domingo, 11 de noviembre de 2007

Una indecencia

El hombre de azul oscuro con gorra de plato echó un chorro pulverizado del extintor sobre las últimas llamas. Eran las cuatro de la madrugada y la furgoneta calcinada, ahora humeante, había sido estacionada en medio de la nada. Era un descampado más allá de las últimas casas del último barrio de la zona más marginada de la ciudad.
“Trabajo de camarera en un bar de copas, pero me sentí fatal, ya sabe, la cosa de cada mes, y el jefe me dejó salir antes. No me suelo encontrar mal cuando me viene la cosa, pero…”
“Eso es irrelevante, señorita”, la interrumpió bruscamente el policía local, que abultaba como un armario ropero.
“Bueno, pues entonces, cuando estaba cerca del barrio –continuó mosqueada la moza- me pareció ver fuego, pero pensé, ¿cómo va a haber fuego en medio del campo? Fui y me acerqué, y sí, había fuego. No podía ser un accidente de coche, porque era el campo, entonces me dije, tengo que llamar a la policía y cogí el móvil…”
Otro policía de azul oscuro con chaleco amarillo chillón y fluorescente se acercaba tras inspeccionar los restos de la quemada furgoneta.
“Ahí dentro hay dos fiambres asados, bueno, muy chamuscados” explicó con cierta emoción.
“Vaya, no es que un cabrón le haya pegado fuego a su viejo vehículo para ahorrarse el papeleo de darlo de baja”, dijo el grandón.
El asunto se les iba de las manos, sólo eran guindillas municipales, y, con harto dolor de su corazón, tuvieron que dar parte a la Policía Nacional. Bueno, tuvieron que dar todo, olvidarse y continuar poniendo multas por estacionamiento indebido.
El forense determinó que los socarrados eran hombre y mujer. También aseguró que no se habían quedado por su voluntad en el interior de la furgoneta ardiente: ambos tizones humanos tenían las manos atadas con cable telefónico. A partir de ahí, se inició la investigación científica de todas las humanas guarrerías de dentaduras, adn y demás vainas, que les permitieron averiguar que los fiambres a la brasa y muy pasados eran Tiburcio, transportista de profesión, soltero, y María Asunción, peluquera a domicilio, casada con Heliodoro, funcionario municipal, de baja indefinida por depresión bipolar intermitente.
Los polis del grupo de homicidios fueron a ver a Heliodoro para comunicarle la triste y terrible noticia. Cuando los inspectores notificaron al reciente viudo que su esposa se había convertido en un tizón y había otro tizón de varón con ella, el sujeto hizo como que lloraba, se hundía y tal, pero lo cierto es que representó fatal el número del desespero conyugal.
Este cabrón sobreactúa que se sale, pensó uno de los inspectores, quien en su tiempo libre formaba parte de un grupo de teatro del barrio, al que se había apuntado por recomendación de su psicoterapeuta argentino para combatir la ansiedad que le producía en ocasiones el ejercicio de su profesión.
Los policías decidieron llevárselo a la comisaría para apretarle los tornillos, con la socorrida excusa de que necesitaban hacerle algunas preguntas. Pero nada. Tuvieron que soltarle y uno de los polis, el actor aficionado, decidió seguirle a ver qué pasaba.
El poli siguió con discreción al viudo durante unos días. El jefe del grupo de homicidios autorizó el seguimiento, porque no aparecen todos los días un par de fiambres a la parrilla. El inspector llegó a la conclusión de que la vida de Heliodoro era más anodina y aburrida que un conserje de museo instalado en un barrio de trapicheo de drogas al detall. Pero Juan Enrique, que así se llamaba el inspector, no quedó satisfecho por la ausencia de indicios de lo que fuera. ¡Aquella ausencia de dolor auténtico! ¡Aquella infame sobreactuación de película española de destape de los ochenta!
Entonces decidió girar la investigadora mirada hacia otro lado, el de las víctimas, y visitó el domicilio de Tiburcio. No se molestó en obtener permiso alguno y entró con la ayuda de un juego de ganzúas que había adquirido en el Rastro tiempo ha.
El evidente piso de solterón, desordenado y algo guarro, olía a cerrado. Juan Enrique registró el salón, el dormitorio, la cocina e incluso la minúscula terraza que daba a una calle estrecha atiborrada de automóviles de modelos pasados de moda, aparcados a ambos lados de la misma. Encontró algunas revistas puercas y restos casi fosilizados de alimentos en la nevera, pero nada que sugiriera que el muerto pudiera haber estado metido en algo sospechoso.
Antes de marchar desalentado, notó que le apretaba la vejiga con urgencia y entró en el reducido cuarto de baño para aligerarla. Encendió la luz mortecina de una polvorienta bombilla de cuarenta vatios y se dio un pequeño susto, porque creyó que había alguien. Comprobó aliviado que era él mismo, reflejado en el mugriento espejo sobre el estrecho lavabo. Echó una prolongada meada, salpicando alrededor del retrete como es habitual entre varones (policías o no), se sacudió la herramienta hasta que se desprendió la última gota (era muy cuidadoso con esos detalles) y se dispuso a salir. Pero entonces le pareció ver algo escrito en el sucio espejo. Abrió del todo la puerta del cuarto de baño y encendió la luz del recibidor, que era por lo menos de sesenta vatios.
Sobre el espejo alguien había escrito con pasta dentífrica: PARA QUE APRENDAS A NO FOYARTE A LAS MUJERES DE LOS DEMAS, CABRON.
Adulterio implícito, pensó, además de una evidente falta de ortografía, se dijo a sí mismo. Y se fue tan contento, porque había averiguado el posible motivo del doble asesinato con fogata incluida.

Volvieron a convocar a Heliodoro y está vez no sólo le apretaron los tornillos, también las tuercas, las arandelas y los remaches. Y Heliodoro, que era un varón asténico de escasa fuerza de voluntad con personalidad frágil y rudimentaria, cantó. Cantó con lujo de detalles la Traviata, Tosca, Carmen, L’ora e fuggita y los Nibelungos, y no cantó la Flauta Mágica de Mozart, porque se quedó sin aliento de tanto hablar (aparte de que estaba convencido de que Mozart era una marca carísima de perfume).
Sí, confesó, él había escrito la dentífrica pintada en el baño de Tiburcio. Había entrado en le piso con la llave del finado que tenía su no menos finada mujer. Sí, reconoció, estaba al tanto de que su mujer, Maria Asunción, se entendía, sexualmente hablando, con Tiburcio, con quien copulaba por lo menos dos veces por semana, según le había reconocido su extinta esposa. No, no le importaba la adultera coyunda, de hecho le iba bien, porque de ese modo su mujer no le daba la vara reclamándole el débito conyugal y él se podía deprimir a su aire tan ricamente. Él no estaba para trotes sexuales a causa de una impotencia coeunde (es decir, que no conseguía levantarla ni con grúa), causada por la bipolaridad depresiva y la consiguiente terapia farmacéutica. Es más, Tiburcio tenía el detalle de hacerle llegar de vez en cuando algún regalito que otro por los cornupéticos servicios prestados.“¿Entonces porque los mató?, preguntó completamente confundido el policía-actor. “¿Y porque dejó una pista tan clara en el espejo del muerto?”, metió baza el otro (el que no era actor aficionado), que por cierto tenía un nariz como un picaporte (lo que le había creado cierto complejo de marginado en el Cuerpo), pues percibía que quedaba fuera de juego.
“Lo escribí para despistar, pero calculé mal”, contestó a la segunda pregunta Heliodoro. “Pensé que averiguarían enseguida que yo era un consentido y creí que esa pintada les confundiría”.
“Alma de cántaro, intervino el otro poli, que no estaba dispuesto a quedar fuera del ceremonial indagatorio. ¿No ve que hemos ido a parar a usted en un santiamén? ¿Por qué le mató si no le importaba que se tirara a su señora e incluso le estaba agradecido?”
“Porque quiso hacerme chantaje”
Los polis se miraron con el compartido interrogante de no entender nada, habida cuenta de que sabían que no estaban beodos, pues hacía horas que no probaban ni una gota por estar de servicio.
“A ver, a ver, ¿de qué coño nos habla? Ah, y por cierto”, le aclaró el policía actor, “que se lo quería decir hace rato: ‘foyarte’ está mal escrito, es con elle, follarte. ¿Comprende?”
“Sí, pero ya sabe que en Madrid confundimos el sonido ye con la elle, mejor dicho, no sabemos pronunciarlo. En cuanto a lo del chantaje, les digo la verdad”
Heliodoro bebe un largo trago de agua del vaso que le han puesto hace un rato, cuando parecía que se quedaba sin habla de tanto que había cantado. Dejó el vaso medio vacío sobre la mesa metálica gris del cuarto de interrogatorios y se dirige ora a uno ora a otro policía, para que ninguno se moleste por ignorarlo.
“El tío no se conformó con lo que tenía, que era beneficiarse a mi María Asunción que, no es por presumir, pero estaba más buena que el pan. Hace unos días vino a decirme que le tenía que pagar bastante dinero en concepto de daños y perjuicios. Primero aluciné y luego lo eché a broma, porque Tiburcio era muy patoso gastando bromas, y finalmente como lo vi muy convencido, le pregunté que por qué regla de tres tenía que pagarle”.

“Porque tu querida mujercita me ha pegado un VPH de cojones”, me explicó. “Yo, claro, no tenía ni pajolera idea de qué me hablaba. Primero pensé que era el sida ese, pero me percaté de que las letras no eran las mismas, el otro es VIH. Pero como Tiburcio era bastante bruto creí que era un error propio de un medio analfabeto. Pues no. Las letras esas significan ‘virus de papiloma humano’. Y yo me quedé de piedra”
“Pero, ¿qué nos cuenta usted, coño?”, dijo cabreado el poli narizotas, sobre todo porque no entendía un carajo de qué leche les hablaba el sospechoso.
“Lo que yo les diga. El virus de papiloma humano se instala en cualquier lugar, pero en las señoras tiene tendencia a hacerlos en sus partes bajas y blandas. ¿No sé si me comprenden?”
“Claro que te entendemos, capullo”, abandonó la cortesía y los buenos modales el poli de la napia descomunal, “¿o crees que somos tontos?”.
“No, no”, aclaró algo acojonado Heliodoro. “El caso es que Tiburcio dijo que había contraído uno de esos VPH en la boca, ¿saben?”.
“¿Y que tenía que ver el papiloma de Tiburcio con tu mujer?”, interrogó el poli-actor. Heliodoro vaciló.
“Pues que una de las prestaciones sexuales que mi mujer le exigía era… el cunilinguo”, explicó atribulado el cornudo y presunto asesino.
“¿Qué?”, volvió a cabrearse el de la gran nariz que, por cierto, atendía por Torcuato José. Pero su compañero entró al quite, porque no tenía ganas de bronca y sí de acabar de una puta vez, que tenía ensayo a primera hora de la tarde.
“Lametones en los genitales exteriores, Torcuato. Cunilinguo es…”, quiso esclarecer el poli actor.
“… comerle la cosa a una mujer, ¿no?”, se dio por enterado Torcuato José. “Joder, que refinados con la palabrería”.
“Sí”, ratificó Heliodoro. “El caso es que Tiburcio le atribuía a mi mujer ese contagio y, al querer saber yo por que razón tenía que pagarle nada por un simple papiloma vírico, me insistió con cara de circunstancias que el riesgo de contraer cáncer de boca era más elevado si tenía un VPH, por lo tanto…”
“Complicado el asunto”, incidió Torcuato José, impresionado y calmado del todo.
“El caso es que Tiburcio estaba convencido de que era así, pero yo podré ser bipolar, pero tonto no, y también me documenté en Internet, leyendo artículos médicos y todo eso Y averigüé que lo dicho por el finado era cierto, pero no exactamente cómo me lo había contado
“Y ¿cómo era?” preguntó ya aburrido Juan Enrique
“Pues que para que mi mujer le hubiera contagiado el papiloma vírico humano en la boca, Tiburcio tenía que haber practicado el cunilinguo seis o siete veces por semana.
“¿Y?”, interpeló el policía Juan Enrique.
“Que eso ya me pareció un abuso, una indecencia en realidad. ¡Y encima quería cobrármelo! Entonces decidí matarlo”.
“¿Y por qué también a su mujer si había consentido su adulterio hasta entonces?
“Por viciosa”.
Heliodoro se pasará unos cuantos añitos en el talego hasta que le den el primer permiso penitenciario. Por moralista.

5 comentarios:

Adrià dijo...

No sabes lo que me he reido!!!!

podía verlo!

Anónimo dijo...

Me encanta tu faceta erótica-festiva. Eres genial.
Besos. Marivi.

Anónimo dijo...

Divertido, sin duda, e irónico. Como tú mismo pero con menos mala leche. O, al menos, disfrazada de humor...
Un besote de María.

Paseando por tu nube dijo...

Genial!! como me he reido, es algo que necesito ultimamente, risa, mucha risa y la verdad, tu historia hoy me ha servido de una buena terapia.
Un beso wapo

Adrià dijo...

Tío la he releído por deporte, jajaja…
Cuando mezclas humor eres mejor, por lo menos para mí.