicarme con nadie para intentar salvarme. Y, tampoco imagino cómo, me inutilizó ambas manos, con lo que no pude escribir el terror que me atenazaba y denunciar lo que haría conmigo. Intenté huir, pero un potente sedante, cuya inoculación no pude evitar, me impidió cualquier movimiento de fuga. Finalmente, y ante mi desesperación, me condujeron al quirófano. Recuerdo a Orestes mirándome con fijeza con medio rostro cubierto por la careta aséptica, mientras el anestesista me enviaba a la región de los sueños. El resultado fue que si yo era un feo de nariz prominente y me convertí en ridículo cerdito, tras la primera operación, después de la segunda, ningún humano tiene un rostro tan desagradable como el mío. No sé como lo ha hecho Orestes, pero todos me ven con cara de culo. No es una frase hecha. Tengo una cara de culo por antonomasia. Y si costaba vivir con una narizota como cuenta el poema de Quevedo, “érase un hombre a una nariz pegado”, más aún con un rostro que parece un desnudo trasero. El doctor Orestes no quería que yo muriera, pero se va a joder”.
La hermana Piedad cerró el cuaderno entre sollozos. La monjita no lloraba por el terrible drama de Mariano, sino porque el que fuera administrador del convento había muerto en pecado mortal. Doble pecado mortal. Uno por haber intentado matar a un hombre, eminente cirujano, y otro por quitarse la vida, sin contar los pensamientos impuros que las revistas obscenas le debieron provocar. Esos dos pecados mortales –intento de homicidio y pensamientos impuros- podrían ser confesados y absueltos, pero el suicidio es el único pecado que no se puede perdonar, porque uno muere sin tiempo para la absolución. Aunque si entre el acto suicida y la muerte misma, el suicida tiene tiempo de arrepentirse en una fracción de segundo con un acto de contrición… Sor Piedad decidió consultar al capellán sobre tan delicada y controvertida cuestión teológico-moral. Tal vez valiera la pena ofrecer misas por la eterna salvación de Mariano.


4 comentarios:

Paseando por tu nube dijo...

Creo que hay que venir a visitarte con tiempo y tranquilidad. Después de leer tu anterior relato, me he pertrechado en mi hoy tranquilo despacho y he leido la triste y enmohecida vida de Mariano, cuantas malas vueltas le dá la vida a algunas personas, que torcidos renglones nos empujan a caer en pozos sin escalera de subida.
Excepto reiterarte lo bien que escribes, hoy ya no tengo mucho ánimo de sobra para seguir, has conseguido dejarme impactada.
Un cariñoso saludo

Tesa Medina dijo...

Trágico y cómico como la vida misma. Leyendo tu ingenioso relato he pasado de la sonrisa al espanto, para acabar con la ternura de la monjita que descubre los pecados de Mariano y los motivos para acabar con su perra vida.
Muy bueno, como siempre.
Besos.

Adrià dijo...

Joder! Y tu dices que escribo bien...
Bendito hijo de puta que história!!

Adrià dijo...

Te quedaste seco...

Anda dale un poco más!