lunes, 3 de septiembre de 2007

A mordiscos

Teresa había sufrido en los últimos años cuatro atracos y estaba más quemada que un hereje en la Edad Media. ¡Ya estaba bien! ¿Qué esperaban encontrar esos desgraciados en su establecimiento? Esto no es un banco ni una joyería, leche, es un puñetero estanco que, desde que la ministra aquella levantó su cruzada contra el tabaco, ya no es lo que era.Ese día, además, se había levantado de mal pie. Era uno de “esos días” y estaba hasta el occipital de los dolores y malestares que la atormentaban durante las primeras jornadas menstruales. Tomó un café, que le pareció agua de bellotas en el bar de la esquina, y abrió el estanco con más ganas de meterse en la cama que otra cosa, pero el deber…
Pasaron tediosas las horas, vendió un par de cartones de rubio, unos puros baratos, algunas revistas frívolas, tres abonos de transporte público y unos pocos sellos. Por la tarde, más de lo mismo, y los puñeteros dolores que no cesaban. Hacia las siete, aflojó el personal y pensó que mejor se iba a casita, aunque fuera antes de la hora habitual de cierre, y se empiltraba con una bolsa de agua caliente como analgésico de urgencia.
Cuando ya había superado los inevitables remordimientos por marcharse antes del tajo y había cogido el bolso para tomar las de Villadiego, entró un tipo joven con pinta de anoréxico, o eso consideró ella. “Necesito cargar el móvil”, le dijo. Muy bien, qué número, preguntó, y cuántos euros de recarga.
El joven macilento vaciló. “Es que no me sé el número de memoria. Voy a preguntarle a mi colega que está fuera, que seguro que él sí lo sabe, porque él me llama, no yo a mí mismo”. Y soltó una risita tonta que hizo que Teresa dudara de la integridad mental del jovenzano.
Farfulló la mujer sobre su irritante mala suerte y rebuscó en un cajón por si había abandonado allí en otro tiempo algún paliativo.El flacucho regresó con su colega, que era alto y amontonado como un armario ropero. Teresa, que no cree en brujas, espíritus ni mundos esotéricos, tuvo un pálpito. “Estos hijos de su madre vienen a robarme. Otra vez no”. Pero ella es una débil mujer, ¿qué hacer con dos tíos hechos y derechos, uno de los cuales es grande como un camión?
Los dos individuos merodearon por el estanco, pero no le daban el número del dichoso móvil. ¿No quería usted cargar el móvil?, preguntó al delgaducho, pero no respondía. Pues váyanse, que he de cerrar. Entonces ambos sujetos se abalanzaron sobre la mujer, bramando esa vulgaridad de “danos todo el dinero que tengas”, propia de gentes sin ley ni orden.
¡A bodas me convidas! Teresa, que aún doloridos era una mujer con muchos ovarios, abrió la boca como una gárgola y agarró lo que le pilló más cerca, el antebrazo del armario. La dentellada fue de las que hacen época y logró que el enorme delincuente se alejará con grandes lamentaciones de las fauces devoradoras y de su estanco. El flacucho quedó inmóvil, espantado, y una nueva tarascada no le arrancó de cuajo la mejilla, porque apenas tenía carne que agarrar. Como una leona hambrienta, Teresa se dirigió feroz para rematar el dentellado ataque, pero se quedó con las ganas, porque los mangantes pusieron tierra de por medio con el mísero botín de un tubo de fijador de pelo cogido al azar en su veloz retirada, valorado en un euro con noventa y cinco céntimos, pues sabido es que, ante la crisis que el descenso de la venta de tabacos causa a los estancos de las Españas, muchos de estos establecimientos han optado por abrir el abanico de su oferta comercial.
Un tiempo y algunos saldevas después contra las menstruales molestias, cuando el policía que le tomó la denuncia le expresara su admiración, al tiempo que le advertía de que había sido un tanto imprudente, Teresa respondió escueta. “No saben esos capullos la fuerza y la rabia que una regla dolorosa genera en una mujer madura”.
Y el policía asintió sin decir ni mu.

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