miércoles, 6 de junio de 2007

Puñetera testosterona

Era una mujer joven, rubia teñida y casi desnuda. En realidad, sólo era el cuerpo exánime de una mujer joven, rubia teñida y casi desnuda. Había sido bonita y lo visible era un cuerpo voluptuoso. Quién fuera la había dejado de cualquier manera junto al interior del portal de entrada de un edificio de pisos de la calle N. Unos vecinos, que regresaban de juerga prolongada hasta las seis de la mañana, la descubrieron. En realidad la descubrió una pareja de Policía Municipal, porque los vecinos no podían entrar, pues el cadáver extendido impedía abrir el portal. Sin saber qué ocurría, reclamaron la ayuda de los guardias. Los policías locales avisaron a los de la secreta.
Los inspectores de Policía no sabían quien era. Además de estar medio desnuda, en la escasa ropa conservada no había nada que la identificara. Los policías se pusieron a trabajar, a buscar huellas, indicios, restos de sangre, algún cabello que otro; esas cosas. Escudriñaron el portal y subieron por la escalera, husmeando todos los rincones, para que no se les pasara nada por alto.
- El cuerpo ha sido arrastrado desde la primera puerta del tercer piso - habló el inspector más veterano -. El que haya hecho esta faena es bastante burro.
Llamaron con energía a la puerta sospechosa, poniéndose cada policía a un lado por si las sorpresas, pero no creyeron necesario sacar sus armas. Aporrearon la madera, pero no respondió nadie.
- Hay que entrar - dijo el más veterano y el otro se fue. Sacó un cigarrillo negro y lo encendió con parsimonia. Subió un tramo de escalera y se sentó en un escalón desde el que podía controlar la puerta de marras. Nueve cigarrillos después, el compañero regresó con una autorización judicial para allanar aquella vivienda.
- Lo siento, no he podido llegar antes - se excusó el policía al ver la cara de mala gaita del compañero -. Hay un tráfico del copón. Ahora vienen del juzgado.
Era un piso sencillo, tirando a cutre. Linóleo pringoso de un color dudoso en el suelo para que se disimularan las abundantes manchas, papel estampado agobiante en paredes y muebles de baratillo, incluido un sofá de algún material plástico de chillón color rojo que imitaba la piel muy mal.
En el salón había una chaqueta femenina, una blusa transparente desgarrada y un sujetador de mujer de color negro tirado de cualquier manera y con el cierre roto. En el suelo de linóleo, bajo un mueble ajado, había una fotografía medio rota, hecha en una sala de fiestas, en la que se veía a una mujer joven con cara de mala leche, muy parecida a la que ahora era sólo cadáver. El policía veterano cogió la fotografía y se la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
No hacía falta ser muy agudo para deducir que en aquel saloncito había pasado algo. Había algunas manchas de sangre, un par de sillas tumbadas en el suelo, el sofá de material plástico movido, un florero horrible roto, y un pie de lámpara de mesa con manchas de sangre y algunos cabellos; la pantalla de la lámpara estaba en un rincón. Los policías husmearon como podencos y recogieron cabellos, ropa, restos del jarrón y el pie de lámpara, por si las huellas. Lo metieron todo con orden en bolsas transparentes de plástico en las que escribieron números con lápiz graso rojo y sus firmas. El forense y el representante del juez de guardia llegaron después. El forense, con la imperturbable actitud de los de su ramo, y el representante del juez con cara de pocos amigos.
La muerta había estado en aquel piso, murmuró el del juzgado, aunque eso lo veía hasta el más lerdo, y el forense explicó, provisionalmente, claro, que la mujer había muerto a causa de varios golpes contundentes en la cabeza, algo también bastante evidente.
Los vecinos no sabían nada, no habían visto nada y no habían oído nada. Los inspectores patearon la calle para averiguar quién era el dueño o arrendatario del piso.
Supieron por el censo de viviendas arrendadas de la cámara urbana, que el piso de marras estaba alquilado por un ciudadano llamado Leandro con sus correspondientes apellidos. Los policías volvieron de nuevo al edificio de la calle N e interrogaron a los vecinos de la escalera donde había aparecido el cadáver. Esta vez las preguntas se formularon con mayor energía. Algunos vecinos explicaron que sí, que en aquel piso vivía un hombre de unos cuarenta y tantos años. Un hombre discreto, que no se metía con nadie. Ya, pero ¿cómo era? ¿A qué se dedicaba? Normal, un hombre normal, explico una vecina gruesa con pelo teñido de rubio ceniza y rizos de permanente. Normal. Pelo oscuro, no sé, normal. Sin bigote. ¡Ah!, cojea bastante. No era el mejor retrato robot del mundo, pero era algo. Sin embargo, los vecinos ignoraban todo sobre la víctima. Continuaba siendo el cadáver anónimo de una mujer semidesnuda. Durante todo el día, una emisora de radio difundió de vez en cuando una detallada descripción de la muerta a partir de la fotografía hallada bajo el mueble pringoso del salón, y de lo que se pudo adivinar del cadáver con algún que otro aderezo morboso. Dio resultado.
Se presentaron en comisaría unas que dijeron ser compañeras de trabajo de la difunta, dos mujeres de edad indefinida, que no habían llegado a los cuarenta o los habían sobrepasado, vestidas con faldas ceñidas y cortas y bustos abundantes, mostrados con generosidad, que blandían bolsos con asa larga para sujetarlos en bandolera.
La muerta ya tenía identidad. Y oficio.
Se llamaba María Begoña, de treinta y seis años, gallega de origen, soltera y camarera de discoteca. La policía rebuscó en su memoria colectiva, que es la memoria más fértil posible, sobre lo que sabía de aquel lugar. Era una discoteca en la zona donde la ciudad se convierte en barrio bajo. La policía había intervenido por causas diversas: denuncia vecinal por tráfico de heroína, alguna bronca con navajas, malos tratos de chulos a protegidas e incidencias similares.
- Un sitio entre puticlub y mercadillo de chorizos de poca monta - aseguró el veterano.
En el garito, los inspectores encontraron el bolso de la muerta con su documentación personal y todas las cosas que llevan las mujeres en un bolso. Lo tenía el encargado de la barra, un tipo anémico y de pelo ralo.
- Me dijo que lo guardara - contestó nervioso. Inquietarse ante la poli iba con el sueldo.
La fallecida se dedicaba a buscarse la vida, en frase del desvaído hombre de la barra, lo que significaba que podía estar en el local bebiendo té con agua que simulaba ser whisky (cobrando comisión por las copas de presunto whisky que consiguiera hacer beber a sus acompañantes) como prostituyéndose cuando le venía en gana.
De quien no se sabía el paradero era del presunto homicida cojo. La policía había montado una discreta vigilancia en torno al portal de aquel piso tercero, primera puerta, sin más resultado que ver entrar y salir a la mujer de los rizos rubio ceniza, a un matrimonio de jubilados que salía a pasear un perro de raza indefinida muy feo, a una familia con cuatro hijos -en la que el padre rondaba la cincuentena, estaba en paro y la mujer fregaba despachos- y a otras especies urbanas. Los policías habían comprobado que el tal Leandro carecía de antecedentes penales y tampoco figuraba en sus archivos.
Habría que continuar vigilando el piso de la calle N, unos días más. La Policía no suele estar tan sobrada de gente como para dedicar personal por tiempo indefinido a un delito que apenas ocupa diez líneas en los periódicos. El inspector veterano pidió a los vecinos que le avisaran si Leandro volvía y se comunicó a los guardias que patrullan por la ciudad a pie y en coche que se fijaran en los varones cojos con aspecto sospechoso. Varios cojos fueron molestados por la policía, pero ninguno era Leandro.
Una pareja que hacía su ronda por la Rambla vio a un hombre con barba de varios días, aspecto de haber dormido con la ropa puesta y que cojeaba. Lo arrestaron.
El interrogatorio del ciudadano Leandro no fue arduo ni difícil. Reconoció haber dado muerte a la muchacha, aunque añadió que había sido sin querer. No quería matarla, sólo follarla. Fue un accidente.
Hacía tiempo que rondaba a Begoña: le gustaba mucho, tanto que llegó a robarle una fotografía del bolso, una foto hecha con polaroid y con luz fatal, pero la muchacha no le hacía ni caso. El día de autos, Leandro la invitó a su piso.
- Beberemos unas cervezas y comeremos jamón que he comprado en la charcutería. Además, tengo un poco de caballo buenísimo - le doró la píldora Leandro.
Begoña mordió el anzuelo, porque hacía tiempo que le daba a la aguja, aunque aún con cierta mesura, y no estaban los tiempos como para rechazar un buen pico. Cuando llegaron al piso del hombre cojo, la muchacha comprobó que el caballo sólo existía en la imaginación del ardiente Leandro y se cabreó mucho. Ni siquiera vio las cervezas y el jamón, aunque quizás estuvieran en la cocina. Lo único real era un hombre salido que se moría de ganas de meterle mano a las tetas y alguna cosa más en otro lugar. Begoña dijo que ni hablar, mientras el hombre suplicaba y prometía el paraíso.
- Luego iremos a comprar caballo, te lo prometo. Conozco a un moro que lo tiene de primera - suplicaba el lujurioso Leandro con una dolorosa erección que no desmayaba.
Como las súplicas no surtieron efecto, Leandro pasó a los forcejeos, intentando tomar por fuerza bruta lo que se le negaba por las buenas. Pero Begoña resistió el envite con una fortaleza física que nadie hubiera imaginado en aquella joven voluptuosa. Entonces el hombre, irritado y henchido de deseo despechado, la golpeó en la cabeza una y otra vez con lo primero que pilló a mano -la lámpara- hasta que la mujer perdió la vida. Cuando Leandro recuperó la serenidad, pensó qué había hecho, Dios mío. La poderosa erección se mantenía inútil y doliente. Luego, como casi todos los homicidas que en el mundo han sido, pensó que tenía que deshacerse del cadáver. Eran más de las cuatro de la madrugada y por la calle no pasaba un alma. Leandro calculó dejar la muerta en un contenedor de basura lo más alejado de su casa, pero tardó en decidirse, porque le urgía hacer desaparecer la erección que le proporcionaba un notable dolor testicular. Se alivió con el viejo método de Onán y se dispuso a hacer desaparecer la prueba de su delito.
El cadáver empezaba a quedar rígido. Bajarlo por la escalera sin ascensor desde un tercer piso, siendo uno cojo, fue tarea más ardua y penosa de lo que había imaginado. Agotado cuando llegó al portal, Leandro renunció a alejar más el cuerpo de la mujer que tanto había deseado, y lo dejó apoyado contra la pared junto a la salida. Salió entonces a la calle con la intención de ir a beber lo más fuerte que encontrara, esperando que nadie relacionara a la muerta con él o que fuera lo que Dios quisiera. Al cerrar la puerta, el cadáver cayó hacia delante y se convirtió en obstáculo que impedía entrar en el portal.
Finalizada la declaración, Leandro, el hombre cojo muy salido, suspiró profunda e intensamente. No era un delincuente con la gramática parda de los que quebrantan la ley, pero sabía que pasaría unos diez años encerrado en la cárcel. Todo por un polvo que no llegó a echar. ¡Ni siquiera le metió la lengua en la boca! ¡Puñetera testosterona!

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