lunes, 23 de julio de 2007

Respeto


Catorce años que treinta, da igual, si uno se hace respetar. No entendía el por qué de tanto escándalo. Su padre estaba destrozado, incluso le parecía haberlo visto llorar. Él no lloraba. No tenía nada contra el viejo, pero tampoco nada a su favor. Sólo era el tipo mayor con el que vivía. De vez en cuando le decía algo que tenía qué hacer o dejar de hacer. Sólo eso. También era quién traía el dinero a casa para comer, pagar la hipoteca, la luz y lo demás. Dormía con su madre y veía en la tele partidos de fútbol.
Su madre era diferente. Le preparaba la comida, le lavaba y planchaba la ropa y parecía que se preocupaba por él. Sin embargo, era una histérica que gritaba que la iba a matar a disgustos. También lo defendía, si los profesores del colegio se metían con él. Y le daba algún dinero para gastar.
Aquel fulano con traje marrón lo había mareado con preguntas. ¿Por qué tanta curiosidad?
En cambio los policías de camisa blanca, pantalón azul y gorra de plato no habían dicho nada; ni una palabra. Le pareció que lo miraban con recelo. Ve a saber. Uno le había dicho, sin gritar ni nada, que los acompañara. El otro abrió la puerta de atrás del coche con luces azules para que entrara y se sentó a su lado. El que le había dicho que los acompañara conducía el automóvil. Le hubiera gustado que hiciera sonar la sirena, pero sólo condujo el coche, sin correr ni pasar ningún semáforo.
Habían llegado a la escuela dos hombres vestidos de calle, con ropa normal. Uno era el del traje marrón y el otro, más joven y con pelo largo, vestía cazadora y tejanos. El del traje llevaba bigote fino y le dijo que eran policías, pero no le enseñaron la placa ni le mostraron la pistola. Parecían hombres normales, como oficinistas Luego los policías de camisa blanca y pantalones azul oscuro le habían hecho subir al coche con luces.
El coche lo llevó a comisaría; lo leyó el cartel sobre la puerta con bandera española roja y amarilla. Los polis de uniforme lo entregaron al del traje y al de la cazadora, que iban en otro coche, y entraron todos. El joven le dio una coca cola, le hizo entrar en una salita pequeña y se sentó a su lado, pero no habló. La salita tenía una ventana que no daba a la calle sino a un pasillo con otra ventana desde la que se podía ver una sala más grande con mesas y más policías con camisa blanca y pantalón azul oscuro.
Se bebió la coca cola y pasó rato sin que ocurriera nada. Luego vio como su padre montaba el número en la sala mayor, lamentándose como una vieja; entonces el policía mayor que iba con traje y tenía bigote fino lo fue a buscar y lo llevó también a la sala grande. Le pareció que su padre había llorado. No dijo nada y a él se lo llevaron de nuevo a la salita más pequeña con el policía joven de tejanos y cazadora, pero entonces llevaba sólo una camisa negra. Pasó un rato y empezó a aburrirse. ¿Qué querían? Luego, entraron el policía más viejo y su padre, ya más tranquilo. El policía del traje y bigote se había quitado la chaqueta y le preguntó a su padre si tenía abogado o prefería uno de oficio pagado por el Estado.
El policía de los tejanos puso papel en una impresora y se sentó ante el teclado de un ordenador no demasiado antiguo. Escribió un buen rato, luego imprimió lo escrito y puso las hojas delante de su padre, mientras el policía mayor le decía que firmara y que quedaba enterado de los derechos de su hijo. Salieron todos y entró un policía con uniforme. Pasó más tiempo sin que ocurriera nada. Empezó a aburrirse y a tener miedo. No estaba seguro de qué le iba a pasar, pero no podía ser nada malo; sólo tenía catorce años.
Volvieron a entrar en la salita los policías de calle y otro con uniforme de camisa blanca y pantalón azul oscuro; también entró su padre con cara de viernes y un señor con chaqueta de cuadros, camisa rosa y corbata de colores. El hombre de la chaqueta de cuadros y su padre se sentaron detrás y los policías de calle, delante; el policía de uniforme se quedó junto a la puerta sin mirar a nadie, como si estuviera allí porque no tenía nada mejor que hacer. El policía de paisano más joven volvió a sentarse ante el teclado del ordenador.
Querían saber qué había pasado y cómo había empezado todo.
¡Qué pesados! La cosa ya duraba demasiado. Una broma está bien, pero tocar las narices cada día es otra cosa. No recordaba cómo empezó, pero sí que quién más se metía con él era el Edu. Edu era muy fanfarrón, un chulito. Le daba empujones por los pasillos, como si tropezara. No hizo caso porque, aunque no le hacía gracia, podía comprender que algunos hicieran gilipolleces, porque en el cole todo era un peñazo aburrido y había que pasar el rato. También estaban los que iban al servicio, se encerraban en un retrete y se la pelaban como monos. Él prefería pensar otras cosas, aventuras o luchas en las que siempre vencía.
Primero los empujones por los pasillos, pidiendo perdón con cara de palo, luego las risitas cada vez que un profesor lo nombraba o le preguntaba algo. Lo de las risitas le cabreó. Luego las risitas ya eran en el patio o en los pasillos. El mierda del Edu iba rodeado de sus lameculos. El Edu era alto y fuerte, pero él no le tenía miedo. Él no se metía con nadie y no le gustaba que se metieran con él. Las cosas ya fueron demasiado lejos una tarde en la que el grupito con Edu al frente le esperó a la salida del colegio y le llamaron enano y otras cosas. Él no era tan bajo, pero el Edu era más alto. Y le montaron el numerito cuando pasaban unas chicas del colegio de monjas de más arriba.
- ¡Enanito!, ¿vas a buscar a Blancanieves?
Conteniendo lágrimas de rabia y apretando los puños se fue corriendo, perseguido por los gritos del Edu y de sus lameculos.
-¡Llorica!
Los insultos y risas lo persiguieron hasta cuando ya no los oía. Llegó a casa y se encerró en el cuarto de baño donde lloró de rabia hasta congestionarse. Su madre se acercó a la puerta.
- ¿Te pasa algo, hijo? - preguntó solícita y preocupada.
Le contestó a gritos y la mujer regresó a la cocina. Cuando se calmó, se secó las lágrimas y, mirándose fijamente en el espejo que había sobre el lavabo, decidió que tenía que vengarse. No podía con todos, pero cogería por su cuenta al Edu, aunque fuera más alto. El colegio entero le respetaría.
Salió del cuarto de baño, cogió las rebanadas de pan bimbo con crema de chocolate que le había preparado su madre y encendió el televisor. Se sentó en el sofá y comió la merienda sin darse cuenta de lo que comía; tampoco prestaba atención a la serie de dibujos animados japoneses.
El Edu se iba a enterar. Nunca jamás nadie le llamaría enano.
Al día siguiente se levantó como todos los días. Desayunó sin hacer caso de la cháchara de su madre, cogió su mochila y salió hacia el colegio. Antes, mientras su madre le preparaba el tazón de leche con cacao soluble, había cogido cosas que necesitaba de los cajones de su padre, que había marchado un par de horas antes a trabajar.
Llegó al colegio justo para entrar en clase, porque así lo calculó.
Durante las clases, escuchó y no hizo ninguna de las cosas que solía hacer. No quería llamar la atención y que le castigaran obligándole a quedarse media hora más. No salió al patio durante el recreo y simuló que pasaba apuntes a limpio para que no le molestara ningún profe.
A la una sonó el timbre que señalaba la hora de salida, recogió sus cosas, las guardo en la mochila y salió al exterior con calma. En la calle, junto a la esquina, como otras veces, le esperaban el Edu y su grupo de pelotas. Simuló que no los veía y continuó andando hasta llegar a su altura.
El Edu le llamó enano de nuevo y fue coreado de inmediato por el resto de capullos, mientas el imbécil simulaba que dirigía una orquesta.
No se puso nervioso, porque lo que iba a hacer lo había decidido con calma y sabía que no tenía otra salida. Se detuvo ante el Edu y lo miró, mientras el otro continuaba llamándole enano.
Se metió la mano en el bolsillo del anorak y sacó la navaja de Albacete que había cogido del cajón de su padre. La abrió de un golpe y se lanzó sobre el Edu.
El muy imbécil no se lo esperaba. Puso enorme cara de sorpresa y miedo, y calló de repente; los otros gilipollas también dejaron de insultarle.
Le clavó la navaja varias veces en el pecho y en el vientre hasta que el Edu cayó sangrando como gorrino en el matadero. Los pelotas huyeron.
Limpió la navaja con un papel higiénico que había cogido en la escuela, la cerró, se la guardó en el bolsillo del anorak y se fue a casa sin mirar al Edu, que gorgoteaba en el suelo en medio de un charco de sangre.
Al cabo de un rato lo fueron a buscar los polis de paisano y los de camisa blanca y pantalón azul oscuro en un coche con luces azules. Entonces se enteró de que el Edu había muerto, pero no entendía por qué; no quería matarlo, sólo darle un escarmiento para que no se metiera más con él y lo respetara. Y ahora aquel hombre mayor de bigote fino lo mareaba con preguntas y más preguntas. Estaba harto.
En el depósit0, el Edu ya estaba rígido.

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