miércoles, 9 de mayo de 2007

Depresión



Ramón era un hombre normal. No era guapo, pero tampoco era feo, por lo menos de los que destacan por su fealdad. Le faltaba bastante pelo: era muy calvo, pero eso no es ninguna desgracia; hay un montón de hombres calvos y no pasa nada. Los hombres clavos, por otra parte, seducen tanto o tan poco como los hombres con todo el pelo en su cabeza. Ya se sabe que si se considera la cuestión de ser calvo o no es pensando en las mujeres, pensado en que un calvo no hace tantas conquistas como un tío con pelo, pero eso no es cierto; es más, se dice que los calvos suelen tener una potencia sexual envidiable, pero tampoco se sabe con seguridad. Para compensar la falta de pelo en el cráneo, el hombre al que nos referimos se había dejado crecer un grueso y negro bigote que le tapaba la boca; bueno, negro del todo no, porque unas cuantas canas lo engrisecían. Ramón era un hombre de cuarenta y tantos años, de estatura mediana, bastante tímido, que vivía solo. Aparentemente era un hombre tan feliz o poco feliz como el resto de sus vecinos de escalera o de barrio. Tenía un trabajo fijo por el que le pagaban un sueldo que no estaba mal, pero que tampoco estaba bien. Salía con unos amigos que en realidad no eran amigos sino compañeros de matar el ocio o cómplices del aburrimiento colectivo, y, de vez en cuando, bastante de vez en cuando, tenía una aventura con una mujer que no era fea, pero tampoco bonita. Ramón no era un hombre con aficiones destacables, no le gustaba mucho leer ni tampoco escuchar música, no era coleccionista ni hacía trabajos manuales o artesanales, veía bastante la televisión y pasaba algunos ratos en el bar ante una cerveza que se vaciaba lentamente. No era un tipo muy inquieto, pero tampoco era pedazo de carne con ojos. Leía diarios deportivos y los domingos compraba un diario normal. Le gustaba el fútbol y un poco el baloncesto, y si transmitían una carrera de fórmula 1, se la tragaba entera. Tenía un vídeo que había comprado a plazos y cada fin de semana alquilaba unas cuantas películas. La vida de Ramón no era emocionante, era tranquila. Aburrida en realidad. Ramón había nacido en un pueblo pequeño y, como tantos, había llegado a la ciudad muy jovencillo para conseguir un trabajo estable y un sueldo que le permitiera sobrevivir con alguna dignidad. No había tenido la suerte que había soñado, pero no se quejaba. Acaso el problema de Ramón era que había cumplido una edad crítica, que hace tambalear a hombres como castillos. Ya no era tan joven, aunque te sientes joven, sobre todo en verano o primavera cuando ves pasar a las jovencitas con las carnes tersas y prietas y la sonrisa sin mancillar en el rostro. Luego está lo que esa edad influye en el trabajo; si no lo tienes, ya puedes despedirte y si no has alcanzado un puesto decente antes de los cuarenta, despídete también, porque ya no lo obtendrás. Es el momento de reconocerse tranquilamente a uno mismo que se ha fracasado, que todos los sueños se han ido a la porra. Todos los sueños de juventud, todos los proyectos de comerse el mundo, e evaporan y disuelven en el espacio infinito.

Hay hombres que son conscientes de ese desbarajuste entre sus sueños y lo que han conseguido, pero son capaces de pactar con su propio fracaso y continuar viviendo como si tal cosa. Y otros, no. No se sabe a qué categoría pertenecía Ramón, pero, con el paso del tiempo y el avance de la cifra de unidades tras la decena cuarenta, empezó a sentirse deprimido. Así las cosas, Ramón decidió ir al psiquiatra. Alguien de la familia le dijo que lo que le pasaba lo curaban los psiquiatras. Primero fue al psiquiatra de la seguridad social. Tras tres o cuatro sesiones, decidió que aquel tío no le ayudaría porque sólo lo atiborraba de pastillas que le hacían sentirse como un zombi y, como no respetaba la indicación de que no tomara alcohol mientras estuviera en tratamiento, no coordinaba demasiado. Por fin se decidió a consultar a un psiquiatra de pago y cayó en manos de un freudiano elemental. Aquel payaso, seguidor de uno de los más imaginativos literatos de la medicina contemporánea, atribuía todo lo que le ocurría a Ramón al odio hacia su padre y porque inconscientemente quería acostarse con su madre. Ramón estuvo a punto de romperle la cara y pensó que aquel imbécil no le resolvería el problema, pero se cabreó tanto que por unos minutos no se sintió deprimido. Ignorante del peligro que había corrido, el freudiano también le dijo que lo que le pasaba era que había deseado a muchas mujeres inalcanzables y no las había poseído nunca, lo que le causaba una frustración muy honda. A Ramón le cabreó la simpleza del psiquiatra. Claro que hubiera pasado más de una noche loca con la Sharon Stone, la Kim Bassinger o la Selma Hayek, pero eso no era nada especial; había miles y miles de tíos, posiblemente millones, que se encontraban en el mismo caso. Ramón, nada introducido en los escabrosos terrenos del complejo de Edipo y del regreso al vientre materno, pensó que ya se le pasaría la depre. Finalmente decidió prescindir del psiquiatra, de aquél o de cualquier otro, porque sólo le sacarían los cuartos. El coñac podía ser un buen compañero en los momentos bajos, pensó vagamente, sin saber que el alcohol, en cuestiones depresivas es como un quintacolumnista o un agente enemigo camuflado; te da una de cal y dos de arena y al final se lleva los planos secretos de la fortaleza, porque en realidad trabaja desde el principio para el enemigo y te deja el hígado, los riñones, el corazón y la cabeza hechos unos zorros. Al menos eso le dijo el cura de la parroquia una vez que fue a visitarlo "para conocer a las ovejas de mi rebaño", le había dicho. Ramón no se sentía oveja ni nada parecido, pero no envío al cura ya mayor a hacer puñetas, porque le pareció que no era mala persona y que lo de las ovejas lo decía sin mala intención. Ramón no hizo nada para combatir los momentos bajos de su vida, cada vez más frecuentes e intensos. Fue bajando poco a poco el pozo sin fondo de la depresión, acercándose al momento en el que ya no viera ninguna luz allá en lo alto de lo hondo en que había caído. Sólo un inexplicable e instintivo sentido de la propia dignidad, cierta vergüenza torera, le impidió abandonarse. Iba a trabajar con cara de funeral, veía la teje sin enterarse mucho de lo que veía, pero las cosas cada vez tenían menos razón de ser, cada vez tenía menos ganas de hacer nada y la energía se le escapaba del cuerpo como la sangre se derrama por una herida. Y llegó a aquel punto sin retorno en el que, como un letrista de tangos, se preguntó qué pintaba en este mundo absurdo. Y se lo preguntó tantas veces, y tantas veces se respondió que no tenía ni pajolera idea, que decidió quitarse de en medio.

Tras tomar la decisión, se dio cuenta de que no sabía cómo llevarla la práctica. Durante algunos días imaginó como podía acabar con su insulsa vida, pero todo era melodramático o difícil, complicado o doloroso. Él no tenía pistola a mano para pegarse un tiro y no estaba dispuesto a clavarse un cuchillo en el pecho o en el vientre, porque intuía que debía ser muy doloroso y no estaba dispuesto a abandonar este valle de lágrimas sufriendo. Una cosa era que la vida le importara un pimiento y otra que estuviera dispuesto a aguantar dolor. Tampoco se decidía a lanzarse desde la ventana porque su piso era un segundo e imaginaba que se rompería algo o se convertirla en un lisiado, empeorando su situación, pero no resolvería el problema; discurrió además que, aparte de que pegarse un leñazo sobre el asfalto, una caída así tenía que ser muy dolorosa. El veneno le tentaba pero no tenía la menor noción de química y no estaba dispuesto a beberse una botella de lejía porque le parecía recordar un caso que le habían contado en el bar de alguien que lo había hecho y no sólo no se había muerto sino que lo había pasado fatal con el estómago quemado. Ahorcarse con una cuerda le daba no sé qué, entre otras razones porque le recordaba las películas del oeste, ese tipo de muerte siempre lo había asociado a los criminales empedernidos y él no era ningún delincuente.

Por fin encontró la solución: el gas. El gas era limpio y tenía entendido que la muerte por gas era dulce y no te enterabas; justo lo que le convenía. La otra cuestión a dilucidar era cuándo lo haría, pero decidió que en el momento que sintiera muy fuerte el deseo de largarse de aquí, abriría la espita de la cocina y se tumbaría en el suelo a esperar suavemente la llegada de la Parca.

Durante unos días no vio llegado el momento hasta que le pareció idónea esa mañana fresquita de primavera en la que las gentes hacían lo que cada día sin mayor problema ni angustia y los coches atascaban las calles y las entradas a la ciudad, y los vagones de tren iban abarrotados de gentes soñolientas.

Esa mañana Ramón dijo que era el día. Se quedó en pijama porque pensó que era una pérdida de tiempo vestirse; luego tapó concienzudamente con toallas todas las rendijas de las ventanas y de la puerta de la calle para que el gas no se escapara; después se cerró en la cocina, puso trapos en la rendija inferior de la puerta que comunicaba con el pasillo y abrió todas las llaves de la cocinilla de gas. Finalmente se sentó en el suelo apoyando la espalda contra la pared. A esperar.

El gas escapaba rápido y se extendía por la pequeña estancia colmándola de olor a podrido pasado por agua. El gas salía, salía, salía...

Ramón miró el reloj: ya hacía unos minutos que salía gas y aún no notaba nada; ni desmayo ni dulzura ni nada de nada. Empezaba a impacientarse. ¡A ver si tampoco se podía matar! Se levantó y cerró la espita, abrió la puerta de la cocina y salió al pasillo. Toda la casa apestaba a gas. Ramón empezaba a cabrearse y ya no estaba seguro de que quisiera matarse. Se dirigió hacia el saloncito y cogió el paquete de cigarrillos. Ya se mataría otro día y con otro sistema; el del gas tampoco era fácil. Cogió el mechero y se dispuso a encender aburrido un cigarrillo. Ni matarse podía, ¡coño!

La explosión se oyó en varios kilómetros a la redonda y se rompieron muchos cristales de ventanas de casas y de coches estacionados en la calle. Mucha gente creyó que era un coche bomba hecho estallar por terroristas. El pisito quedó totalmente destrozado y la explosión de gas incluso reventó parte de la vivienda de al lado. Milagrosamente Ramón aún estaba vivo cuando llegó la ambulancia y se lo llevaron casi a trozos, pero lleno de horribles quemaduras.
Por fin Ramón murió al poco de llegar al hospital donde los médicos, con buen sentido y mejor criterio, no hicieron nada por prolongar su vida.

Hay una canción muy poética de un artista muy famoso, cuyo estribillo dice.
"Vivir para vivir, sólo vale la pena vivir para vivir". Pero Ramón nunca la comprendió. Quizás porque estaba deprimido.

(La pintura es de Carlos Castillo, un buen amigo)

2 comentarios:

Tesa Medina dijo...

Lo veo, siento la depresión que se va adueñando poco a poco de Ramón, su rutina, su decepción, el olor del gas y la explosión interrumpiendo la cotidianidad de una mañana cualquiera.
La tragedia de un ser anónimo que te atrapa.
Me gusta, te enlazo para leerte con más comodidad.
Un beso

Anónimo dijo...

Hola entiendo perfectamente este tipo de situaciones, he visto a gente como poco a poco se han ido aruinando lentamente y sin poder volver atras de ser personas triunfadoras y con muvhos vienes a no tener absolutamente nada, comparto el apoyo un saludo espero nuevas noticias
http://www.comomania.com/depresion