jueves, 28 de junio de 2007

Lo arreglamos ahora

El hombre mayor, setenta o algo más, se puso un abrigo que el tiempo y el uso habían tornado delgado. A finales de octubre, hacia el anochecer, ya hace frío. O a partir de ciertas edades se siente más. Salió a la calle decidido, como quién conoce muy bien a dónde va, pero antes de abandonar el poco confortable piso entró en la cocina y cogió algo después de mirar en los cajones de la alacena.

Con paso firme, el hombre mayor avanzó sin tener en cuenta a la gente que había a su alrededor. Las tiendas estaban cerradas desde hacía rato y sólo algunos bares y cafés reflejaban sus amarillentos interiores en los no demasiado bien iluminadas calles de aquel barrio extremo de la ciudad. El hombre mayor aún tenía tiempo, pero de hoy no pasaba. No le tomarían más el pelo. Era mejor hacer frente al problema de una vez para siempre y luego que fuera lo que Dios quisiera.

El hombre mayor andaba y andaba. No muy deprisa, pero tampoco como si fuera de paseo. Tenía tiempo suficiente para hacer lo que debía y que sólo él puede hacer.

Las calles del barrio extremo de la ciudad van quedando vacías, pero el hombre mayor de abrigo delgado no parece darse cuenta. Mira la placa con el nombre de una calle y se detiene. Ya esta cerca. Busca un lugar en el que su presencia sea discreta, se coloca en el quicio de un portal y espera.

Desde otro lugar del barrio, otro hombre mayor regresa a casa; es algo chaparro y se cubre con una racial boina negra. De dónde viene no tiene importancia ni tampoco qué ha estado haciendo. Ahora ya no. El hombre va abrigado con un chaquetón de piel vuelta, rematado con una pelliza de lana marrón porque el frío arrecia. El hombre mayor piensa, como ha hecho tantas veces en los últimos meses.

Piensa en que le queda muy poco tiempo para abandonar el trabajo, para jubilarse. En menos de quince días atravesará la sutil frontera de los sesenta y cinco años que separa a un hombre activo de otro en barbecho permanente. Todo continuará aparentemente igual, pero todo será diferente. Eso le desazona. Ahora las cosas tienen para él una importancia relativa y muchas quedan por el camino sin resolver. Qué más da.

El hombre mayor de boina negra apresura el paso porque nota que el frío se le mete en los huesos. Sube por la calle empinada y llega a la esquina de un pasaje estrecho. Ahí vive.

Se detiene algo sorprendido. En el quicio de la puerta de su casa hay una sombra, la sombra de alguien que está quieto, esperando.

- Buenas noches, hombre - dice el hombre mayor de unos setenta años y abrigo casi ralo que surge de la oscuridad -. No tengas tanta prisa.

El hombre mayor tirita porque también el siente la traidora humedad de la anochecida que se mete dentro de uno sin avisar, sobre todo a ciertas edades.

- Hola, hola - dice el otro aliviado al ver quién era el que le hablaba -, no te había conocido. Me has dado un buen susto. Ven, hombre, entra en casa que aquí hace un relente que te deja tieso.

Y el hombre saca la llave del bolsillo del chaquetón y se dispone a abrir el portal.

- No - le interrumpe el otro -. Hemos de hablar.

- De acuerdo - concede el segundo hombre mayor, pero no tanto -, pero hagámoslo dentro donde estaremos más calentitos.

- No - insiste el hombre que se ocultaba en el quicio del portal -, ha de ser ahora mismo y aquí. Yo no tengo frío y, si lo tengo, me aguanto, como te vas a aguantar tú. No puedo esperar más, no voy a ningún otro sitio a hablar. Hay que arreglarlo ahora.

El hombre mayor del chaquetón se queda mirando al que ha hablado con cierta sorpresa y una sombra de temor. ¿Qué puñeta le pasa? Siempre se habían llevado bien. ¿A qué vienen esas urgencias?

- Escucha - le responde un poco amostazado -, si te has vuelto loco, lo siento. Si quieres hablar y no quieres entrar en mi casa, vayamos a un bar, pero yo no me quedo en medio de la calle. ¡Hala, adiós!

Y, tal como lo dice, el hombre mayor que va abrigado con un chaquetón empieza a andar, queriendo dejar atrás al furibundo hombre del abrigo raído.

Durante un segundo el tiempo se detiene y luego se emborrona como si la escena se aguara y desfigurara. El hombre mayor del abrigo gastado ha sacado un cuchillo de cocina del bolsillo y ha apuñalado repetidamente la espalda del otro hombre de edad avanzada con un rictus de rabia que le desfigura el rostro.

- Te digo que esto lo arreglamos ahora - repite con voz ronca mientras clava el cuchillo una y otra vez en el cuerpo sorprendido del hombre del chaquetón que finalmente se derrumba lentamente sobre la acera ensangrentada.

El mundo vuelve a detenerse un instante y el agresor se queda quieto, encogido, con el cuchillo que sujeta con la mano derecha goteando rojo, mirando el cuerpo inerte del anciano del chaquetón. Una llamada histérica de teléfono alerta a la policía. "¡Han matado a un hombre!". Y una sirena suena a los pocos minutos y las luces parpadeantes tiñen de azul la escena del hombre con el cuchillo en la mano y el otro tendido a sus pies. Desde los portales y los establecimientos, y desde las ventanas de los pisos de cincuenta metros, acechan entre miedosos y fascinados los ojos curiosos de los vecinos. Como en un sueño, el hombre del abrigo raído es esposado, metido en un coche policial y conducido a la comisaría. Una ambulancia llega con estrépito inútil y parpadeos amarillentos para recoger el cuerpo del hombre del chaquetón.

En un cuartucho de comisaría, el hombre del cuchillo de cocina espera sin esperanza mientras se inician las idas y venidas, las preguntas, las miradas y el papeleo que le llevarán a un pasillo oscuro del que no puede ver el final. Uno de los guardias uniformados que le vigilan le ofrece un cigarrillo y, aunque hace tiempo que lo dejó, el hombre lo acepta, lo enciende, tose y aspira sin placer. Se acerca un hombre de paisano de unos cuarenta años y mirada cansada.

- El hombre que usted ha apuñalado no ha llegado vivo al hospital. ¿Me oye? Lo han ingresado ya muerto.

El hombre mayor que está fumando no dice nada ni mira al policía que le ha hablado. La salita se llena de un silencio agrio.

- ¿Por qué? - pregunta suavemente el policía de paisano.

- Me tomaba el pelo. Me quería engañar - responde con voz quebradiza.

- ¿Engañar? - insiste el poli.

- Le compré un piso hace un tiempo y nunca encontraba el momento para t escritura de compraventa ante el notario - explica con una sombra de ira.

- ¿Y eso es motivo para matar a un hombre? - pregunta sorprendido el policía.

El hombre mayor del abrigo raído le mira lleno de rabia.

- ¡Nadie me toma el pelo!

En el depósito de cadáveres el cuerpo del hombre que iba con chaquetón empezaba a ponerse rígido.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

Impecable relato. Que anuncia una venganza salvaje por algo tremendo y acaba siendo una nimiedad de viejo amargado y solitario. Tienes el talento para vestir de matices a esos personajes grises y casi invisibles que cometen atrocidades por un simple despecho, una mala mirada, un rencor infundado… Es como si nos estuvieses recordando que todos podemos ser víctimas de estos seres aparentemente normales y anodinos con los que nos cruzamos cada día.

Besos.