domingo, 24 de junio de 2007

Ensañamiento

-¿Ha forzado el brazo?
- No, creo que no. Nunca me había pasado algo así.
El hombre, treinta y pico años, cicatriz en mejilla izquierda, está sentado en una camilla del centro de urgencias del barrio; un centro de chicha y nabo.
- Pues no lo entiendo - dice la enfermera, una mujer madura que ha visto más de lo que hubiera deseado -. Sufres una dislocación del brazo de lo más curiosa.
- Pues será curiosa, pero me duele un montón- le replica el sujeto de la cicatriz.
- Ahora lo arreglamos. Tienes que haber forzado mucho este brazo.
La mujer indica a la auxiliar, una jovencita lánguida con pelo de rubio paja, que prepare todo. Un chaval de once años asoma por la puerta del consultorio.
- Mamá, me voy a jugar al parque.
La mujer madura se vuelve hacia el chico con expresión severa.
- ¿Qué haces aquí? Tendrías que estar en casa haciendo los deberes. ¿No te tengo dicho que no vengas a interrumpirme al trabajo?
Pero el chaval ya no la escucha y ha salido disparado hacia la calle. En la acera, dos colegas de su edad con las mismas caras de pillo.
- Vamos - dice el muchachuelo. Y salen los tres a la carrera al parque a cien metros.
El parque merecía tal nombre cuando fue inaugurado por el alcalde, años atrás. Entonces, además de los grupitos de árboles, había amplias extensiones de césped japonés, espesos matorrales que daban hermosas flores en primavera, bancos de madera y alguna que otra fuente. Hoy es un bosquecillo ralo con matorrales descontrolados, enormes calvas de tierra seca y no queda un banco entero ni por caridad. Pero los chavales disfrutan de lo lindo, porque el desangelado parque es un buen escenario de imaginadas aventuras.
Los tres pillastres llegan al parque a la carrera. Se dirigen a un árbol muerto y bien muerto, que conoció mejores tiempos y aún no se ha derrumbado, de cuyo hueco sacan unos trozos de madera que, con algo de imaginación, utilizan como si fueran fusiles o metralletas. Corriendo uno tras otro, los chicos se adentran en un grupito de chopos desmochados que hay en una pequeña hondonada.
- ¡Hostia! - el exabrupto ha surgido espontáneo de la boca del hijo de la madura enfermera del centro de urgencias.
- ¿Qué pasa Gabriel? - pregunta el más larguirucho de los tres.
- ¡Hostia, hostia! - responde el chaval con voz de espanto.
Los otros dos compinches se acercan y comprueban con pavor qué aterra a su compañero. En el fondo de la pequeña hondonada hay un hombre estirado con la cara, la cabeza y el pecho destrozados y ensangrentados. Los tres muchachuelos se acercan cautos y temblorosos, pero el hombre no se mueve.
- ¿Está muerto? - pregunta sin tenerlas todas consigo el tercero del grupo, un chico gordito con el pelo del color de las zanahorias.
Y, como obedeciendo a una consigna, los tres arrancan a correr gritando como locos.
- ¡Un muerto, un muerto!
El coche zeta de la Policía Nacional circula a treinta por hora por el barrio. Es lo reglamentario, cuando están de patrulla ordinaria. El conductor echa una ojeada que otra a su alrededor de vez en cuando, pero el que mira con atención a ambos lados de la calle es el agente que se sienta a su lado,
- Esos chicos... - cabecea el policía del asiento del copiloto.
- ¿Qué pasa? - pregunta el conductor.
- Tres chavales que van voceando como energúmenos. ¡Jodidos críos! Van a topar con alguien con mala leche y se van a ganar lo que no está escrito... Espera.
- ¿Qué?
- Que esos chicos no están jugando. Para.
El policía sale apresuradamente del automóvil antes de que su compañero lo haya detenido del todo y se dirige hacia los tres amigos que corren por la acera, pero, en cuanto ven al agente uniformado, frenan y se miran entre sí, sin saber qué hacer.
Un tiempo después, varios coches de policía, una ambulancia y un coche del juzgado han entrado en el desarbolado parque del barrio y se han estacionado cabe la pequeña hondonada. Unos funcionarios se mueven arriba y abajo, se supone que haciendo su trabajo. Un inspector contempla sorprendido el cadáver ensangrentado.
- En mi puta vida he visto cosa igual - dice en voz baja, como si estuviera en una iglesia llena de gente rezando -. Y eso que he visto... ¡Dios!, la de cosas que he llegado a ver.
- Como Falstaff de Shakespeare, supongo, pero nunca se acostará sin saber una cosa más - le dice el forense que, tras examinar el muerto, se ha puesto a su lado.
- ¿Qué? - pregunta confundido el inspector que no ha captado la culta e irónica insinuación del forense. Ese forense siempre lo lía todo -. ¿De que me habla?
- Falstaff, un personaje de Shakespeare, solía decir que había que ver cuanto había visto en su azarosa vida – le esclarece el forense.
- Y eso ¿qué tiene que ver con lo que tenemos aquí? – dice irritado el policía.
- No tiene nada que ver. Disculpe. Si quiere coger al autor de esta carnicería, sepa quién haya hecho el trabajito probablemente sufra unos severos problemas osteomusculares - afirma muy serio el forense.
- ¿Qué quiere decirme, coño? - inquiere algo mosca el inspector, al que no le gustan los tecnicismos de los médicos y no se acostumbra a ellos.
- Esa cara y ese cráneo machacados sólo han podido quedar así dándole a este tipo unos golpes de la rehostia - explicó el forense, bastante mal hablado para ser médico y funcionario judicial -. Golpes para los que ha tenido que echar el brazo hacia atrás de tal manera, con tanta brusquedad, que casi seguro se le ha resentido.
- ¿Habla en serio? - pregunta el inspector, que no sabe si el forense se cachondea.
- Muy en serio. Pero han tenido que ser dos necesariamente para conseguir ese resultado. Uno lo ha apuñalado a gusto unas diecisiete veces y el otro lo ha golpeado hasta que no ha podido más con un objeto contundente, pero muy irregular.
- ¿Irregular?
- Algo que tenía cantos, esquinas o salientes puntiagudos.
Inspector y forense han llegado hasta los coches estacionados. Junto a un coche zeta, hay dos policías nacionales uniformados, los que vieron correr y gritar como locos a los tres niños que descubrieron el fiambre, y, al lado, los chavales.
- Así que he de buscar a un tipo con el brazo dolorido - comenta irónico el inspector. El forense se encoge de hombros -. Bueno, eso es fácil, sólo tengo que preguntar a todos los médicos y enfermeras del barrio y avisar a las comisarías de la ciudad para que estén atentos a todos los tíos que vayan a los hospitales o ambulatorios con severos problemas musculares en los brazos.
El comisario interrumpe su sarcástico discurso. Gabriel, aunque el policía no sabe que se llama así, intenta atraer su atención tironeándole del extremo de la chaqueta.
- ¿Qué pasa, chico? Oíd - se dirige a la pareja uniformada - deberíais llevar a estos muchachos a la asistenta social, a ver si necesitan atención psicológica o lo que sea.
- Yo he visto un hombre al que le dolía mucho el brazo - dice Gabriel con voz tan clara que los cuatro adultos lo oyen a la perfección.
- ¿Qué dices, chaval? - pregunta de inmediato el forense.
- Hace un rato, en el centro de urgencias. Mi madre trabaja allí como enfermera - explica ufano el mocoso - Había un hombre que le dolía muchísimo el brazo. Lo tenía...
- Dislocado - completa el médico judicial.
- Eso. Se lo oí decir a mi madre. Y tenía una cicatriz en la cara.
Mala suerte. Mira por donde, por un chavalín se le cae a uno el pelo. Luís Antonio González González fue detenido muy pocas horas después de cometer su delito en compañía de su cómplice Ramón Gómez Gómez, que, naturalmente, fue trincado porque el primer apresado no estaba dispuesto a comerse el marrón el solito.
- ¿Han cantado? - pregunta al inspector el policía uniformado que vio a los chicos.
- Más que Pavarotti y Plácido Domingo juntos. Nada, una banda de mierdas que traficaba al por menor con caballo y el muerto quiso pasarse de listo, quedándose con una parte para venderla por su cuenta. Los otros le invitaron a unas copas y después de una tarde de juerga fraternal lo machacaron vivo. El Gómez lo apuñaló y el otro le trabajó la cara y el cráneo con una especie de bate de béisbol.
- ¡Qué bestias!
- Pues no lo sabes todo. Previamente al trabajito, habían clavado tachuelas en el extremo del bate de béisbol. Para joder más.
- ¡Rehostia!
- Y has de saber que el bate con tachuelas quedó astillado.
El policía uniformado sale precipitadamente hacia el lavabo sin ver la sonrisa sardónica del inspector. A los pocos minutos regresa con la tez pálida:
- ¿Cómo es posible? - pregunta con voz debilitada.
- La condición humana - sentencia el inspector.
- ¡Joder con la condición humana!





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