lunes, 21 de mayo de 2007

El asalto

Esperaban calmosos en la parada del autobús. Así, al pronto, no inspiraban confianza. Hacia el mar, allí donde años antes había descampados de matojos, piedras y polvo, luego chabolas y barracas, y ahora enormes y desangelados bloques de pisos, el enorme autobús rojo hacía su ruta sin prisa, sin pausa y se acercaba a la parada. El conductor los vio. De lejos le parecieron pasajeros corrientes y molientes, pero, ya más cerca, pensó que mostraban aspecto poco tranquilizador. Tres mujeres y tres hombres, ahí por la cuarentena. Aún sin fijarse mucho, se adivinaba que formaban grupo, que eran un equipo. Una de las inquietantes féminas, muy gruesa ella, muy morena, levantó el brazo cansinamente para indicar que deseaban subir al autobús. El conductor accionó la palanquita del cambio automático, retiró el pie del acelerador y pulsó suavemente el freno. El bamboleante autobús de color rojo se detuvo en medio de un leve concierto de ruidos extraños. El conductor gordo y casi calvo movió otro artilugio y abrió la puerta delantera con un chuuuuf-chuuuffffff escandaloso. El grupo subió y el chofer puso el vehículo de nuevo en marcha.
Los tres hombres y las tres mujeres pasaron de largo ante la pequeña repisa que el conductor tenía a su derecha con la maquinita automática de expender billetes y un cajetín de plástico con hendeduras para monedas. Por el espejo retrovisor, el hombre del volante y también cobrador vio que aquellas gentes rebasaban el artilugio en el que los pasajeros responsables introducían y picaban sus abonos de diez viajes de uno en uno. El hombre gordo y casi calvo sintió la tenue tentación de llamarlos al orden, pero lo pensó mejor y se concentró en el volante. Una amplia experiencia aseveraba que más valía rematar el servicio cotidiano con el importe de seis billetes de menos que con una cara rota de más.
Los hombres y mujeres que habían subido a la brava se sentaron hacia la mitad del autobús sin decir palabra. Era un día cualquiera del mes de julio, cuando el tórrido verano ya estaba perfectamente instalado en la ciudad. Eran más de las ocho y media del atardecer, esos atardeceres que el cambio horario europeo prolonga con sol hasta las diez de la noche, noche con excesiva luz, que no es noche ni es nada. El ambiente ya no era tan sofocante, pero el día había sido de aúpa y el asfalto expulsaba lentamente el calor absorbido durante horas. Aquella línea de autobuses iniciaba su trayecto en lo más céntrico de la ciudad, en la zona comercial, y acababa unos cuantos kilómetros al sur, en el extrarradio, en el lugar en el que el aluvión de la inmigración, la necesidad de techo, la codicia, el mangoneo munícipe y la especulación habían amasado una indeseable amalgama de ladrillos y hormigón de baja calidad que conformaban un barrio hostil y agobiante. Como es zona poblada, aquellos coches públicos no paraban en toda la jornada.
En la parte trasera del autobús viajaba un nutrido grupo de mujeres que habían subido en el barrio del centro y regresaban a la casa que intentaban fuera un hogar; mujeres de obreros que hablaban entre ellas sin esperar a que callara la otra, organizando una escandalera de gallinero. Ocupaban varios asientos con sus orondas humanidades y otros tantos con bolsas de plástico con el logotipo de unos grandes almacenes, repletas de lo que se adivinaban prendas de vestir de todo tipo y color. Esas mujeres del fondo no se habían dado cuenta de que había nuevos pasajeros, o de que habían pasado sin pagar, porque no les habían prestado la menor atención y seguían con la algarabía.
El conductor miraba constantemente su reloj de pulsera barato. Ganas de finalizar el turno. Guiaba el vehículo con el automatismo seguro que sólo proporciona la rutina de muchos años. El viaje siguió sin más, pero cuando el coche se acercó al extrarradio, aquellos hombres y aquellas mujeres de pinta algo perturbadora se levantaron de los asientos. Un bergante con cara de muy pocos amigos y una mujer con nariz afilada y ojos de mirada endurecida se separaron del grupo y se dirigieron hacia el conductor. El resto retrocedió poco a poco, como el que no quiere la cosa, hasta el lugar en el que las amas de casa parloteaban sin atender a nada de lo que les rodeaba, enfrascadas en su charloteo. Que mira tú la princesa de tal, con lo modosita que se le ve, la que ha montado saliendo en la tele; que hay que ver la cantante esa con uno mucho más joven que ella y encima es amiga de su madre; pues mira tú, mi Rosi, que sólo tiene diecisiete, con un hombre de treinta y seis; y lo de esa presentadora que se ha vuelto a operar para quitarse lo que se puso y ahora dice que no sabe si se casa; oye, pues la ministra esa no estaba casada, vivían juntos, pero no estaba casada; fíjate, con lo simpático que parecía y lo hace con niños, el muy cerdo, que sí, que lo dijeron en la tele; pues yo he comprado la misma talla que el año pasado, la misma, y apenas me aprieta, de verdad; pero yo creo que la culpa es de su marido, que ha estado tonteando toda la vida con la otra, con lo mona que es ella; eso sí, él tiene un buen trabajo fijo, pero que quieres que te diga, tantos años de diferencia; me dijeron que se había puesto unas tetas tan grandes que le reventaron yendo en avión; para qué se va a casar, si ya da igual; nada, que va para ocho meses que acabó la efepé y sigue sin encontrar trabajo; toda la vida en la cárcel es poco para esos sinvergüenzas, te lo digo yo; un par de kilos más si que he engordado, pero la talla es la misma; y salían los pobrecitos negritos tan delgaduchos que daban una pena, si es que no hay derecho, ¿porque no van ahí los de la onu y les dan de comer?; por cierto, voy a dejar de comer pan, a ver si así me quito ese par de kilos, chica; anda que no se le nota ni nada que no es suyo, todas esas se arreglan por lo menos una vez al año; ahora dice la chica que va a hacer de mensajera, pero a mí me da un poco de miedo, tantos años estudiando para eso; fíjate que ni sabe cantar ni nada, pero como ha salido en la tele varias veces, pues ahí está ganando dinero y sin saber hacer la o con un canuto; a mí me cae bien, aunque sea tan golfo, que quieres que te diga, pero se ve que es inteligente, no es como el resto de pringados del programa; a la pobre se le ha indigestado el éxito y ahí está sin voz y sin nada y con muchos kilos de sobra, si es que es buena chica y para estar ahí hay que tener mucha mala leche; quien tiene la culpa es el gobierno porque no hace nada por dar trabajo a los jóvenes y mira a qué precio están los pisos, así no hay chico que se case y organice una familia, por eso se lían a tomar pastillas; tenía trabajo en una cafetería de esas de una cadena, pero estaba harto de que le cambiaran el turno porque no podía ir a clase o sea que ahora no sé que va a hacer, pero algo tendrá que ser; a ése fresco poca vergüenza le da enseñar el culo en la tele, pero bien que cobra por ello, aunque reconozco que es listo; entonces fue a un programa de esos de tarde para buscar novio y la vergüenza que le dio a sus padres, con lo formales que son, cuando todo el mundo supo que era maricón; no sé a qué fin tiene que quiera ser concejala si su marido manda mucho, pero esta gente nunca tiene bastante...En la parte trasera del autobús rojo seguía el alboroto; en la delantera, el hombre y la mujer llegaron a la altura del conductor gordo y miraron hacia el exterior, como si quisieran saber en qué lugar estaban.
Se acercaban a una desolada parada en medio de una campa con naves medio desvencijadas y feos edificios industriales, ahora vacíos por el fin del turno laboral. Cerca de la marquesina llena de pintadas de grafiteros sin talento, un hombre anciano, tocado con una de esas gorras horteras de jugador de beisbol, agitaba la mano derecha con insistencia.
- Continúa como si nada y no detengas el autobús.
El que había hablado, suavemente sin dejar de mirar al frente, era el bergante con pinta de no tener ningún amigo. Una prolongada experiencia en el trato con todo tipo de personal permitió al grueso conductor oler enseguida que pintaban bastos y asintió cabeceando mientras miraba fijamente el asfalto que se metía incesante bajo las ruedas. El vehículo pasó raudo ante el viejo que se retiró rezongando bajo el escaso resguardo de la deteriorada marquesina. No era la primera vez, ni sería la última, que un conductor de autobús se hacía el loco y no paraba porque iba justo de tiempo.
Los otros hombres y mujeres se acercaron tranquilamente hasta las charlatanas, como si fueran cambiar de asiento, luego los machos sacaron de no se sabe donde unas descomunales navajas, de ésas en las que la hoja sale por un lado del mango de asta y se abren con un creeeec-creeec poco tranquilizador. Las amas de casa que iban al extrarradio no se dieron cuenta de la que estaba cayendo, pero no tuvieron la menor duda de que algo iba mal al oír la ronca voz de uno de los salteadores.
- Señoras, no hagáis el burro y no pasará nada. Dadnos todo lo que tengáis de valor: relojes, joyas y dinero.
Los hombres que habían subido en la última parada exhibían ahora sin ningún pudor grandes y amenazadoras navajas con brillantes hojas de acero que mantenían pegadas a los muslos para que no fueran visibles desde el exterior.
- ¡Deprisa! - amenazó uno de los navajeros.
Las mujeres de la trasera estaban pálidas, ahora completamente silenciosas. Casi desmayadas entregaron apresuradamente relojes baratos, pretendidas joyas de bisutería quizás con baño de oro y algunos billetes, muy pocos, de curso legal. Los forajidos cogieron también las bolsas de plástico con la marca de grandes almacenes llenas de prendas diversas. En la parte delantera del autobús, el conductor simulaba que no se enteraba y miraba fijamente a la carretera, las manos aferradas al volante, como si le fuera la vida. Qué quizás le iba o un buen tajo, cuanto menos.
- Esto no vale nada - voceó uno de los cacos- ¿Por qué salís de casa con tan poco dinero, joder? - se dirigió irritado el saqueador a las temblorosas mujeres.
- Lo hemos gastado en las rebajas - confesó una de las amas de casa con un hilo de voz rota por sollozos contenidos por cierta dignidad, pero sobre todo por miedo.
- Vamos - dijo una de las mujeres atracadoras -. Éstas son unas muertas de hambre.
Todo el grupo de mangantes se dirigió sin prisa hacia la puerta delantera. El conductor grueso y casi calvo, ahora completamente sudoroso, detuvo el vehículo y abrió la puerta sin dejar de mirar al frente y sin esperar a que se lo ordenaran. Los hombres y mujeres del alarmante grupo bajaron raudos.
- ¡Mierda de rebajas! - escupió uno de los truhanes.
- Primero las tarjetas de crédito y ahora esto - apostilló otro facineroso - Aquí no lleva dinero encima ni dios.
- La próxima vez, lo hacemos en el autobús de ida, coño - sentenció una de las mujeres.
- Antes de que las desplumen en las rebajas –remachó una segunda.
- ¡Jodida competencia! – concluyó la más vieja.
Y desaparecieron por una calle lateral mientras el autobús rojo se perdía calle abajo con su conmocionado pasaje. Por lo menos aquellas mujeres tendrían algo emocionante que explicar de por vida.
Amén.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

Por fin he tenido tiempo para poder leer tu nuevo relato. Creo que lo mejor sigue siendo esa facilidad para describir y fijar a los personajes, sean principales o secundarios. Y en este caso me parece delicioso el charloteo de las mujeres que vuelven de rebajas, tan divertido y reconocible. Me encanta.

Cuando no puedo leer en los trasportes me entretengo en escuchar a la gente, sus conversaciones, y te aseguro que prefiero un grupo de marujas, a las que adoro, que uno de oficinistas varones, que suelen ser muy aburridos y sin pizca de humanidad.

Tus mujeres hubieran entretenido mi viaje con sobresaliente.
Besos.