domingo, 29 de julio de 2007

Cutre ajuste de cuentas

El señor Paco, como le gustaba que le llamaran, se consideraba un hombre de negocios. Vendía heroína en cantidades que le permitían ganar un buen dinero, bastante más que cuando acarreaba ladrillos en la obra. Pero sólo era un traficante de medio pelo, aunque creyera ser gran mafioso. La droga no la vendía él mismo; tal como él veía las cosas, hubiera sido imprudente y poco digno. Utilizaba una redecilla de camellos propios, adictos de baja estofa que llevaban papelinas arriba y abajo para poder picarse gratis una vez al día.
Estaba convencido de que era un traficante importante y no se mezclaba con la chusma, que era su clientela. Soñaba con una organización poderosa que funcionara como un reloj suizo. Algún día, quizás. Había visto una docena de veces una película sobre la vida de Capone, una en blanco y negro, y había tomado buena nota, pero no era fácil. Aquello no era América, pero tenía una banda de matones de tres al cuarto como guardia pretoriana de la que estaba muy orgulloso. Le otorgaba pedigrí de jefe importante - eso creía - que le distinguía de otros chorizos, rateros, revientapisos, sirleros, peristas y otras gentes de mal vivir. Lo hacía por la cosa de la imagen pública, pero también para inspirar un sano temor a los yanquis que le distribuían papelinas, no fueran caer en la tentación. El señor Paco despreciaba a aquellos desgraciados que suspiraban un día sí y otro también por un pinchazo o dos, pero eran su negocio y uno no mezcla sentimientos con trabajo.
Jamás se le había ocurrido chutarse la mercancía que vendía y no por no ser de calidad -en eso era muy escrupuloso- sino porque sabía que era droga para gentuza. De vez en cuando aspiraba una rayita de cocaína, que era otra cosa, como los publicitarios, los políticos, los abogados de campanillas, los arquitectos, los artistas y otras gentes de postín.
El negocio nunca funcionaba con normalidad, siempre había historias que resolver. Unas veces se retrasaba el suministro y los consumidores se le amontonaban; otras, algún incompetente cortaba la heroína con lo que no debía y había algún muerto. No convenía, porque periódicos, la tele y la radio daban la vara con el asunto, la Policía se ponía nerviosa y se sentía obligada a actuar con mayor contundencia.
Una vez, la policía detuvo al primo que traía un kilo de heroína de Turquía y tuvo que comprar caballo a la competencia, porque la clientela se le alborotó y la pagó casi a precio de yonqui. Siempre problemas. Ahora, unos camellos se habían pasado de listos: un par de hermanos adictos habían vendido papelinas y no le habían liquidado esas ventas tras descontar su comisión. Le debían bastante dinero. Había tenido la debilidad de proporcionarles caballo a crédito y los tipos no pagaban, ni siquiera se excusaban y prometían pagar. Seguro que se habían inyectado ellos la heroína. Si no escarmentaba a los dos hermanitos, correría la voz y le perderían el respeto. Y eso sí que no. En cualquier negocio, el respeto es media inversión. Si le pierden el respeto a uno, se le desmonta el tinglado: la gente preferiría coger papelinas de fiado en lugar de arriesgarse a una sirla, un tirón, un supermercado o robarle los ahorros a la madre, para poder pagar lo que se inyectaban.
Paco levantó el auricular del teléfono modelo imperial que había comprado en una de las tiendas más caras de la ciudad y marcó un número. Le había dado vueltas a la cuestión después de cepillarse a una jovencita pelirroja a la que había prometido unas rayas de coca. Una voz escasamente modulada respondió.
- ¿Sí?
- Soy yo - dijo con la seguridad de quien espera ser reconocido, escuchado y obedecido -. Os tenéis que ocupar de ese par de hermanos, ya sabes.
Al otro lado se oyó un carraspeo para aclarar la voz.
- ¿Un aviso o algo definitivo? - imitó el fulano a algún personaje de telefilme.
- Un aviso bastará. Y que corra la voz. - y colgó el teléfono.
El hombre al otro lado de la línea colgó también, uno de esos aparatos vulgares de color marfil sucio, y se levantó de la cama en calzoncillos y camiseta como la que usan los peones de albañil. Era un hombre grueso de más de cuarenta años con cara de poquísimos amigos. Se fue hasta el cuarto de baño, echó una meada en la taza del retrete sin tirar de la cadena y se lavó la cara en el lavabo; luego se vistió unos tejanos negros ceñidos que le hacían desbordar la tripa por encima del cinturón y una camisa grisácea; se calzó unas zapatillas deportivas, parecidas a las que usan los jugadores de baloncesto, y se sentó en la cama. Marcó el teléfono.
- Tenemos trabajo - habló cuando le contestaron al otro lado -. Avisa a los otros.
Veinte minutos después, un Mercedes del setenta y tantos se detenía ante un portal de carpintería de aluminio en un barrio popular que jamás conoció tiempos mejores. Uno de los bergantes del coche -cuatro en total- bajó, llamó a uno de los timbres del interfono y regresó al automóvil. A los pocos minutos salió el señor Paco vestido con traje marrón oscuro de chaqueta cruzada y atufando a colonia de litro; se sentó en el asiento del copiloto y el coche arrancó
Durante una hora la cuadrilla recorrió las calles del barrio donde la ciudad perdía su buen nombre. El ritual era siempre el mismo; llegaban cerca de algún bar o cafetería, el automóvil se detenía a diez o quince metros, bajaban dos de los matones, echaban un vistazo al bar y volvían al coche cabeceando. Durante el trayecto de un punto a otro, los matasiete miraban a la gente que iba por las aceras. El invierno no estaba siendo duro, en fin, todo lo duro que puede serlo al lado del Mediterráneo que no es mucho, y la gente aún andaba a cuerpo gentil. Aquel era un trabajo fácil para el que sólo se requería paciencia y mala leche. Paco dijo algo al barrigón. El grupo de matones bajó del coche y se dividió en dos, unos iban en un sentido de la calle y otros en el contrario. Hacía rato que habían encendido el alumbrado público y la calle se entreveía fantasmal, porque por aquel barrio no se habían gastado demasiado dinero municipal en puntos de luz. Dos de los soplagaitas que iban hacia arriba entraron en un bar con puertas pintadas de verde; tenían alrededor de veinticinco años, mala jeta y cabellos pringados de brillantina. Uno, que tenía una cicatriz en la mejilla, se dirigió muy seguro de sí al cincuentón en mangas de camisa que había tras la barra.
- ¿Has visto al Fernandito o a su hermano? - el hombre de la barra se puso a secar vasos y denegó con la cabeza. Sus gestos, expresión y actitud le decían al chuleta que él no se metía en la vida de los demás. Y también que, si tenía ganas de jaleo, lo iba a encontrar y del bueno.
El otro pinchauvas se acercó y cogió a su colega por el codo.
-Oye, ¿no es aquel el Nandito? - y señalaba a un hombre no muy joven, delgado y con pinta de desnutrido. El de la cicatriz asintió y ambos, con los contoneos que creían propios de sicarios de altura, se dirigieron hacia el individuo que tomaba una copa de coñac sin adivinar la que se le venía encima.
- Hola, Nandito, cuanto tiempo sin verte - dijo el de la cicatriz que era el más gallito.
El hombre apuró el coñac, se levantó y se dirigió a la salida sin dignarse siquiera mirar a los dos bergantes, ignorándolos por completo. Los matones, tras la primera sorpresa, se apresuraron a seguir al tipo. Al salir a la calle aceleraron el paso y le alcanzaron; el de la cicatriz le cogió por el brazo y lo hizo girar en redondo.
- ¿Dónde está tu hermano Fede?
- No lo sé - contestó el hombre, sin mostrar el menor temor, tras mirar con fijeza unos segundos al hombre que lo sujetaba por el brazo.
- Eres un embustero - dijo el de la cicatriz con lo que creyó era sonrisa sardónica-. Esto es para que no abuséis de la buena fe del señor Paco.
Y el bárbaro le atizó un rodillazo de reglamento en salva sea la parte. Al ver la acción de su compañero el otro gamberro se lió a dar puñetazos donde alcanzaba al llamado Nandito que cayó lentamente al suelo por el intenso dolor del primer golpe en tan sensible y blanda zona orgánica. Cuando se cansaron de darle, los dos cretinos violentos se agarraron las correas del cinturón y se estiraron los pantalones.
- Es un aviso amistoso. Si no pagáis en veinticuatro horas, tu hermano y tú iréis a hacer compañía a tu madre que en paz descanse.
El llamado Fernando se desmayó con la cara sangrante y tumefacta y alguna costilla rota.
Paco no volvió a tener noticia de los hermanos deudores. A pesar de que había enviado de nuevo a sus matones a buscarlos, no hubo manera de saber nada de ellos; parecía que se los hubiera tragado la tierra. Levemente satisfecho su amor propio, por la huída de los hermanos, Paco decidió olvidarse de aquel par de desgraciados. Su imagen de hombre duro con el que no valían bromas había quedado intacta. No había cobrado, pero los que le debían dinero habían puesto pies en polvorosa.
Un par de semanas después, dos hombres rondaban por las calles del barrio, entrando en bares y garitos abiertos. Uno de aquellos hombres, el que parecía mayor, tenía la cara llena de marcas, como si le hubieran dado de mamporros. El otro, más bajo y joven, tenía un sorprendente parecido con el primero.
Con paciencia y sin llamar la atención, los dos hombres entraron y salieron de numerosos tugurios en los que nada bueno se cocía. Llegaban, echaban un vistazo al local, uno iba a los guarrísimos servicios mientras miraba distraídamente a todas partes, el otro se acercaba a la barra y pedía una copa que apuraba rápidamente.
Llevaban casi una hora de ronda cuando vieron al señor Paco. Estaba en una mesa de un rincón comiéndose un filete de ternera y a su lado había una rubita teñida a la que se tiraba desde hacía unos días, cuando conseguía una erección decente. El Paco sabía que un buen jefe de banda que se precie cena en un tugurio, en una mesa del rincón desde la que domina el local, acompañado por una zorrita aparente que le haga mimos de vez en cuando.
Enfrascado con la carne, la que masticaba y la que palpaba de vez en cuando, no se percató de la llegada de los dos hermanos. Levantó sorprendido la cabeza cuando oyó que le llamaban.
- Paco, hemos venido a pagar lo que te debemos.
El que había hablado era el mayor, el de la cara llena de ostias y, aunque no parecía compungido por haber tardado tanto en satisfacer sus deudas, tampoco se le veía en plan chulo ni enfurecido. Paco suspiró interiormente, pues se había llevado un susto mayúsculo, compuso el mejor gesto duro que pudo y cabeceó como diciendo que era comprensivo y perdonaba la tardanza.
- Me alegro de que seáis razonables - dijo el Paco, ahora más seguro de sí, incluso magnánimo -. Más vale tarde que nunca. No sé si os volveré a dar trabajo, pero olvidaré el incidente.
- ¿Te importa si salimos? - dijo el hombre de la cara marcada por golpes - No me gusta que vean lo que te he de pagar.
- Claro, hombre. Prudencia - apostilló Paco -. Ahora vuelvo, reina -dijo el traficante dirigiéndose a la rubita teñida, más para presumir ante los dos hombres que porque le importara un carajo dejar sola a la muchacha.
Salieron los tres hombres, mientras la putita seguía bebiendo lánguidamente una coca cola, dejando bien claro que nada de aquello iba con ella. En la calle Paco encendió un cigarrillo sin invitar a los hermanos deudores. No tuvo tiempo de hacer una segunda calada al pitillo. Fernando, llamado Fernandito o Nandito, el de las señales de ostias en la cara, sacó un revólver del bolsillo de la cazadora que vestía y le disparó tres tiros seguidos sobre el pecho.
- Esto es lo que te debíamos - dijo con voz tranquila el hombre cuando acabó de disparar. Limpió el revólver con un pañuelo mugriento y lo dejó caer al lado del traficante que se extinguía por momentos.
Sobre la acera sólo había un cuerpo sangrante ya sin vida y numerosos curiosos que se acercaban. Paco murió con la boca abierta, no se sabe si por la sorpresa o por haber intentado gritar algo en el último momento de su equívoca vida. Al día siguiente, los diarios dijeron que había habido un ajuste de cuentas. La noticia apareció en página par -ya se sabe, menos importante, según los periodistas- y no alcanzaba ni veinte líneas; además, iba sólo a una columna. La tele ni lo citó. Paco no era tan importante como se creía.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

Leo tus cuentos, aunque no siempre te deje un comentario. Hoy quiero hacerlo después de leer los dos últimos, son muy buenos, y te lo digo yo que no me interesan demasiado las historias de delincuentes o polis. Pero sé reconocer cuando una persona tiene o no tiene talento y tú lo tienes y punto.

Además posees una cualidad muy interesante y difícil que es saber darle a cada tipo de personaje su voz, su forma de hablar y de utilizar el lenguaje según su personalidad y también según en que ambiente se muevan.

Espero ver publicados tus cuentos en papel algún día para que más personas puedan disfrutar de ellos. Los blog suelen ser para poesía y relatos cortos, la gente no acostumbra a leer extenso en pantalla.

Yo tampoco sería capaz de leer una novela entera, pero ya sabes que si es rápido, superficial y blandito tiene más oportunidades de que a más gente le guste. No sé por qué, pero es así. Los mejores blog tienen menos comentarios que los más frívolos.

Besos de una rendida admiradora.