En algún lugar modesto de Argelia, su madre, deshecha en un llanto inacabable, asegura que es un buen hijo. Le gustaba jugar al fútbol y era muy educado con todo el mundo. También solía ir a la mezquita muchos días, además de los viernes cuando iban todos, pero no era un intolerante. A veces bebía coca cola y no protestaba cuando en casa ponían en la televisión un programa francés, italiano o español, captado por satélite. Tampoco reñía a sus hermanas si salían a la calle sin velo o vestían falda corta. La madre dice que no era fanático, aunque sí, muy piadoso.
Nabil sonríe cuando se hace la foto y sujeta un kalashnikov, pero no parece amenazante; simplemente lo lleva, aunque da la impresión de que el fusil le hace sentirse mejor. Nabil se fue de casa hace unos meses. No discutía con sus padres ni su vida le parecía insoportable, como suspira tanto adolescente. No lo había dicho nunca. Él hacía lo que le mandaban y se llevaba bien con todos. Pero se fue. Una noche dijo que se quedaría a dormir en la mezquita y no regresó a casa. Al día siguiente, al atardecer, llamó por teléfono a su madre y le dijo que no se preocupara, que estaba bien, que volvería; luego no supieron más de él.
Nabil sube a la furgoneta. El tipo que se sienta en el asiento de al lado la ha cargado con paquetes hasta unos cientos kilos. Son paquetes raros. Nabil pone en marcha el vehículo. No es muy moderno, más bien es un trasto viejo, pero servirá. Nabil introduce la primera marcha con un gruñido de metales que se rozan y acelera con suavidad. La furgoneta sale del solar vallado donde estaba hasta llegar al asfalto. Sin prisas.
La furgoneta avanza a buen ritmo cerca del mar. Nabil mira durante unos segundos las azules aguas roturadas por grueso trazos de espuma blanca y luego se concentra en la conducción. Quizás ha sido una mirada melancólica, tal vez con miedo. Al final de la calle, un muro blanco rodea un par de edificios también blancos. Nabil se dirige a ese lugar y, a medida que se acerca, acelera poco a poco.
En el lado que da a la calle, el muro blanco se convierte en fachada con una puerta ancha abierta, ante la que hay un hombre uniformado de blanco. Nabil gira hacia esa puerta y dirige la furgoneta hacia el interior, hacia el espacio más allá del dintel. El joven uniformado de blanco, armado con una metralleta que sujeta con el brazo derecho al desgaire, levanta la mano izquierda, conminando al vehículo a detenerse, pero sin prisa ni preocupación. Nabil, cuando está en la trayectoria recta, acelera.
¡Ala akbar! ¡Dios es grande!, tal vez haya oído el centinela, que se aparta a un lado, porque la furgoneta no se ha detenido ni siquiera ha reducido la marcha.
Una atronadora explosión detiene el tiempo, y un estrellado globo de luz deslumbra a quienes están cerca, incluidos Nabil y su copiloto, antes de enviar a todos a las tinieblas, a la nada.
En el cuartel de la Marina argelina en Dellyl, una pequeña ciudad junto al Mediterráneo, quedan en el suelo treinta personas muertas o lo que resta de ellas. Cincuenta o sesenta más están seriamente heridas.
¡En el nombre de Dios!
Nabil sólo tenía 15 años. ¡Qué heroicos son ciertos profetas si quien pierde la vida siempre es otro!
Nabil sube a la furgoneta. El tipo que se sienta en el asiento de al lado la ha cargado con paquetes hasta unos cientos kilos. Son paquetes raros. Nabil pone en marcha el vehículo. No es muy moderno, más bien es un trasto viejo, pero servirá. Nabil introduce la primera marcha con un gruñido de metales que se rozan y acelera con suavidad. La furgoneta sale del solar vallado donde estaba hasta llegar al asfalto. Sin prisas.
La furgoneta avanza a buen ritmo cerca del mar. Nabil mira durante unos segundos las azules aguas roturadas por grueso trazos de espuma blanca y luego se concentra en la conducción. Quizás ha sido una mirada melancólica, tal vez con miedo. Al final de la calle, un muro blanco rodea un par de edificios también blancos. Nabil se dirige a ese lugar y, a medida que se acerca, acelera poco a poco.
En el lado que da a la calle, el muro blanco se convierte en fachada con una puerta ancha abierta, ante la que hay un hombre uniformado de blanco. Nabil gira hacia esa puerta y dirige la furgoneta hacia el interior, hacia el espacio más allá del dintel. El joven uniformado de blanco, armado con una metralleta que sujeta con el brazo derecho al desgaire, levanta la mano izquierda, conminando al vehículo a detenerse, pero sin prisa ni preocupación. Nabil, cuando está en la trayectoria recta, acelera.
¡Ala akbar! ¡Dios es grande!, tal vez haya oído el centinela, que se aparta a un lado, porque la furgoneta no se ha detenido ni siquiera ha reducido la marcha.
Una atronadora explosión detiene el tiempo, y un estrellado globo de luz deslumbra a quienes están cerca, incluidos Nabil y su copiloto, antes de enviar a todos a las tinieblas, a la nada.
En el cuartel de la Marina argelina en Dellyl, una pequeña ciudad junto al Mediterráneo, quedan en el suelo treinta personas muertas o lo que resta de ellas. Cincuenta o sesenta más están seriamente heridas.
¡En el nombre de Dios!
Nabil sólo tenía 15 años. ¡Qué heroicos son ciertos profetas si quien pierde la vida siempre es otro!
5 comentarios:
Excelente blog, te felicito
Estupendo blog el tuyo. Me alegra el haberlo descubierto.
Volveré por tú casa si tú me lo permites..
Un saludo afectuoso
Por supuesto que serás bien recibido, Mario de Gea. Además, tenemos algo en común: el maldito periodismo.
He sentido curiosidad y he visyado tu bitácora y las fotografías que has elegido para tus textos entre biográificos y poéticos, me han parecido sugerentes
Ay franjac!! bueno, tierno, duro, real, impresionante.
Me has dejado con el alma estrujada, tu pluma de reportero está viva, cada palabra que sale de ella es real, eres tan fiel describiendo que me he sentado en la vieja furgoneta junto a Nabil, me he puesto ante el viejo armatoste para impedir su entrada en el cuartel antes de notar como se esparcian mis entrañas y he llorado con su madre.
Un beso
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