miércoles, 16 de mayo de 2007

Beodo

Está parado ante una persiana metálica fijada con un candado a un gancho que emerge del suelo y mira con fijeza el rótulo: Restaurante El Cocido Madrileño. Cualquiera pensaría que está pensando si entrar o no a comer. Pero no. Con la mano derecha sujeta bajo la chaqueta sin forma una palanqueta y con la izquierda acaricia unas tenazas que lleva en el bolsillo del pantalón de pana con bolsas en las rodillas.
Además, es noche cerrada, casi de madrugada. Todo está oscuro, negro como boca de lobo, que se dice, aunque sería más aproximado, negro como culo de nigeriano, pongamos por caso, pero entonces te llamarían grosero o racista, aunque sólo se diga con intención metafórica. En fin, estaba todo muy oscuro, apenas iluminado por un farol lejano, porque el resto de presuntas luminarias públicas o tenían fundidas las bombillas o las habían escacharrado a pedradas. Quizás por cabreo impotente.
Por esa calle no pasa nadie, salvo Cornelio. Cornelio es un tipo normal, no demasiado boyante, dicho sea de paso, de unos treinta y cinco años, o menos, pero mal llevados. La mala vida.
Hace una temperatura agradable, aunque, a decir verdad, no son horas para pasear. Pero Cornelio tiene otras intenciones que las de disfrutar de una noche grata o combatir el insomnio con una saludable paseo. Tiene trabajo.

Mira a ambos lados de la calle y comprueba que no se ve ni un alma o, puestos ya, ni un cuerpo. Saca las tenazas del bolsillo del pantalón, se inclina sin prisa y coloca la palanqueta que mantiene en la mano derecha sobre el suelo. Entonces, y sólo entonces, tras un delicado trabajo manual con las tenazas, salta el candado que sujeta la persiana metálica al suelo. Cornelio coge la palanqueta del suelo, se endereza, guarda las tenazas de nuevo y se frota la mano con la que ha realizado la operación sobre la pernera del pantalón, y, con sumo cuidado, procurando hacer el menor ruido posible, levanta la persiana. Apenas un ssssssrrrroooofffffff poco audible acompaña al movimiento del cierre metálico hacia arriba; por fortuna el dueño del restaurante debe ser un tipo cuidadoso que mantiene la persiana perfectamente engrasada.
Tras la persiana hay una especie de pequeño vestíbulo, mero pretexto formal antes de entrar en el restaurante propiamente dicho. Cornelio se enfrenta ahora a una sólida puerta de madera de doble hoja, cuya parte superior son dos cristales biselados. Asoma la cabeza hacia la calle, comprueba que sigue sin pasar ni dios y cierra la persiana metálica con el mismo cuidado que la ha subido, ajustándola hasta el suelo, pero sin el candado que, por no dejar pistas en el exterior, ha dejado junto a la puerta de madera y cristal. El hombre saca una linterna pequeña y cilíndrica de otro bolsillo del pantalón, la enciende y la sujeta con la boca, iluminando la puerta que se opone a que acceda al interior del restaurante. Ayudado de la palanqueta, abre la de madera saltando la cerradura con un crrraacc seco y breve. Cornelio aguza el oído, pero nada parece turbar la paz de la calle. Transcurrido casi un minuto, tranquilizado en cuanto a que algún transeúnte despistado haya podido oír el ruido de la fractura de la puerta de madera, Cornelio la abre con parsimonia y entra en el restaurante, iluminando el camino con la pequeña linterna. La sala es bastante amplia y hay una docena de mesas de madera, cubiertas por manteles de tela a cuadros azules y blancos, con sus correspondientes sillas semiocultas bajo los faldones de los manteles. Cornelio, que no está para contemplaciones nostálgicas, se dirige decidido hacia un pequeño mostrador que vislumbra al fondo de la estancia, junto a la puerta que se adivina al lado más que verse y que, presumiblemente, conduce a la cocina. Sobre ese mostrador está la caja registradora. Con calma chicha, sin prisas, Cornelio inicia la cuidadosa tarea de abrir la caja registradora con el menor ruido. Sabe que ese restaurante cierra tarde y, en sus planes, ha deducido que, a esas horas de la noche, el dueño no se arriesgara a llevar consigo la recaudación del día por las inseguras calles de la ciudad. Tras unos minutos de tanteo y un leve forcejeo abre la caja.
- ¡Mierda!
El exabrupto, nada elegante, rompe el silencio, porque Cornelio comprueba decepcionado que la caja está vacía. Ni un sello de correos. Se desliza suavemente hasta el suelo y se sienta apoyando la espalda en el mostrador. Piensa.

¿Se han llevado la recaudación? Quizás el cuco del dueño la ha escondido, precaviendo que algún amigo de lo ajeno visitara el local en su ausencia. Cornelio sonríe. A él no se la pegan. Se levanta con energía y registra con orden y sistema todo el establecimiento.
Las mesas cubiertas por manteles de cuadros azules, las lámparas con pantalla china que penden del techo, la cocina, la despensa, el refrigerador adjunto, una pequeña habitación que debe ser utilizada para cambiarse de ropa los camareros y la gente de la cocina, los lavabos, todo lo registra con método. Nada. Ni una triste moneda de un euro que le hubiera caído a algún cliente del bolsillo. Cornelio se desespera. Vuelve a sentarse con la espalda apoyada en el mostrador.
- Esto sólo me pasa a mí - se dice a sí mismo. Y es que Cornelio, que disfruta de escasa vida interior, le ocurre como a tantas personas con ese problema: tiene necesidad de oír su propia voz en las ocasiones en las que considera que el Destino le juega una mala pasada.
- Hay que joderse - continúa con su soliloquio que algo le consuela, haciendo gala de su escasa educación -, con el trabajo que me ha costado llegar hasta aquí.
Esa reflexión en realidad es una auto justificación, fruto también de su limitada capacidad de comprensión de la realidad circundante, pareja a su pobre vida interior, porque lo cierto es que apenas le ha costado descerrajar el restaurante y entrar en él como quien pasea por la Rambla.
De pronto Cornelio se da cuenta de que tiene hambre y sed. Natural, son las cuatro de la madrugada pasadas y hace un montón de horas que ha bebido la última cerveza y no digamos que ha masticado el último bocado, allá por las ocho de la tarde. Y de repente se acuerda de la pequeña despensa así como del refrigerador adjunto, habitáculos ambos que ha registrado meticulosamente buscando el presunto escondite de la recaudación nocturna del restaurante, no teniendo ojos entonces más que para el posible botín en forma de billetes de banco, que acaso sólo existiera en su imaginación. Y con el recuerdo de la despensa y del refrigerador adjunto, le viene a la mente la imagen de las ricas viandas allí guardadas.
- ¡Pues yo no me voy de vacío! - dice Cornelio a nadie, insistiendo en su solitario a la par que estéril monólogo.
Y con una sonrisa de oreja a oreja por no haber perdido la noche, el allanador de restaurantes con alevosía, fractura y nocturnidad enciende la lamparita de la despensa para tener suficiente iluminación y no romperse la crisma, pero no tanta que alerte a nadie que pase por el exterior. A continuación, traslada hasta la mesa más próxima a la despensa todo lo que se le antoja de la pequeña despensa y refrigerador que no sea necesario calentar o guisar. No es cuestión de encender fogones a esas horas, aparte de que Cornelio tiene serias dudas sobre su capacidad culinaria.

Jamón, embutidos varios, diversos tipos de quesos, patés, un par de tartas, frutos en vino y varias exquisiteces más se acumulan en breve sobre la mesa con mantel a cuadros azules. Luego, Cornelio procede a coger un par de botellas de vino tinto que descorcha por el radical método de romperles el cuello de vidrio. Se apropia luego de tenedor, cuchara y cuchillo, e incluso se agencia un vaso grande de los de agua y una fuente de loza que utiliza como plato, y se dispone a satisfacer el hambre creciente en su rugiente estómago. Se sienta a la mesa y ataca con entusiasmo el improvisado banquete, regándolo profusamente con tragos de vino tinto.
A medida que las ricas viandas disminuyen sobre la mesa, así como también el contenido de la primera y luego segunda botella de vino, aumenta el buen humor de Cornelio.
¡Coño, no hay mal que por bien no venga! - dice el asaltante frustrado en voz algo más alta de lo que una elemental prudencia aconsejaría e insistiendo en su lenguaje malsonante.
Y es que, en los casos de seres humanos con tan escasa capacidad de introspección, cual sería el de Cornelio, siempre acaba lloviendo sobre mojado. El ahora convertido en ladrón de víveres al consumo continúa trasegando sabrosos entrantes y vino tinto hasta que, perdida toda precaución por la equívoca euforia que el alcohol proporciona, se pone a dar vueltas y más vueltas por el establecimiento en una especie de vals sin gracia ni pareja que es interrumpido constantemente por los encontronazos con las mesas y sillas del local, en la poco recomendable compañía de una botella de coñac, añejo de varios años, cuyo contenido desciende de forma evidente.
Casi una hora más tarde, Cornelio esta completamente borracho, sentado en medio del restaurante en compañía de la botella de coñac mediada, cantando canciones de Manolo Escobar a voz en grito, hecho con el que manifiesta además su escasa sensibilidad musical.

A pesar de que el local está cerrado, pues Cornelio había tenido la precaución de volver a bajar la persiana metálica exterior, algunos rayos de luz diurna se cuelan por diversos resquicios de aquí y allá y es que, a lo tonto, a lo tonto, ha amanecido y se ha hecho presente el nuevo día. Cornelio sigue dándole a la botella; bebe tragos cortitos sin prisa, pero sin pausa. Se encuentra en la gloria y no recuerda que está en casa ajena y, además, sin permiso del dueño. Tampoco oye el rugido de un motor de automóvil que se acerca y se detiene de repente muy cerca, ni mtampoco los golpes secos de puertas de coche al abrirse y cerrarse, como no oye la persiana al alzarse ni el leve quejido de la puerta de madera y cristales biselados al ser abierta con prudencia. Tal vez por eso se lleva una sorpresa enorme cuando comprueba que no está solo y a duras penas vislumbra a dos tipos vestidos de azul oscuro con gorra de plato, que parece le apuntan con algo que sujetan con ambas manos.
Unas horas después, Cornelio tiene un enorme dolor de cabeza y una desagradable sensación de nausea que un par de aspirinas efervescentes disueltas en agua no han conseguido eliminar. Ha recuperado el poco sentido común que suele tener y -pobre vida interior a fin de cuentas-, incapaz de hacer una autocrítica que merezca tal nombre, habla consigo de nuevo en voz alta.
- ¡Enchiquerado por borracho! ¡Hay que joderse!
Un guardia que pasa cerca del calabozo, asoma la cara por el ventanuco de la puerta de la celda:
- ¿Qué dices?
- Que soy gilipollas - contesta el confuso Cornelio.
- Tú sabrás.
Y Cornelio deja caer apesadumbrado la cabeza sobre el pecho.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

“El Cornelio”, vaya personaje. Un tipo con escasa luces, habilidad manual y poco control emocional que después de comerse lo que encuentra en la nevera y beberse el Nilo en alcohol se queda dormido y se olvida del mundo. Donde se ponga un ladrón vividor que se quiten los violentos.
Tienes una forma de narrar las aventuras de este ladrón de poca monta que hasta me dan ganas de llevarle un bocadillo a la trena.
Vuelvo de nuevo a seguir tus historias oscuras.
Besos.