viernes, 11 de mayo de 2007

Desaparecido

- Quiero... quiero hacer una denuncia - dice entrecortado al policía tras una especie de mostrador, la respiración agitada por la carrera -. Mi padre no está… quiero decir... ha desaparecido.
- Por la puerta con el rótulo "Inspección de Guardia" - le corta el agente indicando con la mano la dirección que debe tomar.

García hijo, alto y con tendencia a la obesidad, poco más de treinta años se lanza por el pasillo, llega hasta la puerta indicada, da dos golpes seguidos y entra sin esperar a que le indiquen que puede pasar. Tres mesas metálicas grisáceas con sus correspondientes sillas, un archivador del mismo color y un banco de madera. Tras una de las mesas, un hombre joven, más o menos de la misma edad que García hijo. El inspector de guardia lee un diario deportivo. Levanta la vista y hace un gesto de interrogación.

- Quiero denunciar la desaparición de mi padre - dice García hijo nervioso.

- ¿Seguro? - pregunta el policía con voz teñida por una perceptible duda, cerrando el periódico y doblándolo en dos. Quizás sea pose, aún no tiene edad para mirar la vida tras la pantalla del escepticismo -. Desde cuándo no lo ha visto.

- Mi padre es un hombre de setenta años- explica García hijo -. Lleva una vida muy ordenada, nunca hace tonterías...

- De acuerdo - concede el joven inspector -. ¿Por qué cree que ha desaparecido?

- Ayer no vino a dormir a casa y esta mañana he pasado por el taller donde trabaja y está cerrado. No es normal. Le ha pasado algo.

Mientras García hijo se explica nervioso, el policía ha cogido varios folios en blanco y otras tantas hojas de papel carbón que ha colocado cuidadosamente entre folio y folio, metiendo el conjunto en el carro de la veterana máquina de escribir que hay sobre su mesa.

García hijo responde a las preguntas del inspector de guardia y éste escribe lentamente con cuatro dedos –dos por mano- mirando al teclado. Saca el papel del carro, deja caer los papeles carbón sobre la mesa, los agrupa ordenadamente y pasa los papeles escritos a García hijo.

- Firme. Vuelvo ahora mismo - dice y sale. Regresa un minuto después.

- Hay que esperar. El inspector que se encargará de su denuncia no ha llegado todavía. Empieza a las ocho. Espere fuera -. Coge el diario
deportivo y lo vuelve a desplegar.
García hijo sale al pasillo y pasea. Mira el reloj. Las ocho menos cuarto.

- Oiga - le dice el policía de la puerta -. Siéntese o vaya a tomar un café o una tila, pero no pasee arriba y abajo. Va contra las normas.

García hijo se sienta en un banco apoyado contra el muro y, de repente, se calma, se reclina contra la pared y apoya la cabeza.

A las ocho y cinco sale el inspector de guardia.

- Pase.

En el interior de la inspección de guardia hay otro policía diez años mayor.

- El inspector González. Es miembro del grupo operativo de esta comisaría.
El hará las primeras indagaciones para averiguar qué ha podido sucederle a su padre - le explica el policía joven.
El tal González, tipo robusto con poco pelo y expresión bondadosa en el rostro, coge una de las copias de la denuncia y la lee con parsimonia. García hijo está más tranquilo y mira al madero. Sin levantar la vista del papel, González interroga a García hijo.

- ¿No había ocurrido nunca algo parecido?

- Nunca, no señor.

- ¿Alguna amiguita? ¿Bebe? ¿Aficionado al juego?

- No, señor, pero fuma como un carretero - contesta mosqueado García hijo.

El inspector González levanta la mirada del formulario de denuncia y mira sorprendido al atribulado hijo.

- Oiga, yo me limito a hacer mi trabajo.

- Si, claro -dice algo achantado García hijo -, pero es que ya he dicho antes que es una persona de vida muy ordenada.

- Está bien. ¿Algún amigo, alguna afición? ¿Tiene mareos, pérdidas de memoria?

- No señor. Esta sano como una manzana. Siempre hacía la misma vida. De casa al taller y cuando regresaba por la tarde daba un paseo por el parque del barrio, luego a casa a cenar y a ver la tele. Al día siguiente, lo mismo.

- Dice usted que el taller donde trabaja estaba cerrado está mañana y asegura que no es normal.

- Sí, señor. El taller está abierto de lunes a sábado. Mi padre no trabaja el sábado, pero el dueño sí.

- ¿A que se dedican en ese negocio?

- Reparan persianas metálicas de comercios.

- ¿Y eso da dinero? - interviene el inspector de guardia.

- Por lo visto, sí - le responde García hijo.

El inspector González mira al joven policía con cierta irritación y luego se dirige a García hijo.

-
Siempre cabe la posibilidad de que su padre haya tenido un ataque de amnesia temporal o algo parecido y regrese.
- ¿No piensan hacer nada? - pregunta desesperanzado García hijo.

- Sí, hombre, sí. Usted vaya a su casa, que yo me daré una vuelta por el barrio y haré unas preguntas. ¿Tiene usted alguna fotografía reciente de su padre?

García hijo mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía que le entrega al policía. Un hombre mayor de pelo blanco y mirada severa aparece en ella junto a un García hijo sonriente. Al fondo se ve gente.

- Nos la hicimos el año pasado durante las fiestas del barrio.

González patea el barrio de los García durante toda la mañana sin conseguir otra cosa que unos pies doloridos y la convicción de que los García son buenas personas, pero aburridos. El padre había enviudado hacía muchos años y había criado a su hijo que, en pago a sus desvelos, no había querido casarse a pesar de haber tenido novia más de diez años. Vivían juntos y no se sabía otra cosa que no fuera que su existencia era tediosamente rutinaria. El viejo García era muy reservado y apenas se relacionaba con sus vecinos aunque era muy educado en el trato. El hijo vivía pendiente del padre. González cae de repente en la cuenta de algo que le había estado molestando durante todo el día. Telefonea a García hijo.
-Oiga, usted nos dijo que su padre trabaja en ese taller de la calle Campana.

- Sí, así es - le llega la voz metalizada del atribulado hijo.

- Pero tiene setenta años, ¿no? Debería estar jubilado.

Un carraspeo nervioso precede a la respuesta de García hijo.

- Mi padre está retirado, pero no le gusta estar sin hacer nada y llegó a un acuerdo con Arturo.

- ¿Quién es Arturo? - y el inspector González sonríe imaginando al muy serio García hijo respondiéndole con la broma tontorrona de cuando él era estudiante: "El que
fumaba un puro".
- El dueño del taller. Mi padre le ayudaba en las reparaciones y se quedaba en el local cuando Arturo tenía que ir a colocar las persianas. En realidad Arturo le pagaba para no tener que cerrar el taller cuando se desplazaba a colocar o reparar persianas, porque no quería arriesgarse a que en ese tiempo llegara otro cliente y, al no encontrarlo, perdiera un encargo.

- ¿Se llevan bien ese Arturo y su padre?

- Sí, que yo sepa no hay ningún problema.

González se acerca hasta el taller de marras y lo encuentra cerrado todavía.

Pregunta a unas vecinas que están pegando la hebra con los carritos de la compra en posición de descanso.

- Es muy raro - contesta una cincuentona jamona teñida de caoba, muy arreglada ella -. El señor Arturo siempre tiene abierto el taller, incluso algunos domingos. Es muy trabajador.

O muy pesetero, piensa González. Bueno, tendría que ir al juzgado, pedir una orden de allanamiento y registro y ver que encontraba en aquel puñetero taller. Luego, después de todo el follón, el viejo aparecería en cualquier momento y contaría que había perdido la memoria o que había decidido echar una cana al aire, que ya le tocaba, aprovechando la erección anual. González suspira y se dirige hacia la parada del autobús para acercarse hasta el edificio de los juzgados. Si coge un taxi luego
tendrá problemas con el comisario para que autorice pagar la carrera.
El cerrajero que acompaña a González y al funcionario judicial para proceder a la apertura del taller del tal Arturo tiene que bregar un buen rato hasta conseguir abrir el herrumbroso candado que fija la persiana metálica al suelo. González arruga la nariz al olfatear a húmedo y rancio en el interior del local. Muy fuerte tiene que ser el hedor, piensa, porque suelo oler menos que un gato de yeso. Pasea lentamente, mirando los cachivaches y maquinitas iluminados por la luz exterior. Al fondo del establecimiento rectangular unas mamparas de aluminio y cristal forman un pequeño despachito. Hacia allí se dirige el policía. Entra en su reducido interior y ve, desdibujados por las luces y sombras de la escasa iluminación que llega desde la calle, una mesa metálica gris barata (por cierto, muy parecida a las que hay en la comisaría), una silla tapizada con una estropeada imitación de piel y un archivador de madera carcomida, más viejo que Matusalén. En un rincón hay un montón de cajas de cartón apiladas de cualquier manera.

- Desde luego, aquí no se han gastado mucho en decoración - oye González a su lado la voz de uno de los policías uniformados que le acompañan.

El inspector no le hace el menor caso y se dirige al montón de cajas. No le cuadran en aquel lugar; en el local hay suficiente espacio para arrinconarlas o lo que se quiera. Empieza a retirar las cajas, que se elevan hasta la altura de un hombre, y de una de ellas, al moverla, cae una navaja, no muy grande, de esas que suelen utilizar algunos obreros para cortar embutido, queso o pan en sus copiosos almuerzos. La hoja de la navaja está manchada de una sustancia oscura, entre rojiza y marrón oscuro. González continúa sacando las cajas con mayor diligencia, ayudado ahora por un policía y el cerrajero.

Tras la pila de cajas, estirado junto a la pared y encogido, está el cadáver de un hombre de setenta años o más. Alguien ha fregado lo que debió ser una mancha de sangre, dejando varios churretones en el suelo alrededor del muerto. El finado muestra dos o tres manchones oscuros como costras en el cuello.

Una hora después, García hijo solloza contenido, tras haber reconocido el cadáver de su padre. Al día siguiente, la policía detiene a Arturo Martínez, cuarenta y pocos años, soltero, dueño del taller de reparación de persianas y residente en la ciudad. El sujeto se hizo el sorprendido y pretendió haber estado de viaje los últimos días. Pero no pudo explicar, por qué el taller estaba cerrado con un cadáver con heridas de cuchillo en el cuello dentro ni tampoco por qué una navaja ensangrentada hallada cerca del muerto llevaba grabadas las iniciales A y M que, curiosamente coincidían con su nombre de pila y primer apellido. Entonces reconoció que sí, que había ido al taller y lo había encontrado abierto, que en su interior se había encontrado con el pobre García padre muerto, que se había asustado, había cerrado el taller y se había ido. Un ataque de pánico, justificó. Luego, pensó que un drogadicto con el mono había atracado al viejo. Aquélla era su navaja, pero siempre estaba en el taller y la podía haber cogido cualquiera.

Los policías presionaron al Martínez. Cuando lo detuvieron, conducía una camioneta de su propiedad (matrícula facilitada por la Dirección General de Tráfico) y en la caja llevaba un bidón vacío, un bidón grande de esos que su utilizan para guardar aceites de lubricar y petróleos, que podía contener un cadáver de tamaño reducido como el de García padre. Finalmente Martínez se rindió.
Había llegado a un acuerdo con García padre hacía un par de años. El viejo le ayudaba en la reparación de persianas y, además, siempre había alguien en el taller cuando él tenía que salir. Habían acordado que le pagaría diez mil pesetas a la semana. García padre había protestado, pero Martínez le había argumentado que ya cobraba noventa mil pesetas de jubilación y, además, se comprometió a aumentarle un diez por ciento cada año. García padre aceptó. No hubo problema
alguno en tanto Martínez pagó escrupulosamente los dos mil duros semanales a los que se había comprometido, pero García padre no se mostró conforme cuando el patrón le dijo una semana atrás que no podría aumentarle e incluso debería rebajarle el jornal semanal, porque las cosas iban mal: él también notaba la crisis. García padre no dijo nada de momento, pero en el día de ayer volvió sobre la cuestión y le dijo que había hecho averiguaciones y que podía denunciarlo a la Seguridad Social y a la Inspección de Trabajo. Martínez se imaginó la multa que tendría que pagar. Discutieron con mucha vehemencia y finalmente lo despidió. Pero García padre no cejó y le dijo que ahora seguro que lo denunciaba.

Martínez lo vio todo de color rojo y clavó varias veces la navaja con que solía cortar tacos de jamón en el arrugado cuello de García padre. Luego se asustó y huyó tras fregar como pudo las manchas de sangre, apilar las cajas y cerrar el taller.
Estuvo dando vueltas sin saber qué hacer, sin acabar de creerse la enormidad que había cometido hasta que concluyó que era un hombre y no un ratón y decidió entregarse a la policía.

Los policías que le interrogan le dicen casi a coro que no le creen y entonces Martínez; dice que bueno, que sí, que no tenía pensado entregarse sino coger el cadáver y arrojarlo al mar en el rompeolas, pero que había sido un accidente, que él no tenía la menor intención de cargarse a García padre.

- Un homicidio, tal vez sin premeditación, pero sí con alevosía, pero nunca
un accidente -, dice con mucha chufla el inspector González.
- ¿Mande? - pregunta Martínez sin comprender.

- Otro día con más tiempo, se lo cuento -replica González-. ¿Y no se le ocurrió que el ahora difunto también estaba en falta con la Seguridad Social y no le convenía denunciarlo a usted, alma de cántaro?
- Pues ahora que lo dice... - responde confundido Martínez.
García hijo definitivamente es huérfano. Y la vida es gris.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

La vida es gris y este relato habla de hombres grises que acaban muriendo como vivieron.
Me gusta como describes a los personajes.
Besos,