jueves, 19 de julio de 2007

Atracadora

Un agente de la Policía Nacional indica a la mujer el camino hacia la puerta. Juana sabe donde la llevan y cuanto tiempo tardará en salir.
Parece una eternidad, pero sólo unas horas antes, esa mujer corría como alma que lleva el diablo, perdiendo el aliento a cada paso. Los peatones se apartaban de su camino ante la negra pistola que esgrimía en su mano derecha y el gesto desesperado del rostro. En la otra mano, la izquierda, una bolsa de deportes se balanceaba al ritmo de la carrera.
Tras la mujer, gritos de alarma y miedo. Un hombre de mediana edad, bien vestido con un traje gris, con aspecto apoplético por el rostro enrojecido por el esfuerzo pulmonar, perseguía a la fémina armada, sin reducir la distancia que les separaba.
La mujer de la pistola se enfrentó a una calle con tráfico intenso; echó una rápida ojeada y se lanzó entre la barahúnda de coches. Frenazos bruscos, bocinazos y alguna que otra blasfemia la acompañaron en la frenética carrera hasta la otra acera.
La mujer se detuvo en seco. Un policía municipal tembloroso la apuntaba con su revólver. Otro policía local se acercaba corriendo, mientras se sacaba unas esposas del cinturón con la mano izquierda y con la derecha desenfundaba una pistola automática.
- ¡No te muevas!– grita nervioso el primer guardia sin dejar de apuntarle.
La mujer deja caer al suelo con suavidad bolsa y pistola, como si no quisiera dañarlas, y levanta los brazos. Se siente calmada, vacía. El segundo guardia la esposa con brusquedad. El primero aún la apunta, pero a las piernas. Acciona un transmisor.
Los minutos siguientes transcurren con la escena congelada. La mujer perseguida, erguida con ojos cerrados y manos adelantadas, como cuando las expuso al guardia para que la esposara. El primer policía todavía sujeta su arma, apuntando al suelo, y no sabe donde mirar; el segundo ha enfundado su automática y mira a la mujer detenida. Metros más allá, varias personas contemplan la inhabitual escena, temerosas y curiosas. Aparece un automóvil zeta de la Policía Nacional que se hace cargo de la detenida y la conduce a comisaría.
Juana tal y tal, veintiocho años, nacida en tal y tal, hija de Miguel y de Carmen, madre de…, residente en tal y tal. Antecedentes: detenida en… acusada de robo con intimidación. Se le han ocupado una pistola automática del calibre 6,35 y una bolsa de deportes que contiene tres mil cuatrocientos euros.
El teclado del ordenador suena rítmicamente mientras el inspector de guardia escribe el atestado de la detención. Juana, la mujer que corría pistola en la mano, sentada ante el policía con la espalda erguida, contesta como un autómata. Preguntas rutinarias, rituales. Y, casi sin darse cuenta, piensa. ¿Qué hará Ignacio, "el Gatillo", con el que había preparado el atraco? El Ignacio la ha dejado tirada al primer problema, cuando el director de la oficina bancaria ha empezado a gritar histérico. ¿En qué agujero se habrá escondido? Y Nico, que se supone es su compañero, ¿imaginará por lo que pasa ahora? Nico, que vuelve a estar encerrado tras fugarse de un furgón de la Guardia Civil en un traslado al juzgado para una rueda de reconocimiento, había vuelto a dejarla sola por meterse en fregados estúpidos. Si andas huido, ¿cómo trapicheas con tarjetas de crédito falsas? Lo trincaron enseguida con las manos en la masa. Entre el quebranto de condena, la pena anterior y la que le caerá, Nico se hará viejo en el “talego” y ella, viuda de hecho. Piensa en Enrique y Juanita, sus dos hijos pequeños. Ahora no está segura de si hubiese sido preferible fregar pisos y despachos, como tantas otras del barrio, aunque se gana bastante menos que atracando bancos, pero lo piensa ahora.
Siempre ha estado preparada para este momento; sabía a qué se exponía. La vida es una mierda, pero hay que vivir. No se queja, pero le jode. Hubiera querido tener otros padres, vivir en otro barrio, ir a la universidad… Y conocer a un tío que valiera la pena. Pero eso está difícil, más que lo de atravesar un camello el ojo de una aguja, que dijo no sé quien. Lo de los tíos está fatal.
El inspector escribe calmoso, mientras dos policías uniformados rondan por la estancia y los dos guardias urbanos que la han detenido esperan. El hombre bien vestido, con aspecto acoquinado, es el director de la agencia bancaria atracada. También espera sentado en un incómodo banco de madera sin saber qué hacer ni que postura adoptar.
Y Juana divaga, mientras contesta al policía con la frialdad y falta de interés de esas horribles muñecas con un disco con varias frases en su interior para simular que hablan.
Juana suspira. De ésta no se escapa. La primera vez, hace años, fue eso: la primera vez. Su abogada, Charo, una joven bondadosa y tenaz que le tocó de oficio, consiguió que el juez no la enviara a prisión preventiva y la pusiera en libertad sin fianza. Luego en el juicio, las cosas fueron mejor y Charo consiguió que le impusieran una pena reducida y no entró en la cárcel. Esta vez, no. Por suerte que tuviera pasaría encerrada unos años. Y su abogada -prefiere abogadas- no podrá argumentar que ha intentado robar un banco para comprar caballo, porque es una adicta enferma. Ella odia la maldita heroína y todas las putas drogas. No las ha tomado ni las piensa tomar. Atraca bancos para ganarse la vida, para sacar adelante a sus dos hijos, para vivir. Y, si es posible, mejor que hasta ahora; sin derroches ni caprichos irresponsables, pero mejor. No hay atenuantes, salvo que el juez acepte lo del estado de necesidad, pero más bien no. Los magistrados lo tienen en cuenta cuando uno no tiene donde caerse muerto y, aunque no es rica, lo suyo es un medio de salir adelante, una forma elegida de ganar el sustento. No tiene porque inclinarse ante nadie para ganar un sueldo de mierda. No ha hecho nunca daño a nadie ni piensa hacerlo. No le va. ¡Qué fácil hubiera sido pegarle un tiro al director del Banco –un blandengue- cuando se puso! Pero ni siquiera llevaba una bala en la recámara. Se lo tenía que decir a su abogada. Quizás el juez lo tuviera en cuenta.
Una furgoneta de la policía había recogido a Juana. El juez de guardia al que la llevaron los policías se limitó a decretar prisión incondicional. La furgoneta blanca y azul oscuro la llevó hasta la cárcel de mujeres.
Al día siguiente, cuando la celadora abre la puerta de la celda de ingresos por la mañana, Juana esta sobre la cama y en el suelo hay varias tiras alargadas, rasgadas, de tela negra.
-¿Qué haces con las piernas al aire? ¿Qué ha pasado aquí? –inquiere severa la funcionaria, señalando las bandas de paño negro.
- Un mal pensamiento – sonríe Juana -, pero ya pasó.
- No me vengas con bromas y cuéntame - amonesta la funcionaria.
- Esta noche me he desesperado. Desesperada de verdad. ¿Sabe lo que le digo? Yo no he estado antes en la cárcel.
- No te entiendo –le dice confundida la mujer uniformada.
- Pensé que podría colgarme y acabar de una puta vez –cuenta Juana relajada-. Me iba a fabricar una cuerda con la falda hecha tiras. Me he pasado la noche rasgándola a mano y no ha sido fácil, pero, cuando estaba a punto de trenzar la cuerda con los trozos y hacerlo, me he parado a pensar que tengo más ovarios que todo eso. Quizás al cortar la falda se me ha ido la depre.
- Vaya – dice la funcionaria sin saber cómo reaccionar.
- Pero ya me había quedado sin falda, y no tengo otra. No lo hago por exhibirme, señorita, aunque tengo buenas piernas. Ha sido un accidente, una estupidez. Lo siento.
- Ponte algo –replica la funcionaria con cara de póquer, y añade con voz más suave-. Vas a pasar revisión médica antes de ir al módulo y no irás con los muslos al aire. No sé nada ni he visto nada – y la funcionaria de prisiones cierra la celda con cuidado y se va cabeceando.
Juana sonríe y se cubre las piernas con una sábana corta, algo ajada y raída, que anuda alrededor de la cintura.

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