domingo, 15 de julio de 2007

Atracadores virtuales

Todo empezó en una localidad a cuarenta kilómetros de la ciudad. Unos delincuentes de tres al cuarto robaron un coche. No era un gran automóvil ni nuevo, pero era un coche. Los delincuentes se llamaban Genaro, Carlota y Andrés. Y robaban lo que podían. Sólo eran rateros de tres al cuarto, pero se creían los reyes del mambo.
Los chorizos, propiamente dichos, eran Genaro y Andrés. Carlota era ratera consorte; era la novia de Genaro, pero mandaba más que los otros dos juntos, porque tenía más bemoles, aunque no formara parte de la banda, estrictamente hablando. Los tres reventaban cajas de cabinas de teléfonos, cogían algún que otro bolso a viejas despistadas y robaban radiocasetes y otros objetos del interior de automóviles aparcados en zonas oscuras. El robo del automóvil le dio la idea a la Carlota.
- Hemos de dejar estos trabajos de mierda. No sacamos ni para pipas.
- ¿Y qué hacemos? - quiso saber Andrés. Genaro no preguntó nada porque le parecía que desmerecía si su chica era la que llevaba la voz cantante y pensó que si guardaba silencio, parecería que tenía una actitud inteligente.
- Ahora que tenemos el coche para ir donde queramos y escapar, demos un buen golpe - explicó excitada.
- Eso está muy bien - sentenció Genaro.
- Vale. Pero ¿cómo? Es más fácil decirlo que hacerlo - quiso saber Andrés.
- ¿Quieres ser un miserable toda tu vida? - inquirió belicosa la muchacha.
- No seas negativo, Andrés; procura ver las cosas con mejor ánimo – intervino Genaro, que vio la ocasión pintada para dejar sentada su autoridad como jefe.
- Vale, pero ¿qué hacemos? - insistió el otro sin siquiera intentar plantar cara a Carlota, porque significaría discutir o algo más con Genaro que bebía los vientos por ella. No era muy guapa, tenía los ojos demasiado juntos y la frente muy estrecha, pero tenía un par de buenas tetas y un culo prieto y alto que seducían al jefecillo.
- Atraquemos un banco - respondió Carlota sonriente.
- ¡Ostia! - exclamaron admirados los dos mangantes, pero al momento vieron alzarse un muro de dificultades, tal vez insuperables. No era nada fácil atracar un banco.
- Necesitamos un plan - sentenció Genaro, nada dispuesto a quedar disminuido por el empuje de su novia. Una cosa era que él la quisiera, que la quería de verdad, y otra que él no estuviera en su lugar de jefe de la cuadrilla.
- Lo que necesitamos es una pistola y no la porquería de destornilladores que utilizamos - contestó picada la muchacha -. ¿Nos van a dar el dinero por nuestra cara bonita?
- Claro que no. Tienes razón; necesitamos una pistola, pero también hay que planificar el golpe - dijo orgulloso porque la frase le salió redonda.
- Déjate de historias, Genaro, cariño - dijo la chica dulcificando la dureza de la respuesta -. Si conseguimos una pipa, entramos en un banco, apuntamos a la gente, les exigimos el dinero de las cajas y salimos zumbando en el coche en el que nos estará esperando Andrés con el motor en marcha.
- Es un buen plan - contestó Genaro aprobando lo dicho -. A eso me refería.
- ¿Y cómo conseguimos una pistola? - dijo Andrés, poniendo un toque de realismo en la conversación.
- La robamos, coño, que eres un agonías - contestó a gritos Carlota-. Ponéis pegas para todo.
Pero no era fácil. Estuvieron acechando de lejos a un policía nacional y luego a un policía local, que les parecía menos peligroso, pero no se atrevieron.
- Es muy difícil - dijo Genaro y esta vez su novia no le replicó -. Tendremos que ir a la ciudad y comprar una.
Fueron a la ciudad y Andrés habló con un amigacho que se dedicaba a pasar papelinas de heroína, quién les dijo que fueran a ver a un tipo que robaba en tiendas grandes y almacenes, quién, a su vez, les remitió a otro que compraba objetos robados.
- Vuestro hombre es Mario - les explicó cuando comprobó que eran de fiar.
Encontraron al Mario en un bar de putas del barrio antiguo.
- Tengo lo que necesitáis - dijo misterioso -. Pero os costará doscientos euros.
No protestaron; doscientos parecía un precio razonable por una buena pipa. Durante tres días se dedicaron a su actividad de siempre, pero con más intensidad y entusiasmo si cabe. Reventaron un par de docenas de cabinas de teléfonos. Les quitaron el bolso a tres viejas y le robaron la bicicleta a un niño que se había olvidado de sujetarla con cadena y candado. Cuando vendieron la bicicleta, con lo que les dieron por ella, habían conseguido ciento ochenta euros.
- Sólo tenemos ciento sesenta - le dijo Genaro al bribón que les vendía el arma, porque descontó veinte euros para pagar los tres menús de la comida de ese día en casa Manolo más un paquete de rubio -, pero vamos a dar un buen golpe y, con lo que saquemos, te acabamos de pagar la pipa.
- De acuerdo, pero entonces serán sesenta euros más cuando me paguéis.
- Son más de doscientos; es un abuso - saltó Carlota.
- No, son negocios. Os estoy fiando, fiar es un riesgo, y un riesgo vale dinero - dijo el desgraciado como si fuera Rotschild.
Aceptaron. Andrés le entregó los ciento sesenta euros de los que más de la mitad estaban en monedas pequeñas.
- ¡Joder cuánta moneda! ¿Os dedicáis a limpiar parabrisas de coches en los semáforos?
- No te pases de gracioso - le avisó Carlota.
El truhán les entregó un paquete envuelto en papeles de periódico y sujeto con gomitas finas de color verde y rosa. - ¿Y la munición? - preguntó Genaro.
- Está también dentro del paquete - contestó y se marchó rápidamente.
Los tres aprendices de atracadores de bancos se metieron en el coche que habían robado para estar al abrigo de miradas indiscretas, y desenvolvieron lo papeles de periódico. Un revólver algo oxidado del año de maricastaña y seis balas aparecieron ante sus sorprendidos ojos.
- ¡La madre que lo parió! - gritó Genaro.
- Ese mierda nos ha tomado el pelo - se cabreó Carlota.
- Comprobemos si funciona, igual no es tan malo como parece - intentó consolarlos Andrés.
- ¿Cómo quieres que funcione esta antigualla? - saltó Genaro - Este revólver lo llevaban los soldados del séptimo de caballería en el Oeste.
- Probémoslo - insistió Andrés -. De perdidos, al río.
Genaro cedió el arma a su compañero mientras rezongaba por lo bajo. Andrés cogió el revólver y lo abrió, le dio una vuelta al tambor, lo cerró y accionó el gatillo. El tambor corrió y el percutor se abatió con siniestro clic.
- Lo ves - dijo Andrés -, tiene mala pinta, pero funciona.
- Probemos las balas - dijo Genaro impaciente.
- ¿Estás loco? - intervino Carlota - ¿Quieres ponerte a disparar a las cinco de la madrugada?
- No, mujer - contestó Genaro paciente. Sólo quiero comprobar si las balas son del calibre adecuado para este revólver.
Lo eran. Genaro metió las seis balas en los seis agujeros del tambor, luego lo empuñó, deleitándose con su propia figura de peligroso atracador revólver en mano. Se sintió fuerte y poderoso y casi tuvo una erección.
- Estamos a punto - blandió el arma.
- No, todavía no - le enfrió Carlota -. ¿Dónde quieres ir a las cinco de la mañana? Los bancos abren a las ocho. Tenemos que esperar.
Estaban aparcados en una de las calles de la ciudad, apenas transitada a pesar de que a aquellas horas, obreros y empleados madrugadores ya andaban por ahí con cara de sueño. Andrés se puso a dormitar y Carlota cerró los ojos, aunque por su respiración ligera era evidente que no dormía. Genaro se puso a soñar despierto.
¿Cuánto podrían conseguir de un golpe? No estaba seguro; creía haber oído que fuera de la caja fuerte no solían tener demasiado dinero, pero seguro que habría ocho o diez mil euros para atender al personal que entraba y salía. Y con unos miles de euros se pueden hacer maravillas. Llevaría a Carlota a Canarias; siempre había querido ir a las islas donde siempre es verano. Y se compraría un equipo de música guapo y también ropa buena. Ropa de pijo.
Genaro se bañaba en agua de rosas pensando en lo bien que viviría a partir de ahora. No calculó que un robo en una oficina bancaria no da para mucho. No pensó que tras el primer golpe tendría que haber otros más y el riesgo aumentaría en progresión geométrica. Los hermosos sueños de futuro adormecieron por fin a Genaro. Carlota hacia rato que dormía el sueño de los justos o de los injustos sin el menor remordimiento de conciencia, que para el caso es lo mismo, y Andrés roncaba suavemente.
A un centenar de metros del lugar donde estaba estacionado el automóvil azul oscuro de los perdularios que esperaban la apertura de las oficinas bancarias, asomó por una esquina el morro de un coche zeta de la Policía Nacional de patrulla nocturna ordinaria. Algo les atrajo la atención del automóvil aparcado en la calle, el caso es que el zeta avanzó lentamente y estacionó a unos metros del coche robado de los futuros atracadores. El policía sentado al lado del conductor salió con la intención de pedir los documentos de identidad a quienes se adivinaba dentro del automóvil. En ese momento Carlota abrió los ojos, quizás avisada por un sexto sentido, acaso agitada por alguna pesadilla.
- ¡Mierda, la poli! - gritó cuando vio al agente uniformado dirigirse a ellos con calma.
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? - se despertó sobresaltado Genaro.
- ¡Joder! - gritó Andrés que, también despierto, se hizo cargo de la situación.
- Vamos, leche, arranca -, gritó histérica Carlota.
Y, mientras Genaro aterrizaba en la dura realidad, Andrés ponía el coche en marcha, metía la primera velocidad y salía a toda pastilla gastando con generosidad goma de las cubiertas.
El policía que se acercaba tranquilo al automóvil, quedó sorprendido por la reacción. Echo mano a su pistola automática PK 28, la sacó de la funda, le quitó el seguro y disparo dos tiros al aire.
- ¡Alto! ¡Alto!
Su compañero asomaba ya la cabeza por la ventanilla.
- ¡Sube, vamos tras ellos!
El coche azul de los aprendices de atracador ya giraba la esquina de la calle con una travesía más ancha y el zeta salió tras ellos. Durante unos tres largos, larguísimos minutos, el coche de la policía persiguió al automóvil azul. Los conductores de los escasos vehículos con los que se cruzaban o a los que sobrepasaban a toda velocidad miraban sorprendidos a todos los lados, esperando ver cámaras de cine o televisión. Al llegar a la gran avenida de la ciudad, insólitamente vacía de tráfico rodado, el automóvil azul de los revienta cabinas telefónicas enfiló hacia el norte a ciento veinte kilómetros por hora.
- Provocarán una desgracia - dijo el policía que no conducía.
Asomándose por la ventanilla y aprovechando el tramo rectilíneo de la avenida, apuntó con cuidado y disparó dos veces seguidas.
¡Bang! ¡Bang!
Una de las ruedas traseras del coche azul estalló y el automóvil empezó a hacer extraños culebreos. En el cruce con la calle transversal siguiente había una rotonda con la estatua de un presunto gran hombre. Contra ese pétreo monumento se estrelló el coche de los chorizos.
A las ocho de la mañana, cuando abrían sus puertas las oficinas bancarias, Genaro, Andrés y Carlota esperaban asustados en los calabozos de la Jefatura de Policía de la ciudad.
Hubieran tenido suerte. Al no cometer delito alguno, la posesión ilegal de una pistola casi de la guerra de independencia y la huída temeraria en automóvil no les hubiera reportado más que algunas molestias, quizás una ostia de reglamento y tal vez una multa. Pero el bravo Genaro se fue por la pata abajo y confesó lo que todavía no habían hecho. Y los entrullaron.
Además de ser unos pringados, habían visto demasiadas películas de serie B que los habían convertido en atracadores virtuales.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

Me he puesto al día y he leído tus estupendos cuentos desde el Linchamiento hasta éste. Aunque no te deje mensaje, quiero que sepas que leo cada palabra que escribes.

Me ha dicho un pajarito, que te llaman “El señor de las palabras”, un bello apodo que mereces, porque sabes poner las justas para crear pequeños mundos y personajes reconocibles en cada uno de tus relatos con mucho oficio y talento.

Si hubiese editores de raza, de los de verdad, les invitaría a tu blog, pero me temo que hace mucho tiempo que no doy con ninguno. Aunque no pierdo la esperanza.
Besos.