
Un día apareció frío y yerto. Maritza, que lo quería más que a su vida, se desesperó. Maritza vivía con él y era una mujer entrada en carnes, pero aún de buen ver, que rondaba la frontera de la infertilidad; esa época femenina de sofocos y molestias con turbaciones varias. Quizás por eso, Maritza había puesto toda su ilusión en Matildo. Casi con exceso. La muerte del macho la sumió en la desesperación, en la pena más negra y honda, pero, tras casi ahogarse en llanto y estar en un tris de agotar el lagrimal, Maritza empezó a hacerse preguntas. Y a responderse.

Y Maritza llegó a la terrible conclusión: habían asesinado a Matildo. ¿Quién podía tener el malvado interés de acabar con la vida de un ser tan maravilloso?
Maritza no tuvo que recorrer muchos vericuetos mentales para sospechar quién había podido cometer tan horrible crimen. Sólo dos personas podían ser responsables de la muerte de Matildo. Sólo dos personas muy cercanas, brujas, torticeras y envidiosas podían haberse atrevido a atentar contra Matildo.
¿Qué ganaban con la muerte de Matildo? Era absurdo, pero claro, diáfano, pensó Maritza: no resistían que, pared por pared, alguien fuera feliz, en tanto ellas se hundían día tras día en la más zafia, vulgar y tediosa vida. Una vida sin amor, sin ternura, sin el menor aliciente.
Cuando estuvo convencida de que así había sido, Maritza enterró profundamente toda la tristeza que la invadía y una sola idea la penetró con ferocidad. Un solo motivo la mantendría viva. Uno solo: la venganza.

- Quiero denunciar una muerte violenta – proclamó segura y serena al oficial que la recibió.
Ella era una señora y su venganza sería con todas las de la ley. Absolutamente legal. La ley daría su merecido a aquellos seres tan inicuos.
Un rato después, un juez venerable de blanca barba y ni un pelo de tonto ni tampoco de los otros en la monda cabeza, tras escucharla con atención, le aseguró que se haría justicia. La primera diligencia que ordenó su señoría fue realizar la autopsia del cadáver del fallecido Matildo.
A Maritza se le encogió el corazón, porque sabía que eso significaba despanzurrar a Matildo, pero también sabía que era el primero de los pasos dolorosos a dar para que quienes habían cometido tan horrible fechoría comparecieran ante la justicia y pagaran. Maritza ya le había dicho al juez que la mayor sospecha del delito recaía sobre sus vecinas de tantos años, Milagros y Milagritos, madre e hija, dos seres deleznables con los que no había tenido problemas porque ella había hecho caso omiso a vejaciones y provocaciones.

- ¿Qué…? – le preguntó Maritza, en tanto sofocaba un sollozo que pugnaba por romper y surgir.
- Sus sospechas de muerte provocada eran fundadas, señora. Envenenado con matarratas. Sin la menor duda; no soy experto en venenos, pero de éste tengo alguna experiencia, porque algunos de mis clientes han muerto por ingerirlo. Sobre todo perros falderos, que suelen ser muy glotones y han perdido buena parte del instinto de conservación.
Y don Herminio, el veterinario más antiguo del pueblo, se dirigió al juzgado a informar a su señoría de su hallazgo.

Tal vez así, pudiera consolarse de la pérdida.
(Nota del autor: No es ficción. Ocurrió en un pueblo del nordeste de España que un juez ordenó hacer la autopsia de un gallo, muerto en circunstancias raras)
1 comentario:
Tus historias oscuras nunca lo son del todo porque a pesar de la sangre, de la venganza, de los venenos y de los miserables malvados siempre me hacen sonreír. Ésta además con un final un tanto sorprendente.
Hay que tener talento para que de un breve, donde suelen poner en los periódicos estas historias en las que te inspiras, surja un buen relato y
los tuyos siempre lo son.
Besos.
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