domingo, 8 de julio de 2007

El linchamiento

Pipo corría como alma que lleva el diablo; tan aterrado que temió irse por la pata abajo mientras corría. Treinta metros atrás, un centenar de airados hombres y mujeres lo perseguía enarbolando palos, bastones y un paraguas.
Vivía hace años en aquel barrio ‘tristemente conocido por la venta de droga’, como escribían los diarios cuando se referían al mismo. Él se presentaba a todo el mundo como Pipo. No se sabía a qué se dedicaba y siempre rondaba por el barrio. Se le veía ocioso, pero tenía dinero suficiente para invitar a una cerveza o jugar en las tragaperras. Era bajo, feo, fuerte y cuadrado. Como un dado. Solía vestir pantalón de pana negro y camiseta gris de cuello redondo; en invierno llevaba además cazadora tejana forrada con piel de oveja.

Pipo vivía en un bloque del barrio, en el sexto, y, aunque el piso no era grande, era su casa. Tenía cuarenta y cuatro metros cuadrados bien distribuidos. Lo más incómodo era que, cuando el ascensor se estropeaba, había que subir los seis pisos a patita. Cuando Pipo comprobaba que el ascensor no funcionaba, daba un profundo suspiro y subía los escalones, pero no se cagaba en nada; lo aceptaba con resignación. Era un modo de hacer ejercicio, porque había llegado a esa edad en la que no hacer ejercicio físico es un riesgo para el corazón. Se los habían dicho en Urgencias, cuando fue por una piedra en el riñón.
- Nada de tabaco, pocas grasas, menos alcohol y bastante ejercicio físico – le dijo la médico de Urgencias, una rubia seria teñida que no estaba nada mal -. Está usted en una edad crítica y no puede jugar con sus arterias.
Pipo supo entonces que tenía arterias, pero no le dio importancia. Pensó que aquella médico, si se arreglara y no le importaría darle un revolcón, pero sabía que era inalcanzable.
La vida resultaba casi plácida para Pipo, porque no aspiraba a mucho, hasta que empezó a ver cosas raras. Se mosqueó cuando un par de tíos de la asociación de vecinos lo miraron en el bar más de la cuenta y se pusieron a cuchichear. Les hubiera preguntado de qué iban, pero, como no le gustaban los líos, lo dejó. Él no iba por la asociación de vecinos, porque le parecía una pérdida de tiempo.
La siguiente señal de alarma la recibió al salir del bar: le seguía un jovencito con pinta achulada. Era del barrio, porque lo había visto antes. Como era de buen conformar, tampoco le dio importancia. Otra vez le pareció que le seguían, pero no se inquietó, porque la gente podía ir por donde quisiera. Se preocupó cuando Antonio, el del bar, le dijo que la asociación preparaba una asamblea movida. Y le guiñaba un ojo. Tampoco le hubiera importado lo de la asamblea ni el guiño del ojo.
- ¿Por qué me lo cuentas? – le dijo -. Yo no voy a las asambleas. Son un coñazo.
- Tu sabrás – sonrió Antonio.
Pero le aconsejó que se fuera del barrio una temporada.
- ¿Lo dices en serio? – preguntó confundido.
- Esta vez no harán campaña de prensa como otras veces – le explicó Antonio y bajó la voz con tono confidencial – Quieren pasar a la acción.
- ¿Qué acción?
Pipo no entendía nada, pero le olía mal.
- Creen que la policía les toma el pelo. Lo van a resolver ellos. Te lo digo – le susurró el del bar -, porque no me importa lo que hagas. Te considero un amigo.
Y Antonio se puso a secar vasos mientras de nuevo le guiñaba un ojo.
- Cada uno a lo suyo y Dios en casa de todos – le dijo sin venir a cuento, confundiendo el refrán.
Pipo abandonó el bar inquieto, sin saber qué le había querido decir Antonio. Se fue abatido a casa. Subió resoplando hasta el sexto piso, porque el ascensor volvía a estar estropeado, y se cerró en casa con doble vuelta de llave, aunque no sabía por qué. Pipo, como tantos vecinos de barrios de aluvión, se había gastado sus buenos dineros en una hermosa y sólida puerta blindada para proteger un piso de mierda.
Se sentó en el sofá de polipiel que imitaba bastante bien cuero de mediana calidad. Cogió el mando a distancia y puso en marcha la tele. Pasó de un canal a otro hasta que, aburrido y desasosegado, sin vencer la desazón, se levantó, se preparó una generosa ración de whisky a palo seco y la bebió en tres tragos. El efecto ansiolítico del alcohol le hizo sentirse mejor. Antonio el del bar se había vuelto loco. Entonces recordó los tipos aquellos de la asociación de vecinos y el joven chulito.
Algo se cocía, aunque no sabía qué. Los de la Asociación no debían tener nada mejor qué hacer. Intentó distraerse y se puso a leer un artículo en un diario deportivo afín al Real Madrid. Un periodista espabilado especulaba sobre el futuro de un jugador, aunque no había ocurrido nada para dar pie a la conjetura. Dejó irritado el diario.
Pipo decidió ir al videoclub a buscar unas películas para pasar la tarde: una de karatekas y otra de terror con mucha sangre y mondongos, los dos géneros que más le gustaban. Salió a la calle tras bajar deprisa los seis pisos mientras pensaba que luego tendría que subirlos. El aire era fresquito. Se fue a paso ligero hacia el video club, cinco calles más arriba. Estuvo en el video club un cuarto de hora hasta que se decidió por Kickboxer IX, una cinta de un grupo de justicieros que dominaban las artes marciales y corrían a golpes a docenas de delincuentes, y La matanza de Texas VIII, un filme sobre una carnicería en una granja abandonada en medio del campo donde habían ido a pasar el fin de semana un grupo de jóvenes de ambos sexos con intenciones lúbricas. Con los dos vídeos Pipo regresó distraído.
Casi tropieza con un nutrido grupo de personas que marchaban apiñadas por el medio de la calle. Una manifestación, pensó. A eso se refería Antonio al decir que los de la asociación preparaban algo. Como no quería líos, aceleró el paso y sobrepasó al centenar de vecinos. Avanzó deprisa y se colocó unos metros por delante.
- ¡Es él! – gritó una señora de pelo canoso recogido en un moño, calzada con zapatillas de fieltro y vestida con bata acolchada de color azul.
Y, como si fuera una contraseña, el grupo se puso a gritar.
- ¡Al paredón! ¡Al paredón!
Pipo se quedó de una pieza; le pasó como a la mujer de Lot, que se giró cuando huía de una Sodoma abrasada con fuego por cortesía de Yahvé, y el siempre cabreado Dios de los judíos la convirtió en estatua de sal por fisgona. Pipo quedó así: paralizado por el pánico. Con los adentros inmovilizados, como si su organismo se hubiera parado. Pero parte del cerebro de Pipo envió órdenes desesperadas para que despertara el instinto de supervivencia. La adrenalina se vertió en cantidades industriales e hizo reaccionar al cuerpo entontecido. Sus piernas salieron de la parálisis y corrió como un loco hacia su portal, al tiempo que los intestinos se soltaban y empezaban una agitada danza que le hicieron temer lo peor. La masa encolerizada salió disparada.
Pipo corrió y, por algún milagro, consiguió ponerse a salvo en el vestíbulo de su escalera. Cerró el cerrojo del portal con dos vueltas y miró alucinado a las docenas de vecinos que se lanzaban ciegamente contra el cristal del portal como mosquitos contra bombillas y faroles en noche de verano.
En algunos rincones del barrio se trapicheaba con heroína: algunos yonquis acudían al barrio para pillar sus papelinas del caballo de cada día. No se metían con nadie, pero la vida de las gentes decentes de un barrio es gris y monótona, y transformarse en cruzados contra el trapicheo (al que llamaban narcotráfico porque lo habían oído en la tele) daba dimensión épica a sus tediosas vidas. Periódicamente los vecinos más lanzados convocaban una asamblea de barrio donde se despotricaba contra los narcotraficantes y contra la ineficacia de la policía. Decidían escribir una carta al concejal del distrito y se le exigía dureza. El concejal no solía hacer caso en primera instancia, entonces los vecinos se reunían otra vez y llamaban a algunos periodistas. Si no había noticias más jugosas, las radios, alguna tele de medio pelo y un par de periódicos de tiraje discreto enviaban a becarios a hacer de redactores, que publicaban lo cabreados que estaban los vecinos con el concejal por las drogas. El concejal se enteraba y le decían que se habían metido con él en la tele. Temeroso de que la dirección del partido lo llamara al orden, visitaba al comisario de policía y le exigía severo hacer algo con las drogas. El comisario no se inmutaba, pero consultaba con Jefatura. Desde Jefatura le decían que hiciera algo, pero sin generar horas extras, porque no había presupuesto. Entonces el comisario lanzaba a sus policías a la calle a detener a una docena de camellos con despliegue de coches con luces azules y sirenas. Siempre detenían a los mismos y algún que otro nuevo. Los interrogaban y los llevaban ante el juez, que, tras escuchar aburrido a unos y otros, soltaba a la mayoría de los detenidos. Al resto lo enviaba a la cárcel, de donde, pagada la fianza, salían a los dos o tres meses a la espera del juicio que tardaba un par de años, cuando ya nadie se acordaba. Volvía la calma entre las gentes decentes y, al cabo de dos o tres meses, los camellos vendían de nuevo papelinas y la vida cutre del barrio recuperaba su pulso normal hasta el siguiente cabreo vecinal.
Pero esta vez se habían enfadado de verdad y querían disfrutar de su cuarto de hora de gloria, como Andy Warhol concedió a todo ser humano. Unos encolerizados vecinos se desgajaron del furioso magma justiciero que asediaba a Pipo para buscar un objeto contundente con qué forzar a golpes el portal. Alguien empezó a tocar todos los timbres con la pretensión de que algún vecino abriera, pero, como era habitual, el telefonillo no funcionaba y ningún habitante del bloque se atrevió a abrir sin saber a quién facilitaba la entrada. Pipo salió del marasmo cataléptico que lo había dejado clavado en el portal ante la ira vecinal y subió las escaleras de dos en dos hasta el sexto piso, al que llegó echando los pulmones por la boca. No conseguía meter la llave en el cerrojo de seguridad, pero al final entró en casa, cerró la puerta blindada y le dio todas las vueltas de llave que pudo. Ahora estaba en su castillo y nadie podría sacarlo. Fue hasta la cocina y comprobó las provisiones que tenía en la nevera para resistir un asedio prolongado: restos de espaguetis de hacía dos días, un yogur de fresa, otro de melocotón, una manzana pocha, una lata de sardinas abierta que olía mal y un par de huevos que no recordaba desde cuando estaban allí.
Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Achatados por la altura, más de un centenar de vecinos enfurecidos se agolpaban ante el portal, miraban hacia arriba y agitaban lo puños o los garrotes que esgrimían. Pipo se apartó de la ventana y se sentó en el suelo. ¿Qué pasaba? ¿Qué hacer? Creyó sufrir una pesadilla y se pellizco las mejillas con pasión. El súbito dolor le reveló que no se trataba de ningún desvarío onírico. Se enderezó y caminó atemorizado y sin sentido por el interior del salón.
¡El teléfono! Pipo se lanzó sobre el aparato góndola del año de Maricastaña. Levantó el auricular y comprobó con angustia que no daba tono. Entonces se acordó de que no había pagado el recibo de Telefónica que el banco había devuelto por error. Abajo, cuatro jóvenes sujetaban un tablón de madera, quizás cogido de alguna obra cercana, y lo utilizaban como ariete contra el portal. Pipo fue a la reducida habitación que utilizaba como dormitorio, que daba al exterior por la parte trasera del edificio, y comprobó con espanto que desde un sexto piso no había escape. Desesperado, buscó una cuerda con la desquiciada esperanza de poder deslizarse hasta el segundo piso, por lo menos, pero sólo tenía cordeles para tender la ropa.
Ocho minutos después -Pipo cronometró neuróticamente el tiempo- cuatro coches zeta de la policía estacionaban frente al edificio con escándalo de sirenas y centelleo de luces azules. Más de la mitad de potenciales linchadores huyeron que se las pelaban por calles adyacentes y el resto lo hizo cuando vieron salir de los coches a los agentes porra en ristre. Los guardias detuvieron a media docena de alborotadores a los que soltaron enseguida porque no tenían ganas de meterse enpapeleos.
Pipo nunca hubiera imaginado que se alegraría de ver llegar a la policía, como si fuera el Séptimo de Caballería en auxilio de los colonos, sitiados por los indios. Media hora después, en comisaría, Pipo se enteró.
Los que llevaban las riendas de la asociación vecinal habían decidido dar un escarmiento a los camellos del barrio y ahuyentarlos para siempre, pero nada duchos en información, planificación y represión, los traficantillos se habían enterado y marchado del barrio, a la espera de tiempos mejores. Frustrados, pero decididos a seguir, el vecindario beligerante contra las drogas, empecinado y puesto en pie de guerra, lo había escogido como camello, porque no trabajaba y tenía suficiente dinero para vivir. Juzgado y sentenciado: si no trabajaba ni cobraba el paro, era un camello.
- Tengo una pensión de invalidez –dijo Pipo con hilo de voz, temeroso de que también los polis creyeran que era un traficante – y otros ingresos modestos, pero legales.
- Lo sabemos – le aclaró un inspector de policía -. La invalidez es porque tienes un ojo de cristal, tan bueno que parece de verdad. Y los otros ingresos son de un puesto de cupones de lotería de minusválidos que te dieron también por lo del ojo; el puesto lo lleva un primo tuyo y os repartís los beneficios a partes iguales.
Pipo no denunció a nadie, pero desde entonces dejó de confiar en la humanidad.

No hay comentarios: