martes, 15 de mayo de 2007

Zorra brava


La Eloisa hacía la calle, el oficio más antiguo del mundo, aunque eso no lo he entendido nunca. Uno tiene idea de que el oficio más antiguo del mundo debe ser el de cazador o campesino, pero parece que no, que antes de que hubiera cazadores y labradores, hubo putas. La Eloisa, por tanto, es una prostituta, que suena más fino que puta, pero los clientes no la conocen por ese nombre. Me parece que su ‘nombre de guerra’ es Vanesa, o alguna cursilería parecida. A mí me parece que eso de ‘nombre de guerra’ no es muy preciso; debería ser mejor ‘nombre de amor’, si es que lo de las putas es amor, aunque a veces seguro que hay amor, como me pasó a mí, pero acaso no era amor y sólo pasión. No sé, esas cosas de los sentimientos y las partes bajas son complicadas cuando se mezclan. Quizás lo más propio sería decir ‘nombre de folleteo’, pero no sonaría fino. ‘Nombre de guerra’ suena mejor.
La Eloisa, o la Vanesa como queráis, aún no había cumplido los treinta y era lo que se dice una tía buena. En realidad, una tía muy buena. Uno cree en su ingenuidad que si una mujer se dedica a ese oficio, tiene que estar buena. Pues no. He visto montones de putas ante las que uno se queda de piedra pensando que pueda haber tíos que paguen para ir a la cama con ellas, detrás de una tapia o en el asiento trasero de un coche, me da igual. O son unos cromos de tíos a los que las rameras normales rechazan o van tan quemados que se tirarían cualquier cosa. Mi abuelo, que era un hombre que había vivido mucho y era muy golfo, decía que hay tíos que les pones delante un olivo con faldas y se lo cepillan.
A mi me gustaba mucho la Vanesa. Y aún me gusta, a pesar de lo que pasó. Yo, como tantos, me solía mover por las calles a derecha e izquierda de la parte baja de la Rambla, la calle más concurrida de Barcelona. Solía estar por esa zona porque la pensiones son baratas, aunque estén llenas de mierda, pero también porque por esa parte casi todos somos desgraciados en el mismo grado y nadie nos mira por encima del hombro. Cuando llegué a Barcelona pasé unas semanas gastándome los pocos ahorros que había llevado cosidos en el interior del forro de la chaqueta hasta que encontré trabajo cuidándome de las tareas más guarras en uno de los restaurantes de la parte baja de la Rambla que, aunque sigue teniendo fama de barrio poco recomendable, lo frecuentan abogados, intelectuales y gentes de dinero. En ese restaurante, que tenía fama, por cierto, me pasaba todo el día quitando mierda, sacando las basuras y, cuando se había largado el último cliente, limpiando el comedor y la cocina hasta que quedarán brillantes.
Supongo que por eso me aficione a la vida nocturna, porque era el único momento del día en el que dejaba de ser un jodido moro, mientras frecuentaba uno y otros bares de esos que las gentes decentes dicen de mala nota. Porque yo soy moro, no sé si lo había dicho ya. Nací en un pueblecito cerca de Nador, en Marruecos, al otro lado del estrecho que cruzaban las pateras, y tampoco he cumplido los treinta, como la Vanesa. Me llamo Ibrahim ben Abdalla, pero por aquí todo el mundo me llama Mohamed y ya me he resignado a responder por ese nombre; lo prefiero a Mustafá, que parece de chiste.
Como iba diciendo a mí me gusta la Vanesa. Mucho. La conocí en un bar de la calle Escudellers, una calle muy curiosa en la que puedes ver en perfecta armonía parejas o grupos de hombres y mujeres jóvenes, bien vestidos y bien hablados, probablemente profesores o gente empleada en bancos o compañías de seguros, con putas, chulos, algún que otro camello y los inevitables policías de uniforme o de paisano.
Entré en el tugurio y la vi sentada en un taburete alto junto a la barra, con el bolso de larga correa sobre el mostrador. Es como una especie de marca, en los bares sólo ves así a las putas o a las separadas o divorciadas con muchas ganas de ligar e ir al grano sin perder el tiempo en chorradas románticas, con la diferencia de que esas mujeres no suelen llevar bolsos con correas largas para sujetarlos por el hombro en bandolera; esa parece ser la marca propia de las putas.
Decía que la Vanesa me gustó en cuanto la vi. Supe enseguida que era una puta, pero no me importó, al contrario; sabía que pagando conseguiría al momento lo que buscaba en ella. ¿Y qué buscaba yo? Muy sencillo, un buen polvo. Las cosas fueron bien al principio, quiero decir que no hubo problemas. Yo la reclamaba, nos íbamos a una de aquellas rancias habitaciones que había cerca de la iglesia de Santa Mónica, le pagaba y follábamos. Siempre se portó bien y jamás hizo ascos por el hecho de que yo fuera moro. También he de decir que soy un moro apañado y que me gusta ir bien vestido y muy limpio. En realidad no sé porque tenemos fama de sucios, cuando nosotros, los árabes, ya nos bañábamos varias veces al día cuando los cristianos se revolcaban en su propia mierda. Ya sé que ocurrió hace varios siglos, pero es igual, algo queda. El caso es que la Vanesa cumplía como buena trabajadora del sexo (se lo oí decir a una asistenta social hablando de una puta) e incluso me expresó alguna simpatía que iba más allá de la estricta relación profesional. Y ahí empezaron mis problemas, porque me enamoré perdidamente de la Vanesa. O por lo menos, eso me pareció. Empecé a sentir cosas que no había experimentado. Suspiraba a todas horas, me quedaba de un aire pensando en ella y, cada vez más, deseaba ardientemente estar con ella. Comprendí entonces que no me había enamorado de Vanesa, sino de Eloisa, la mujer que se camuflaba tras aquel nombre de guerra.
Tanto Vanesa como Eloisa estaban buenísimas, pero Eloisa era tierna, alegre, sensible, o así me lo parecía, frente a la dureza y la implacabilidad de Vanesa. Y no es que yo la criticara por eso, comprendo que una prostituta debe acorazarse si quiere sobrevivir en un mundillo peligroso, difícil, lleno de chulos, maniáticos y pervertidos. Pero Eloisa era otra cosa.
En alguno de los momentos en los que habíamos hablado tras echar un buen polvo (Vanesa no solía meterme prisa para que me fuera), me había dicho que ella era de un pueblecito de la provincia de Murcia. Yo me imaginaba a la jovencita Eloisa en el campo con unos padres que era unos honrados pero humildes labradores que no podían ofrecer a sus numerosos hijos el sustento y la educación necesarios, hasta que un día la muchacha me confesó que su padre había intentado violarla cuando ella tenía dieciséis años y por eso se había marchado del hogar familiar, dulce hogar. En Barcelona fue a parar a casa de una prima suya, viuda de un cobrador de tranvías, que le dijo que no podría estar mucho tiempo con ella porque a duras penas podía sobrevivir con la pensión de viudedad que le había quedado. Fue su prima la que le sugirió que podía ganarse la vida espléndidamente con aquel cuerpo y aquella cara, pero como fuera que Eloisa entendiera que su querida pariente se brindaba a administrarle sus ganancias, le dio con la puerta en las narices y se instaló en una pensión de la calle Nueva de San Francisco. Cómo estaba sin un duro y necesitaba dinero, cuanto menos para pagar la cutre habitación en la que dormía, la Eloisa se lanzó a la calle y el primer día ganó más de veinte mil pesetas. Llevaba once años en el negocio y nunca se había arrepentido de haberse dedicado al sexo.
Una de las cosas de las que más celosa era la Vanesa, o la Eloisa, era su independencia, su libertad. Decía siempre que si había enviado a freír monas a su padre, que era su padre, menos iba a aguantar a un chulo de mierda. A mí aquello me gustaba, que ella fuera tan independiente, pero el problema cada vez mayor era que yo estaba más y más enamorado, hasta que incluso le propuse que dejara ese oficio, el que dicen que es el más antiguo del mundo, y que se viniera a vivir conmigo, que yo correría con todos los gastos.
Estás loco, me contestó entre carcajadas. Se lo tomaba como una broma.
Continué frecuentando a Vanesa, y pagando cada encuentro religiosamente, claro, pero ya no era como antes. Yo, cada vez más apasionado, me encendía en cuanto la veía y ella hacía lo que todas las rameras del mundo: fingir que se lo pasan bien contigo. Eso está bien cuando no eres más que un cliente, aunque seas un cliente fijo, pero si estás enamorado, es amargo, deprimente. Cuando reclamas los servicios de una prostituta, porque estás más caliente que un gato en celo, te da igual que finja o que cante, bueno, quizás que cante, no. Incluso agradeces los falsos jadeos y los no menos falsos grititos de placer, porque ambientan, incluso te excitan más. Pero cuando estás enamorado, esos gritos y jadeos espurios son como dardos que se te clavan en el corazón. No sé exactamente qué significa eso, pero me lo dijo un español que hace poesías en sus ratos libres y que trabaja recogiendo mierda, como yo, en el mercado de la Boquería.
Tanto me dolían esos falsos gritos de placer que le rogué que prescindiera de ellos. Vanesa me miró como si me hubiera vuelto loco, pero me hizo caso, aunque entonces fue peor, porque ella, sin el auto estímulo profesional de sus gritos y jadeos, no hacía otra cosa que comportarse como una muñeca de goma. Y empezaron las discusiones. Yo le insultaba y le echaba en cara todo lo que se me ocurría y ella contestaba que me fuera a tomar viento, que yo sólo era un cliente, nada más que un cliente, y que ella tenía la culpa por haber confiado en mí y haberme dado un poco de cariño. Tanto y tanto discutimos una madrugada que me dijo que ni siquiera me quería como cliente, aunque reconocía que había sido de los buenos.
Así quedaron las cosas y durante bastante tiempo yo no volví a ver a la Vanesa, pero, contra lo que esperaba, no conseguí olvidarla, al contrario, cada vez era más fuerte y loco mi amor por ella. Por esa época me quedé sin trabajo. La Policía o los de la inspección de trabajo o quienes fueran, se estaban poniendo duros con los inmigrantes ilegales y, como mi jefe me tenía sin papeles ni nada, me echó a la calle para no tener problemas, con la promesa, eso sí, de que, en cuanto pasara aquella racha, me aceptaría de nuevo para quitar la mierda de su restaurante.
Las preocupaciones redujeron un tanto mi pasión por Vanesa. Era urgente que encontrara alguna manera de ganarme la vida sin arriesgarme a que la Policía me expulsara. Yo había llegado a conocer bien el ambiente de la parte baja de la Rambla y sabía que difícilmente encontraría un trabajo normal, incluso aquellos que sólo se atreven a desempeñar mis paisanos u otros inmigrantes ilegales aún más oscuros que llegan de más al sur de África. Y, por fin, se me ocurrió la idea. Ya he dicho que soy un moro limpio y con buen aspecto. Pensé que quizás podía proteger a alguna prostituta y compartir los beneficios de su trabajo, sin abusar. En un par de semanas conseguí dos prostitutas, que no estaban mal, a las que protegía y daba calor y afecto cuando lo necesitaban. A cambio, ellas me dejaban administrar lo que ganaban, lo que me permitía vivir con cierta dignidad; desde luego disponía de más dinero que el que ganaba quitando mierda en el restaurante típico en el que trabajaba antes.
Yo trataba bien a mis pupilas, pues no me parece decente pegar a una mujer, y ellas sabían que nadie se metería con ellas mientras estuvieran bajo mi protección. Me acostaba con ellas por rigurosos turno y procuraba darles el calor que no encontraban en los clientes habituales. Aunque las dos estaban bastante bien, desde luego no era igual que hacer el amor con la Vanesa, pero tampoco estaba mal.
En fin, podría decirse que había conseguido instalarme con cierta dignidad: tenía dinero suficiente para vivir bien y dos mujeres a las que tenía que cuidar y follar periódicamente. Además, la Policía no me molestaba y no corría el riesgo de ser expulsado, porque vestía con elegancia y era evidente que tenía algún tipo de negocio suficientemente rentable. Pero yo no conseguía quitarme a Vanesa de la cabeza. Un buen día, mejor dicho, una buena noche, la busqué por todos los bares y tugurios de la calle Escudellers hasta que la encontré. Se me había ocurrido una idea genial y parece mentira que hubiera tardado tanto en ocurrírseme. Cuando llegué al bar en el que estaba junto a la barra, sobre un taburete alto, como la primera vez, no sonrió, pero yo sabía que se alegraba de verme. Me senté a su lado y le expliqué casi telegráficamente lo que se me había ocurrido para armonizar mi amor por ella y el hecho de que ella no quisiera abandonar el más viejo oficio del mundo.
- Trabaja para mí y todo solucionado. Ya tengo dos mujeres, pero tú serás la favorita y tendrás un trato especial, te lo juro.
Lo que ocurrió después lo recuerdo confusamente, pero creo que la Vanesa mostró una expresión de mala leche de aúpa, bajó del taburete alto donde reposaba su muy bien formado culo, se levantó la corta falda mostrando un muslo aun más fascinante y extrajo de la liga, como corresponde a la mejor tradición... No eso no es verdad, me he dejado llevar por mi imaginación calenturienta. Lo que ocurrió es que Vanesa soltó unas cuantas palabrotas y maldiciones, llamándome de todo; lo más suave que recuerdo era "macarra de mierda" e "hijo de la gran puta", luego, abrió el bolso que siempre llevaba y sacó una navaja de buen tamaño que abrió con una pericia que no le hubiera atribuido y me cosió a puñaladas.
Afortunadamente sólo era experta en abrir la navaja con habilidad, porque no supo, o quizás no quiso, pinchar en puntos mortales. Se armó un buen revuelo y creo que me desmayé o quedé medio inconsciente. Ahora estoy en una habitación del Hospital Clínico con varios tubos conectados por todas partes. El médico me ha dicho que ninguna herida es mortal ni gravemente peligrosa, por lo tanto viviré; es cuestión de paciencia y cuidados, me ha dicho sonriente.
Me alegro, porque las cosas serán más fáciles para la Vanesa que si me hubiera matado. Que tampoco sé si es lo que buscaba. Yo creo que se cegó porque es una mujer de raza con mucho genio. Pero, a pesar de todo, yo no consigo olvidarla.


1 comentario:

Tesa Medina dijo...

Me ha encantado tu relato, tienes una vis cómica que ayuda a digerir la sordidez de los ambientes y los personajes que describes tan bien. Deberías explotar más esa forma de escribir. Hacía mucho que no leía un cuento tan bueno y encima sonriendo. Felicidades y besos. Vuelvo a verte.