sábado, 19 de mayo de 2007

Odio

El coche, un veterano cuatro latas de color amarillo, se estrelló contra un árbol. Una rama baja golpeó el cristal delantero y lo astilló sin llegar a romperlo. La parte delantera del vehículo se abolló por el impacto contra el árbol, una vieja encina centenaria, testigo de más de lo que hubiera querido recordar de haber podido. A su alrededor, numerosos árboles de su misma especie, pero también robles y castaños, aguantaban impávidos bajo el cielo que empezaba a tornarse azul oscuro, casi negro. Juan Tigre, un hombre joven de aspecto primitivo, descendió del automóvil por la puerta del copiloto y la cerró de golpe.
- ¿Ya está?
La que preguntaba era una mujer de treinta y tantos años que debió ser atractiva., probablemente antes de haber sufrido todo lo que había llovido. Llevaba un vestido rosa con pequeñas flores blancas, ajado por demasiadas lavadas.
- Sí - contestó escueto Juan. Se pasó la mano por los cabellos.
En el interior del estrellado coche, Andrés, cuarenta y pico años mal llevados, había quedado apoyado sobre el volante con los brazos colgando. Tenía la cabeza ensangrentada y los ojos cerrados. La mujer se acercó hasta la ventanilla del lado del conductor y miró al muerto. Un odio intenso emanó de sus ojos con la fuerza del agua que sale de la manguera del barrendero que riega de madrugada las calles desiertas de la ciudad. La mujer se acercó aún más y escupió.
- Ya está bien, Juana. Ha terminado - le dijo Juan Tigre nervioso -. Vamos. Hemos de denunciar el accidente.
Juana y Juan Tigre subieron a un viejo seiscientos de color blanco y arrancaron en dirección a la pequeña ciudad. Juana cerró los ojos y se reclinó sobre el asiento. Juan Tigre conducía con la vista fija en la carretera, mirando la estela delantera que los débiles faros del cochecito pintaban sobre el irregular asfalto.El caserío no daba para todos y Juan trabajó como peón de albañil para un vecino rico de un pueblo cercano. Suerte tuvo porque aquella obra (un chalet ostentoso) duró más de dos años y, al quedarse sin trabajo, tuvo derecho a cobrar subsidio de desempleo unos meses. Las largas y plácidas jornadas en la taberna, bebiendo potes y jugando al dominó, no contribuyeron a eliminar el resentimiento de Juan Tigre contra todo lo que se movía a su alrededor. Ser pobre no es una desgracia, pensaba, es una maldición. Cuando dejó de percibir el subsidio fue a ver a su primo Andrés, que tenía un caserío con bastante tierra, pero la trabajaba solo.
Andrés empleó a Juan en cuanto éste le contó en qué situación se encontraba. Juan Tigre nunca le perdonó esa generosidad. Luego siguieron las prolongadas jornadas de siembra, abono, aspersión contra insectos y plagas, cosecha y cuidado de los animales. Juan Tigre comía en el caserío, pero luego, al anochecer, Andrés lo llevaba hasta la casa de sus mayores, donde dormía, para ir a buscarlo a la mañana siguiente.
- Juan, es una tontería que te lleve cada noche a casa de tus padres para ir a buscarte a la mañana siguiente -dijo un buen día Andrés-. Podrías quedarte en la habitación de abajo.
A Juan Tigre le pareció bien, pero tampoco perdonó a su primo aquel nuevo gesto de largueza. Andrés y Juana, su mujer, prepararon un cuarto que utilizaban por desidia para guardar algunos trastos. Los sacaron y los llevaron al desván, que era su lugar, de donde rescataron una vieja cama donde dormía la abuela hasta que murió a los noventa y cinco años. Los primeros días de su nueva vida, Juan Tigre apenas vio a la mujer de su primo ni a los tres hijos de éstos, porque, en cuanto acababa el trabajo, cogía un trozo de pan y algo de queso o embutido y una cerveza, y se encerraba en su habitación. Ni siquiera veía la televisión. Más adelante, por insistencia de la mujer de su primo, empezó a convivir con ellos como uno más de la familia. Juan Tigre notó que el resentimiento contra su primo aumentaba y esta vez ya no porque hubiera sido generoso sino porque tenía lo que le faltaba: una buena propiedad y una mujer. Los hijos le daban igual, pero una mujer en la cama, y, más aún, una mujer todavía joven, voluptuosa, de grandes tetas y fuertes caderas, con gruesos labios, hubiera colmado bien sus apetitos. Juan no tenía novia ni hacía nada por tenerla. Solía ir de vez en cuando a visitar a las prostitutas de la ciudad, pero cada vez le daba más pereza, porque, aunque la capital estaba sólo a veinte kilómetros, no le gustaba nada la ciudad.
El rencor se acumulaba con lentitud en el corazón de Juan Tigre, como el poso en un depósito de vino viejo, con la sola razón de que su primo tenía aquello de lo que él carecía: tierras, una casa y una mujer. La situación fue más llevadera cuando Juan comprobó que su prima, la mujer de su primo, se insinuaba cuando coincidían solos. Le costó darse cuenta de lo que ocurría, porque era algo duro de mollera, pero, cuando estuvo seguro, una mañana en la que los niños estaban en la escuela y Andrés había ido a la ciudad para comprar repuestos para el tractor, Juan Tigre abandono sin dudar la tarea en el campo, se dirigió presuroso a la cocina donde se encontraba Juana y, sin mediar palabra, se abalanzó con furia sobre ella y le levantó nervioso y con prisa las faldas. Juana ni siquiera hizo como que resistía, dejó que desbordara la pasión anidada y abrazó furiosamente a Juan Tigre, al tiempo que le metía la lengua salvajemente en la boca. Juan le arrancó la blusa, mientras se abría la bragueta, y ella se quitó las bragas, se tiró sobre la mesa y se abrió de piernas. Juan Tigre penetró a su prima política con ferocidad y Juana arremetió con violentos empujones para sentir más intensamente el pene de su primo, hasta que ambos rugieron de placer al unísono.
Fue la primera vez, pero no la única. A partir de entonces, siempre que Andrés se ausentaba, los amantes clandestinos se veían para hacer el amor con frenesí. Apenas hablaban, no dejaban lugar a romanticismo alguno, a caricias ni suavidades. Follaban con furia.
Quizás el amo del caserío algo intuyó, el caso es que al mes o así, ya no volvió a ir a la ciudad ni al pueblo y organizaba el trabajo del campo de modo que su primo Juan Tigre siempre estuviera cerca de él. Entonces los amantes se atrevieron a encontrarse de noche. Juana esperaba con impaciencia hasta que Andrés estaba profundamente dormido y entonces bajaba a la habitación de Juan Tigre donde permanecía haciendo el amor violentamente hasta que casi apuntaba al alba. En silencio.
Las cosas continuaron así unas semanas, pero Juan aún odió más a su primo, pues Juana le explicó que, para que el marido no sospechara, cuando Andrés la solicitaba, ella siempre accedía. Juan Tigre no quería compartir la mujer con su primo.
Un mal día, Andrés se despertó antes de su hora habitual por una digestión pesada y se sorprendió al encontrar vacío el otro lado de la cama. Sin vestirse se dirigió a la planta baja donde encontró a Juana que se disponía a subir al dormitorio.
- ¿Dónde estabas? - preguntó amostazado.
- He bajado a beber agua. Tenía sed y no podía dormir - contestó la mujer.
Como la había sorprendido cerca de la puerta de la cocina, Andrés dio por buena la explicación. Subieron ambos y antes de llegar a la cama, sin cerrar la puerta, Andrés penetró a su mujer con grandes aspavientos y gritos de pasión y rabia. En la planta baja, Juan Tigre, relajado en su cama, se tapó la cabeza con la almohada para no tener que oír los gemidos de placer.
Al día siguiente, los tres se encontraron alrededor de la mesa para desayunar como si nada hubiera sucedido, aunque los tres sabían que sabían. La jornada transcurrió con normalidad, pero al finalizar Andrés se dirigió a su primo.
- Creo que es mejor que vuelvas a dormir a tu casa. Estarás más cómodo que en esa habitación pequeña. Además, ayer que me follé a mi mujer y me pareció que te desperté con mis gritos. Nosotros necesitamos un poco de intimidad y tu tranquilidad. ¿No?
Juan Tigre nada dijo. Recogió sus cosas y, como antaño, subió al viejo cuatro latas de su primo.
Al poco de iniciar el viaje hasta el caserío de los padres de su pariente, Andrés se puso a despotricar. Le echó en cara su poca hombría, su falta de gratitud, su sinvergonzonería. Juan no decía nada, no porque estuviera arrepentido ni avergonzado; prefirió dejar crecer el odio.
Cuando se acercaban al caserío de la familia Tigre, pero aún no se divisaba, Juan pidió a su primo que detuviera el vehículo, que iban a arreglar aquella situación como hombres. Andrés estacionó el coche a un lado de la carreterita nada transitada y se dispuso a dar una buena lección a base de puños a su primo traidor, pero no tuvo ocasión. Juan Tigre bajó rápidamente del vehículo, cogió una rama gruesa desgajada que había en el suelo y, antes de que su primo hubiera tenido tiempo de cerrar la puerta del coche, le asestó un golpe feroz en la cabeza. Andrés cayó inconsciente y sangrante al suelo. Juan se arrodilló a su lado inseguro de si vivía o no. Marchó corriendo hacia la vieja cabina telefónica sita a unos doscientos metros de la carretera, que tantas veces habían utilizado los del caserío, pues nunca quiso su padre instalar un teléfono. Le costó más de un cuarto de hora conseguir hablar con Juana y todas las monedas sueltas que llevaba, pues en el caserío de Andrés tampoco había teléfono y su amante había sido avisada por el vecino más cercano con teléfono.
- Juana, deja los niños con alguien, que ahora te vengo a buscar.
Fue un ir y venir. Juan Tigre metió a Andrés en el cuatro latas, para que no fuera visto por alguno de los raros conductores que circulaban por esa carretera, y se acercó corriendo hasta el caserío de sus padres. Sin dar explicaciones, cogió el viejo seiscientos de la familia y marchó hasta el caserío de Andrés para recoger a Juana. En el camino de regreso hasta el Renault “cuatro latas”, Juan le explicó el plan.
- Diremos que ha tenido un accidente, que nos preocupaba que no regresara a su hora, que hemos salido a buscarlo y lo hemos encontrado muerto en el coche - le explicó Juan Tigre.
Cuando llegaron al lugar en el que estaba el viejo automóvil amarillo ya era noche cerrada. Con la ayuda de los débiles faros del seiscientos, Juan y Juana sacaron a Andrés de la parte trasera del Renault cuatro latas para colocarlo en el asiento del conductor.
- Está vivo, todavía respira - dijo Juana más asustada que sorprendida.
Juan Tigre, que sujetaba lo que creía el cadáver de su primo por las axilas, dejó caer el cuerpo de Andrés. Con ira incontenible que le irradiaba del rostro, cogió de nuevo el tronco con el que lo había malherido y le asestó varios golpes en la cabeza.
- Ahora, no. Ahora ya no respira.
Se detuvo, se arrodilló a su lado y puso la oreja sobre el pecho del ensangrentado Andrés para comprobar si le latía el corazón.
- Está muerto.
El puesto de la Cruz Roja apareció de repente ante los ojos de Juan Tigre. Estacionó el seiscientos y bajaron para explicar, tal como habían urdido Juan y Juana, lo que pretendían que había ocurrido.
- Ha habido un accidente - explicó Juan Tigre, mientras Juana lloraba, no sabemos si porque actuaba o porque tenía tanto miedo que no podía evitarlo -. Creemos que mi primo está muerto
Casi una hora después los agentes de la Ertzaintza y voluntarios de la Cruz Roja se llevaron el cadáver de Andrés, previa autorización del juez. El médico comprobó con una mirada que la cabeza de Andrés había sido machacada a conciencia.
- ¿De verdad creíste, tarugo, que nos tragaríamos que había sufrido un accidente de carretera con la cabeza destrozada a golpes? – le preguntó un sargento de la Ertzaintza.
- Lo vi en una película en la tele y allí sí se lo creyeron - contestó Juan Tigre confundido y lleno de odio.
Cuando tiempo después, le comunicaron la sentencia de quince años de cárcel, aún creía que sólo había tenido mala suerte.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

Un retrato impecable de cómo el odio va echando raíces en la mente de un ser primitivo. Un odio que se alimenta de la parca generosidad del primo, de las comparaciones entre el que tiene poco y el que no tiene nada. Un odio antiguo, que sólo tiene esas aristas y claroscuros en los ambientes rurales.
Un duro relato sin concesiones. Me gusta visitar tus historias oscuras.
Besos, Santamaría.