miércoles, 30 de mayo de 2007

El simulacro

Se miró las manos casi admirado, como si las viera por primera vez, con la misma sorpresa con la que se las miran los bebés recién nacidos cuando ya abren los ojos. Pero las suyas eran manos sujetas por esposas de acero cromado.
El hombre, cerca de sesenta, bajo, recio, pelo entrecano y despeinado, alzó levemente los brazos. A pocos metros se oía un murmullo, un sonsonete tedioso y adormecedor, como si alguien rezara el rosario o algo parecido. El hombre dejó caer la cabeza y apoyó la barbilla en el pecho, resignado, vencido. La voz de la mujer joven de rostro agradable, con gafas de concha oscura y gruesa, vestida de negro, leía cansinamente sin que nadie, le prestara demasiada atención. Era un rito y había de cumplirse. Quizás un par de periodistas prestaban atención, sentados entre el público anheloso de emociones fuertes vividas en piel ajena.
-... siendo reducido. Al oír los gritos...
El hombre se cubrió la cara con las manos, en un gesto inútil para alejarse de aquella atroz realidad en la que era protagonista. Un día de mayo. Todo había empezado un fresco y soleado día de mayo. O tal vez había acabado. Los problemas, cocidos casi un año atrás.
Soplaban malos tiempos en la empresa donde Julián trabajaba. La crisis. Y metieron mano por las buenas en la plantilla. O por las malas. Julián había cumplido cincuenta y ocho años y entró en el lote de los que se iban a casa a esperar la jubilación oficial, cobrando el ochenta por ciento del sueldo todos los meses.
Había ocultado a la familia los problemas de la empresa, aunque los periódicos habían hablado, pero en su casa sólo se leía un diario deportivo los lunes y ahí no escriben de empresas en crisis. No les contó nada de lo para no preocuparlos sobre el paro sin remisión ni redención que se avecinaba. Pero las cosas no habían ido tan mal. Casi contento, Julián llegó a casa armado con su nueva condición de prejubilado.
- ¡Ni hablar! - le espetó airada su mujer, Antonia -. Tú no vas a decir a nadie que te han dado el retiro antes de tiempo.
- Pero, mujer, que más da. Además, sólo me faltan unos pocos años para jubilarme de verdad.
- Ahí le duele - continuó histérica la mujer, elevando la voz -. Si los vecinos saben que te han prejubilado, adivinarán tu edad. Y también la mía. Todo el mundo sabe a cuantos años dan el retiro anticipado a los obreros. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Julián creyó vivir un mal sueño, un sueño raro como los cuadros de aquel pintor loco, Dalí, que había visto una vez en un museo cuando fueron de vacaciones a la Costa Brava y se acercaron a Figueras.
- No tengo alternativa, mujer - intentó explicar a su esposa con paciencia -. No lo elijo yo, sino la empresa. Acepto o de patitas a la calle.
- Antes parado que prejubilado - gritó desesperada la mujer.
Julián decidió contemporizar, a pesar de no entender nada. Sabía que Antonia temía confesar su edad, reconocérsela, porque le horrorizaba envejecer, pero, esto era una locura.
- Antonia, si me voy al paro, sólo cobró dos años, en cambio, prejubilado, cobró durante siete hasta que me den la pensión de jubilación.
- ¡No repitas esa palabra! -gritó la mujer de nuevo.
- Está bien, mujer, dime qué quieres que haga -consintió Julián, esperando que no le pidiera la barbaridad de renunciar a la prejubilación.
Antonia lo miró. Julián sintió un sobresalto. ¿Se habría vuelto loca? Antonia levantó la mano derecha con los dedos recogidos en puño, salvo el índice, enhiesto y acusador dirigido hacia su marido.
- Tú no estás prejubilado ni en el paro. ¿De acuerdo? Tú sigues trabajando en la fábrica.
- Pero, Antonia, cómo voy...
- Cállate. Saldrás de casa cada día a tu hora y volverás a tu hora. Harás vacaciones y tendrás tus días festivos y de baja cuando te encuentres mal. Igual que cuando trabajabas. ¿Está claro?
No estaba claro. Nada claro. Julián quedó tan sorprendido por aquel disparate que no supo reaccionar. Cuando se le pasara la primera impresión por la inesperada noticia, Antonia entraría en razón. Sonrió. Vaya por Dios, tendría que madrugar unos días más. Pero no fueron unos pocos días más. Fue el preludio de un infierno.
Pasaron los días, las semanas, los meses y Antonia, inflexible. Julián salía cada día de buena mañana con su carterita con la comida y regresaba hacía el anochecer, como había hecho durante tantos años. Antonia estaba contenta. Julián, no. Cada día que pasaba estaba más hundido en un pozo oscuro de tristeza y desaliento.
Al principio, cuando creía que aquella esquizofrenia duraría unos pocos días, incluso le divertía. Iba a pasear por la Rambla y por el puerto, leía el periódico al sol en un banco del parque, se tomaba un vino blanco con gambitas saladas al mediodía, comía en alguna taberna y veía la tele después mientras tomaba café y copa; incluso había ido al cine alguna vez. ¡Con el tiempo que hacía que no veía una película que no fuera en la tele! Pero llegó el tiempo desapacible, el viento y el frío, la lluvia, la oscuridad temprana y Julián no supo donde ir. Peregrinó de cafetería en taberna para no llamar la atención en un mismo lugar y gastó demasiado dinero en cortados y cañas de cerveza que bebía sin ganas.
Antonia se mantuvo inflexible. ¡Ni se le ocurriera andar por el barrio! Tenía que alejarse de los lugares en los que hubiera estado a gusto, donde hubiera podido tomar cañas con los amigos, en bares en los que no le hubiera importado estar horas frente a la taza vacía y pringosa de un cortado. Julián se entristecía más y más, pero Antonia era de hierro en su determinación. El hombre tenía que salir cada día a la hora de ir a trabajar y regresar a la hora del fin de la jornada laboral. Los hijos del matrimonio, un mozo de veinte años y una muchacha de un par de años más, contemplaban sorprendidos el surrealista espectáculo. Pero no se atrevían a intervenir. No querían líos.
Julián se consumía a ojos vistas, tanto, que, por fin, Antonia le concedió que se quedara en casa; luego explicó a las vecinas que su marido estaba con la baja. Julián fue al médico que le diagnosticó una depresión de tamaño natural; le recetó unos ansiolíticos de calibre medio, pero no quiso entrar en el fondo del asunto, eso de simular que trabajaba y vagar por ahí. Entre marido y mujer, nadie se debe meter, meditó.
Las pastillas levantaron algo el ánimo del destartalado Julián, lo suficiente como para qué Antonia decretara que se había acabado la baja y debía volver al trabajo. Julián se resistió débilmente, pero volvió a hacer la santa voluntad de su mujer. Otra vez a caminar sin sentido por las calles.
Julián ya no tenía ánimo ni para cambiar de taberna y se instalaba en un tugurio de la parte vieja de la ciudad bebiendo cerveza tras cerveza con la vista fija en nada. Si se aturdía con alcohol, las penas serían menos. Un día el hijo le propuso aprovechar el tiempo. ¿Por qué no se matriculaba en algún curso para gente mayor que organizan el ayuntamiento y la comunidad autónoma? Alguna cosa que le hubiera gustado, pero nunca se atrevió. Julián no reaccionó; el quebranto ya era considerable. Quizás si se lo hubiera sugerido al principio...
Llegó la primavera muy revuelta, como para alterar los ánimos y los adentros incluso de las personas sólidas. Julián salía cada mañanita de casa y regresaba hacia el final de la tarde. Puntual como un lord británico, si es que esos señores tan estirados son tan puntuales como se dice. Y empezaron las discusiones con Antonia. Julián se rebelaba, pero estaba demasiado débil de ánimo como para superar la granítica determinación de su mujer. Antonia lo amenazó con dejarlo si se quedaba en casa y permitía que la gente supiera que estaba prejubilado.
Un día de mayo, Julián llegó más cansado que de costumbre. Los días se prolongaban, pero eso no mejoraba su estado de ánimo. Después de cenar, el matrimonio se entronó frente a la televisión, el hijo salió, la chica fue a su habitación y Julián cogió el toro por los cuernos.
- Antonia, esto se ha acabado. No saldré por la mañana a hora fija ni regresaré por la tarde para dar vueltas como un zascandil todo el día.
La mujer dejó de mirar la pantalla y contempló a su marido como si hubiera dicho una locura.
- Ni hablar - zanjó por lo sano.
Julián insistió, porfió, argumentó, incluso amenazó, pero la mujer se mantuvo en sus trece. No estaba dispuesta a que los vecinos supieran que lo habían jubilado, no estaba dispuesta a que la gente maliciara la edad que tenía, deducida con facilidad por que él ya estaba jubilado. ¿Qué culpa tenía ella de que lo hubieran retirado antes de tiempo?
- ¿Crees que voy a estar siete años saliendo cada día para no ir a ninguna parte hasta que cumpla los sesenta y cinco? ¡Estás loca!
Pero, ni siquiera ante tan terrorífico argumento, que también era súplica e imprecación, se doblegó la decisión de la mujer.
- ¿Sigues con tu egoísmo de que todos se enteren de que estás prejubilado? A partir de ahora dormirás donde te de la gana, porque conmigo no te acuestas. O como si no te acostaras.
Julián se fue bufando a la habitación de matrimonio y se echó medio vestido sobre la cama. La cabeza le daba vueltas. Finalmente se calmó, quieto, con la vista fija en el techo. Un par de horas después, Antonia apagó la tele, hizo sus abluciones, se lavó los dientes, se desnudó, se puso el camisón y se acostó. Como si nada hubiera pasado, como si nada pudiera pasar, como si no hubiera nadie en aquel lecho. Quizás en su imaginación no se acostaba al lado del marido, tal como había amenazado. Julián estaba despierto, pero no reaccionó, no hizo el menor gesto. Ni traza de ademán. Inmóvil. Estático. Hacía tiempo que habían desaparecido la complicidad y la ternura que se expresan en la intimidad. Y ahora Antonia eliminaba también el sexo; lo poco que quedaba de sexo.
A las seis, una luz débil y escasa se filtró por las ranuras de la persiana de plástico de la ventana del dormitorio conyugal. Julián se levantó con lentitud y fue hasta el salón, se sentó en el sofá y allí estuvo hasta pasadas las ocho con la vista fija en algún punto del apagado televisor. Todos dormían. El chico había regresado no sabía cuando, pero seguro que tarde, y la muchacha descansaba. Antonia, también. En la calle crecían los rumores y sonidos cotidianos.
Julián se levantó cansinamente del sofá con el cuerpo entumecido. Fue con pasos lentos hasta la cocina y hurgó en el cajón de los cubiertos. Miraba sin ver, los hombros caídos y la boca desgajada. Cogió un cuchillo de los de punta, casi sin mirarlo, y salió.
Apenas cuatro metros le separaban de la puerta de la habitación de matrimonio. Hacia allí se dirigió Julián y entró. Una vez dentro, miró a Antonia, dormida profundamente, arrebujada con sábana y cobertor, porque la mañana era fresca; con el sueño tranquilo de los justos o de quienes creen serlo. Julián se acercó al lecho, como si fuera a acostarse, lo rodeó y se puso frente a Antonia yaciente.
El hombre levantó el brazo armado. Sin prisas. Tres contundentes puñaladas, profundas y silenciosas, enviaron para siempre a Antonia al mundo del que no se puede despertar. La mujer partió sin un ay, sin enterarse, hacia el mundo de los muertos.
Goteando sangre el cuchillo, Julián fue por el corredor sin prisas hasta la habitación de la hija. Abrió la puerta y se dirigió hacia la muchacha. Ésta, sueño ligero, abrió los ojos para ver, medio adormilada, a su padre empuñando un ensangrentado cuchillo de cocina. Gritó y gritó hasta la histeria, sin saber si sufría una pesadilla. Los gritos y manoteos de defensa no evitaron la puñalada, pero la hicieron incierta, al igual que otras cinco cuchilladas que Julián asestó a su hija, carne de su carne, sangre de su sangre, derramada sobre la estrecha cama de soltera.
Los chillidos de pánico alertaron al hijo que acudió en socorro de su hermana y golpeó, desarmó y redujo a su padre. Julián no resistió más. Mientras el muchacho atendía a la sangrante joven, llamaba a una ambulancia y se hacía cargo de la situación, Julián se dirigió hacia la habitación de matrimonio y se acostó junto a la extinta Antonia. En la escalera bullían los vecinos, alarmados por los gritos, morbosos por saber qué había ocurrido.
Cuando llegó la policía, los agentes encontraron a Julián estirado sobre el lecho en la misma posición, mirando hacia arriba sin ver, al lado del cadáver ensangrentado de su esposa que se enfriaba. Uno de los policías boqueó de nauseas y otro hizo el signo de la cruz. Después, se llevaron esposado al prejubilado Julián.
La mujer de la toga negra había finalizado su monótono discurso. Julián se miró de nuevo las esposas y sonrió. Nunca más tendría que levantarse por las mañanas y simular que iba a trabajar.

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