domingo, 3 de junio de 2007

Ya estaba muerto

Estaba sentada en un deslucido banco de madera, brillante por la cantidad de culos y espaldas que sobre él habían posado. La mujer, alrededor de setenta años, bajita, gruesa, pelo corto recio a lo chico, con gruesas gafas tras las que miraban dos ojillos miopes, pero astutos, suspiró dando lugar a que se agitara su enorme pecho firmemente sujeto por grandes sostenes reforzados con ballestas de plástico.
Baldomera, que así se llama la buena mujer, no escucha el sonsonete del caballero de negro, pero daba igual, porque, aunque lo hubiera hecho, no hubiera entendido nada. Suspiró de nuevo, movió con discreción el considerable trasero sobre la dura madera y se reclinó sobre el respaldo al tiempo que se cruzaba el chaquetón negro de imitación de algún animal con pelo. No tenía nada mejor qué hacer, hasta que aquellos señores acabaran sus discursos, y Baldomera se puso a pensar. Baldomera se puso a recordar.
También era invierno, aunque no podía decirse que hiciera frío de verdad, y ella, como siempre, dale que te dale, siempre hasta las narices de trabajo. Era una tarea ingrata, desagradable más bien, pero había qué hacerla. ¡No había más remedio! Los pobres tienen pocas ocasiones de elegir qué quieren o no quieren hacer. Señor, señor, que desgracia ser vieja y verse en estos tragos. Así pensaba Baldomera entonces, mientras continuaba troceando la carne sobre la mesa de mármol agrietado de la pequeña terraza, convenientemente protegida de miradas indiscretas de los vecinos fisgones por el extendido toldo verde, que no era verde ni nada parecido después de tantos años de aguantar rayos de sol.
La mujer gruesa utilizaba el hacha que había en casa para partir troncos y ocasionalmente huesos de jamón, aunque hacía bastantes años que no se cortaban troncos y qué te diré de los huesos de jamón, en la prehistoria de la memoria. Un par de chasquidos secos y seguidos anunciaron a Baldomera que daba en hueso. Levantó el hacha con fuerza y asestó un único golpe que partió un fémur, aunque la gorda señora no sabía que se llamara así ni que estuviera en aquel lugar; ella actuaba por intuición, no por ciencia u oficio, Siguió incansable con el ingrato trabajo hasta que la mesa de mármol amarillento estuvo ensangrentada y llena de trozos de carne perfectamente separados unos de otros.
Volvió a suspirar y a quejarse interiormente. Qué duro es ser pobre y desvalida anciana. Que cruz, perder la juventud. Y otros pensamientos quejosos de ese jaez. Baldomera se lavó un las manos y los antebrazos y cogió de debajo de la cocinilla un montón de periódicos viejos que solía guardar para colocar sobre el suelo después de fregar. Tras empaquetar toda la carne se iba a quedar sin papeles, tendría que pedirle a la vecina de enfrente cuando fregara el piso el sábado por la mañana.
Sin dejar de suspirar, la mujer gruesa volvió a la terracita y se dispuso a empaquetar los diversos trozos de carne, algunos huesos partidos y las vísceras que había sobre la mesa.
Dedicó casi media hora a hacer paquetes que colocaba en bolsas grandes de plástico de las de grandes almacenes. Sólo le quedaba la pieza más gorda y, cuando iba a envolverla, casi le da un vahído de lo cansada que estaba.
Reposó un momento y se sentó en una silla de plástico blanco de esas que los pobres ponen en sus minúsculas terracitas y se hacen la ilusión de que son de resina blanca como las de las gentes de posibles en los jardines de sus chalés adosados. Se quedó mirando la cabeza, que iba a envolver con las páginas de un periódico que contaban que la sequía aún duraría y que el sistema de pantanos no era suficiente para hacer frente a esa amenaza cíclica que se cernía sobre España cada vez más a menudo.
Las cabezas siempre le causaban cierto repeluzno y ésta también; bueno, ésta tal vez más. Cuando compraba conejo para guisar al ajillo o hacerlo con arroz lo troceaba ella, naturalmente, pero nunca sabía qué hacer con la cabeza y solía echársela a los gatos. Pero, claro, ésta no iba a dársela a los mininos, aparte de que era más grande que la de un conejo. Sin dejar de suspirar, Baldomera cogió las hojas de periódico y envolvió cuidadosamente la cabeza con doble hoja para ponerla luego en una de las grandes bolsas de plástico.
La mujer gruesa dio un respingo. Casi se había dormido pensando y recordando. El señor aquel tan pesado de negro había acabado de hablar, pero había otro, tan incomprensible como el primero, que explicaba no sé qué. Baldomera se volvió hacia el joven de camisa blanca y cazadora y pantalón de color azul oscuro que había a su lado.
- ¿Me permite? He de ir al baño, me estoy haciendo pis, susurró.
Pero el joven, que parecía muy agradable, se puso colorado, miró al frente y no se movió. ¡Qué juventud! Baldomera pensó que se había equivocado al juzgarlo; le había parecido un muchacho bien educado y mira lo descortés que era el tío. Sentado al otro lado de la mujer gruesa había un señor mayor, calvo y con bigote gris; también vestía de azul oscuro y tenía la mirada adusta y gesto avinagrado permanente propio de quienes sufren del estómago. Baldomera ni siquiera se atrevió a pedirle paso para ir al servicio. Tendría que esperar, menos mal que no le pasaba como a la Filomena que no se podía aguantar y tenía que ir todo el santo día con pañales absorbentes como los niños de teta. Se reclinó de nuevo sobre el respaldo de madera y cerró los ojos.
Se aburría con toda aquella pesadez y es que siempre iba de cándida por la vida. Tenía que haber sido más zorrona, más astuta, haber actuado de otro modo, pero estaba tan cansada... En fin, a lo hecho, pecho; ya no había remedio.
A fin de cuentas, ella no había hecho nada malo, absolutamente nada, por más que en el barrio la miraran como si fuera... qué sé yo, un monstruo. Menudas hipócritas las del barrio, tan modositas y persignándose cuando se cruzaban con ella y diciendo todas aquellas cosas. Si yo les contara qué clase de mujeres son, se iban a enterar. La Antonia, una arpía, y la Ramona, sin ir más lejos, que había engañado al tonto de su marido hasta que fue vieja. Eso es lo que le había dicho su cuñada Rosario, un día que se pasaron un poco bebiendo anís porque su Romualdo no estaba en casa y decidieron que podían alegrase un poco. Romualdo, otro que tal. Mira que era poco decidido el hombre. A fin de cuentas él tenía la culpa de todo lo que ocurría. En primer lugar, por no haberse cuidado un poco más, y mira que se lo tenía dicho. Romualdo ve al médico, que tú no estás bien. Y luego, cuando a fuerza de rogar y rogar consiguió que fuera al ambulatorio a regañadientes: haz caso a lo que te dice el doctor, hombre; deberías beber menos, que te estás matando. Y encima, los pulmones malos. Jesús, Jesús, qué hombre. Y luego, no había sido nada previsor. Sabiendo lo delicado que estaba de salud, tenía que haber hecho algo, no sé, un seguro, un testamento, lo que fuera. Pero no, él tenía qué hacer siempre su santa voluntad y si no quería hacerle ni puñetero caso al médico, pues no se lo hacía y luego pasó lo que pasó. Señor, Señor, qué disgustos. Y ahora toda esta gente que no sé qué quiere de mí. Pero ¿qué hecho yo, Dios mío? ¿No permitirán que pase los últimos años de mi vejez en paz?
Una reducida lágrima se deslizó por la mejilla de Baldomera. El hombre joven que había a su izquierda la miró de soslayo, incluso hizo un gesto como si quisiera decirle algo, quizás consolarla, pero desistió y continuó mirando al frente. La mujer gruesa se removió sobre el banco de madera y miró fijamente al señor de negro que hablaba. ¿Qué decía?
-... y aunque ha quedado probado que Romualdo Sánchez murió por causas naturales, tal hecho no elimina la responsabilidad de...
Vaya la que armaban por nada. A fin de cuentas ella había enterrado a Romualdo, que es lo cristiano. ¿No? Lo había enterrado detrás del antiguo lavadero, cerca de la casa. ¿Antes no enterraba la gente a sus seres queridos cerca de sus casas sin tanta monserga? Pues eso. Y le rezó un padrenuestro. Bien es cierto, que, como no podía pagar una lápida de mármol, ella misma había cubierto la tumba con una bonita capa de cemento; ella, una débil mujer. Desde luego, era lo menos que podía hacer por él después de tantos años juntos, aunque nunca le perdonaría que no se hubiera querido casar; claro que para eso se hubiera tenido que divorciarse de la bruja de su ex-mujer y él no había hecho el menor intento. Siempre le decía que las cosas estaban bien así, que era mejor no remover nada, pero la que pagaba el pato finalmente era ella, Baldomera. Él se había muerto por ser un irresponsable y ella se había quedado sin nada, peor, con deudas. Y ahora le echaban en cara que ella se hubiera preocupado un poco por su vejez. A fin de cuentas el préstamo lo había pedido Romualdo. Si no hubiera sido por sus parientes, a estas horas nadie le estaría complicando la vida, pero tenían que ir con la murga a la policía. Que si no es normal, que si nuestro tío o primo suele venir a vemos a menudo, que hace muchos días que no le vemos. Ella les había dicho que se había ido de viaje. ¿O no era verdad? A fin de cuentas lo que pasara entre Romualdo y ella era cosa de los dos, de nadie más. Y si Romualdo se había muerto por tener mal el hígado y los pulmones de tanto beber y fumar, tampoco era para armar ese escándalo. Y luego que ¿por qué no lo había enterrado como Dios manda? ¿Y cómo manda Dios? Mejor estaría en el viejo lavadero, que estaba tan cerca de casa, fresquito en verano, y podía ir cada día a su tumba. Que si era un monstruo por lo que había hecho. ¿Y cómo querían que lo llevara hasta el lavadero una pobre mujer como yo? ¿Un hombre tan grande como él? Pues de esa manera había sido más fácil, aunque buen trabajo le había dado. Además, ¿no se iba a pudrir como todos y convertirse en polvo? Entonces, qué más daba si lo enterraba entero o a trozos.
Otro señor de negro se había levantado y leía un papel con aire solemne. Baldomera se dispuso a escuchar, de puro aburrimiento.
- ...quedando probado que la encausada, Baldomera González Morales, no comunicó la muerte de su compañero sentimental, Romualdo Sánchez Sánchez, para poder continuar percibiendo la pensión de ochenta mil pesetas a la que éste tenía derecho por haber cotizado los años precisos a la seguridad social, pensión que era transferida por el organismo competente a la cuenta corriente conjunta que habían abierto en el banco Tal los citados Romualdo y Baldomera. Baldomera González no sólo no informó sobre la muerte de Romualdo sino que con notable sangre fría descuartizó su cadáver en la terraza del inmueble que compartían y lo enterró ilegalmente en un lugar próximo a su domicilio. Todo lo cual constituye los delitos de falsificación de documento oficial, estafa e inhumación ilegal.
Baldomera sacudió la cabeza. ¡Estaban haciendo una montaña de un grano de arena!



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