sábado, 22 de septiembre de 2007

La tentación de la carne y la liberación

De nuevo las angustias le oprimen el pecho. Parece que se tambalea, se detiene asustado y apoya la mano en un castaño de los que flanquean la calle. Otra vez no, otra vez no. ¿Cuándo se acabará esta tortura? Respira muy hondo.
Cierra los ojos y parece recuperar el equilibrio. Con suma cautela, los abre de nuevo con lentitud, adelanta el pie derecho con prudencia, se separa del sostén del árbol y reanuda la andadura sin prisas. Parece que está bien. Suspira y mira al frente.
La mujer joven le ha sobrepasado con garbo. El tipo ha estado siguiéndola, pero yendo por delante, con disimulo, manteniendo la misma distancia desde que la ha descubierto, sin que ella se diera cuenta. Ella viste ceñida y escotada, y lleva una escueta minifalda que permite contemplar dos muslos tersos dorados por el sol.
El hombre la ha adelantado antes para enredarse los ojos en el pecho contundente. Al andar, las nalgas se le mueven a la hembra con brío y ritmo de bailongo latino. El hombre se pone en marcha acelerado y, cuando está cerca de nuevo, apenas dos metros tras ella, afloja prendado, agitado, excitado, vencido, la mirada atrapada en el sensual trajín de nalgas, en el taconeo alegre. Él nota una clara alteración, un movimiento que crece en el vértice donde se unen las piernas. Se irrita, se agita, cabecea con ira, ronca, se para. La mujer se aleja a su aire, despreocupada, ignorante de la tormenta que desata.El hombre, cuarenta y muchos otoños más o menos vividos, acelera el paso de nuevo, se siente ridículo y se arrepiente de ir tras la mujer como garañón tras la yegua, hasta sobrepasar con creces a la joven por segunda vez. Unos metros más allá, se vuelve, como si hubiera olvidado algo, se recuesta en un farol y la mira, perdido, vencido, entregado, salido, ardiente.
La moza, espléndida, tentadora, arrebatadora, busto erguido muy escotado, continúa su marcha sin parar mientes en la borrasca que desencadena. El hombre deja que lo rebase, babeante, fascinado por la salvaje belleza de la muchacha. Como si estuviera cataléptico, mete ambas manos en sendos bolsillos del pantalón y sujeta con rabia el ya erecto falo. Pero parece despertar y arranca a correr con mirada trastornada. Pierde el equilibrio y, como tiene ambas manos muy ocupadas, no puede aminorar el golpe y se da un leñazo de impresión. ¡Que ostión, Jesús! Deja un par de piños sobre la acera y se endereza sin darle importancia. Ignora la compasiva solicitud de los viandantes que pretenden socorrerlo y, sangrante y dolorido, continúa su desquiciada carrera.
Llega al portal de su casa, saca la llave y apenas consigue abrir. Sube como alma que lleva el diablo por las escaleras, sin sosiego para esperar el ascensor. Dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho pisos más arriba, el hombre, que por cierto se llama Mariano, desfallece, resopla como un cachalote en celo cuando tiene cerca la cachalote hembra, y se entrevé que los pulmones pugnan por huir por el morro boqueante. Derrengado, exhausto, derretido, consumido y deslomado, llama al timbre de la segunda puerta de la derecha, sin ganas, ánimo ni tiempo para seleccionar el llavín de casa del manojo de llaves que lleva. Una mujer bajita, redondeada, de cabeza cana y mirada despistada, abre la puerta. “Has vuelto a olvidarte la llave, hijo. ¿Qué te pasa?”, añade asombrada y asustada por el rostro sudoroso y perturbado del hombre. Éste no le hace caso y va como una exhalación, sacando fuerzas de flaqueza, hacia la puerta que resulta ser el cuarto de baño. Entra y se cierra por dentro.
“¡Señor! ¿Otra vez lo mismo? Hijo, que eres muy mayor para hacer según qué. Anda, déjalo ya”. “Nunca más, madre, nunca más” se oye entre sollozos agónicos y, a continuación un grito feroz de dolor, de sumo sufrimiento, de tortura, de compunción.
La madre empuja la puerta, a sabiendas de que es una débil mujer, pero como el cerrojo lleva ni se sabe cuanto tiempo estropeado, que tendría que haber avisado al cerrajero hace meses, a ver si mañana lo llama de una puñetera vez, la puerta cede.

Sentado en la bañera, roja de sangre, como rojo también el suelo, su hijo la mira hipnotizado. En la mano derecha, la sanguinolenta navaja de afeitar; en la izquierda, el pene de su vástago, limpiamente sajado; en la conjunción de ambas piernas un chorro de sangre ni demasiado intenso ni tampoco lento.
“Madre, avisa a un médico, no vaya a quedarme sin sangre”, solicita atontado y debilitado. “¿Qué locura has hecho, hijo?" dice horrorizada la anciana. “Ya no volveré a pecar. Nunca”, proclama triunfal, pero decaído, el ya eunuco que vive con su santa madre a sus casi cincuenta años.
“¡Hijo, eres imbécil! Y perdona que sea tan directa. ¿Qué pecado ni qué otra gilipollez? Sabía que no te convenía ir con esos tíos que salvan el mundo. A ver como te apañas sin eso. ¿Y a quién vas a salvar, alma de cántaro, por estar capado? Y con lo que debe doler”, finaliza compasiva.
Y la mujer se acerca suspirando, desconcertada, confundida, llorosa y sin prisas al teléfono y marca el teléfono de urgencias, mientras su hijo se desangra con lentitud y elegancia.
Mariano fue ingresado en el hospital a tiempo y salvó la vida, pero no el pene. Se quedó sin rabo delantero, un órgano que, como es sabido, si se pierde (sea cual fuere la causa), es irrecuperable.

1 comentario:

Paseando por tu nube dijo...

Casi prefiero que este tipo de enfermos se amputen ellos mismos su arma de ataque, aunque para otros muchos, no está ahí justamente su enfermedad o no.

Que te parece la libertad que ya le han dado al violador de la Vall d'Hebron, no está nada mal, creo que ha salido a 1 año de prisión por cada violación que cometió, de los 311 años a los que fué condenado, ha cumplido "16". No tengo palabras.

Un beso, amigo