lunes, 7 de mayo de 2007

Mala pata


Alejo había llegado a la ciudad como turista desde el otro lado del Atlántico. Decidió quedarse a probar fortuna; en realidad no había tenido la menor intención de regresar. Se convirtió en inmigrante sin papeles de difícil supervivencia. Sucesivas legislaciones y reformas de leyes habían maquillado la situación de los que venían de fuera para ganarse la vida, pero la situación de los foráneos continuaba siendo precaria y vulnerable. Alejo intentó trabajar en cualquier cosa, aceptando salarios de pena sin garantía alguna, pero aún así era titánico conseguir trabajo estable. Empezó a hacer pequeños robos y así sobrevivía. Como no era un hombre violento, es más: odiaba la violencia, se especializó en el robo de pisos; odiaba tener que enfrentarse a un ser humano y forzarlo con amenaza de arma blanca a que le entregara el dinero o lo que llevara de valor. Prefería coger lo que pudiera de una vivienda de medio pelo.
Lo de vivir del delito, como decían periodistas pedantes de la radio, tenía sus ventajas; si la policía te cogía con las manos en la masa era un pequeño desastre, pero también garantía de que no podían expulsarte; tenían que juzgarte. Un modo algo bestia de conseguir quedarse en España, pero era un modo.
No lo habían cogido nunca. No lo habían cogido, porque era prudente, se curaba en salud y evitaba cualquier encuentro. Por si acaso.
Un compatriota lo había tentado, para que dejara tan esforzado y arriesgado oficio, y vendiera cocaína al por menor o como enlace entre mayoristas medianos y camellos de cierta envergadura. Con la cocaína se ganaba mucho dinero, pero, aparte de que la poli no solía tener la menor contemplación con la gente que se dedicaba a la coca, no sé, le daba cierto reparo eso de vender veneno a la gente. Porque sabía que era veneno. Tenía algunos estudios y leía de vez en cuando, y se había enterado de las cosas que la cocaína le podía hacer a una persona. Le hacía gracia que la gente no la considerara peligrosa; tal vez porque la tomaba la gente guapa. Nada de cocaína; se ganaba más pasta, pero era más arriesgado que reventar pisos.
En realidad robar en pisos, aprovechando que sus moradores están ausentes por largo rato, es tarea complicada, pesada y no demasiado rentable, pero te da para ir viviendo. La gente de posibles no suele guardar en casa cosas de valor y mucho menos dinero, pero siempre había algo aprovechable. Todos los objetos vendibles iban a parar necesariamente a peristas y éstos eran unos aprovechados y unos sinvergüenzas que siempre decían que perdían dinero cuando te compraban vídeos, aparatos de radio, bisutería fina o alguna joya, y te pagaban lo mínimo que estabas dispuesto a tragar.
Alejandro prefería trabajar en casas de gentes sencillas, que son los únicos que guardan el dinero en su vivienda. Les haces una putada, pero la vida es dura. Los ricos, en cambio, nunca tienen dinero en casa ni lo llevan encima; todo lo arreglan con tarjetas de crédito. Y, cuando tienen en casa algo de valor, lo guardan en cajas de caudales complicadísimas y Alejandro no era experto en abrir cajas fuertes.
Alejandro se disponía a entrar en acción. El piso en el que iba a trabajar era el de una mujer madura, pero aún de buen ver, que vivía sola. Alejandro solía seguir y vigilar a los habitantes de los pisos que pretendía limpiar, para conocer sus costumbres y trabajar sobre seguro. A veces hasta llegaba a conocer personalmente a sus víctimas. En el caso de la mujer madura del piso en el que iba a trabajar incluso había tenido relaciones íntimas con ella; vaya, que se la había follado un par de veces. Alejandro era un hombre joven de treinta y pocos años con cierto atractivo y un hablar suave y musical que encantaba a muchas mujeres. No le había sido muy difícil seducir a Luisa, la propietaria y habitante del piso desvalijable, sedienta de afecto y bien dispuesta para el placer.
La zona en la que estaba el piso de la mujer era el barrio viejo. A Alejandro le gustaba el barrio viejo; un lugar de gentes sencillas, de calles estrechas y edificios con tejados y vericuetos por las alturas, pero con un aire entrañable. O a él se lo parecía. Mucho más que el barrio de la parte alta. Los de la parte alta iban por la vida mirando por encima del hombro, en cambio los del barrio viejo era gente normal, sin pretensiones, que miraba de frente.
Además, en ese barrio, el trabajo de Alejo era más fácil. Aquellos edificios viejos tenían siempre escondites. Terrazas y pasos extraños de un edificio a otro que siempre hacían más fácil el acceso y la huida de los pisos que limpiaba.
Alejandro pensaba que el lío de terrazas con palomares, escaleras de incendios y patios de Nueva York, como había visto en las películas, tenía que ser parecido, pero más grande, aunque nunca había estado en Nueva York.
La Pepa, la mujer con la que se había acostado un par de veces, vivía en un quinto
y en aquel momento no estaría en casa. Alejandro había tenido ocasión de fijarse en todos los detalles del piso de la Pepa para poder trabajar a gusto.
Abrir la puerta del piso fue coser y cantar; Alejo había adquirido en ese aspecto considerable experiencia. Una vez dentro, registró con sistema y en silencio todos los lugares que en sus anteriores visitas sexuales había catalogado como susceptibles de guardar algo de valor. Renunció al televisor y al vídeo, aunque eran bastante nuevos y de marca conocida, por difíciles de transportar por tejados y terrazas. Alejandro pensó que uno de los inconvenientes de reventar pisos en solitario era tener que limitarse a objetos pequeños. Además del dinero, las joyas eran el botín preferido, pero lamentablemente la gente sencilla no solía tener joyas. En ocasiones le había parecido encontrar algo de valor, pero luego con más calma y luz adecuada había comprobado que era quincalla. Era irritante, pero reconocía el mérito de los bisuteros que hacían maravillas en dar el pego con joyas que no eran tales.
Alejandro pasó al dormitorio dónde había pasado dos buenas noches con Pepa. No tenía ningún remordimiento por robar a la mujer con la que había hecho el amor, como decían los finos. Alejandro siempre había tenido una vida dura; antes en su tierra natal y también ahora, aunque quizás no tanto. Para él, la vida era una partida en la que te metían sin pedirte permiso y en la que podías ir ganando o perdiendo. Él perdía a menudo, quedaba en tablas muchas veces y algunas veces ganaba alguna mano, por eso no se permitía el lujo de ser sentimental. No tenía ninguna sensación de culpa.
Alejandro abrió los cajones de las mesitas de noche. Nada. Pensó que muchas mujeres que viven solas suelen guardar el dinero en la mesita de noche, como si la proximidad durante las horas más oscuras y atemorizadoras fuera una salvaguarda, pero no era el caso de Pepa. Registró el armario sin demasiada confianza y a punto estuvo de llevarse una cazadora de piel, pero comprobó que estaba ajadita.
Se sentó en la cama para pensar; en algún sitio tenía que haber una cajita o una cestita con las joyas de Pepa o lo que las imitara. Pasó la mano suavemente por encima del cobertor que imitaba seda. Sonrió recordando momentos pasados allí hacía unos días. Lo que más le había gustado de Pepa eran sus magníficas tetas. Unas tetas voluminosas, pero no tanto que cayeran. Auténticas, de eso estaba seguro porque las había manoseado y chupeteado a placer. A la Pepa le había gustado porque, aparte del momento de correrse, fue cuando más gimió. Y tampoco estaba nada mal de muslos; fuertes, bien torneados y contundentes. Alejandro notó que se iniciaba una lenta erección.
Sonrió. Quizás debería esperar a la Pepa y volver a tirársela otra vez.
Un ruido. Había oído un ruido.
Alguien metía la llave en la cerradura de la puerta de entrada del piso.
Alejandro reaccionó con rapidez mientras pensaba como era posible que la Pepa estuviera allí a aquellas horas, cuando debía estar trabajando. Quizás se había encontrado mal. No podía permitir que lo viera ni de lejos, porque lo conocía y lo denunciaría a la policía.
Alejandro, desesperado, se dirigió rápida y silenciosamente a la galería que daba al patio interior. Subiría al tejado por el canalón de desagüe de agua de lluvia y escaparía por la parte alta como los gatos.
Abrió la galería y se encaramó sobre la barandilla de hierro del balconcillo, sujetándose con ambas manos a los salientes de la parte superior. Alejo oyó que alguien, probablemente la Pepa, había entrado en el piso y se dirigía hacia la cocina, donde estaba la galería.
Alejandro hizo un esfuerzo físico y se dio impulso hacia arriba con la intención de subir al terrado, pero algo falló. Falló el canalón de desagüe que se vino abajo.
Alejandro cayó como un plomo.
El alarido de terror de quién sabe que va hacia una muerte segura se mezcló con el grito horrorizado de la voluptuosa mujer que entraba en la galería.
Alejandro cayó sobre un tejadillo a la altura del piso principal, lo rompió y, ya casi muerto, se estrelló contra el suelo de cemento.
Antes de exhalar el último suspiro pensó que siempre había tenido mala pata.
Nadie reclamó el cuerpo del hombre venido de tan lejos.